La farsa sacramental del toro de la Vega
Agarrando con fuerza el m¨¢stil de la lanza castellana, el mozo m¨¢s aguerrido la clava en el costado del toro. Brota el primer chorro de sangre y mientras el animal embiste a los que tiene por delante los de atr¨¢s hincan en su cuerpo unas largas y afiladas hojas de acero. El toro busca entre la polvareda que levantan los caballos un lugar por d¨®nde escapar, pero el cerco se ha cerrado y desangr¨¢ndose agoniza ante el envalentonado griter¨ªo de los lanceros. Quien en este momento consiga darle "la m¨¢s certera, valiosa y grave lanzada", aquel que vaya a ser considerado autor de la muerte del toro de la Vega podr¨¢ embadurnarse con su sangre, cortar sus test¨ªculos y enarbolarlos en la punta de su lanza, pasear por las calles de Tordesillas y ser aclamado como vencedor del torneo.
Entre el honor y la brutalidad, los lanceros llevan a cuestas el insufrible rubor que los oprime
Los que ven en este festejo un espect¨¢culo denigrante reclaman al Estado que proh¨ªba de una vez la ofensiva brutalidad popular. Por su parte, las autoridades municipales y auton¨®micas, respaldadas por el fervor vecinal, protegen una costumbre que refleja su manera de ser, define su identidad y establece los lindes de su soberan¨ªa.
La disputa confronta argumentos no del todo desconocidos: los partidarios de la tradici¨®n remontan su legitimidad hasta los ancestros fundadores del primer sacrificio y se amparan en su prestigio para imitar la ceremonia original; los adversarios, sin m¨¢s respaldo que su discernimiento moral, reclaman el derecho del sentido com¨²n a cancelar una herencia indeseable. Unos y otros se tratan con franca hostilidad: para los vecinos, los adversarios de la fiesta son for¨¢neos entrometidos; para los ecologistas, los lanceros son unos ind¨ªgenas despiadados.
Los defensores de los derechos de los animales perciben con agudeza el sufrimiento del toro y una resuelta ternura cultural les lleva a rechazar la humillaci¨®n a la que es sometido. Cada a?o se preguntan con la misma perplejidad c¨®mo se puede carecer del m¨¢s elemental sentido de la compasi¨®n y perseguir al toro profiriendo espeluznantes aullidos de ferocidad.
Sin embargo, cuando consideren detenidamente el fen¨®meno de Tordesillas les sorprender¨¢ descubrir que, en realidad, a estas cofrad¨ªas taur¨®fagas les resulta insoportable cargar con el peso de la tradici¨®n. El indecible gozo de martirizar al toro les procura un placer duradero, pero al mismo tiempo la matanza les produce un inquietante resquemor.
El reglamento de las cofrad¨ªas expresa, con una nitidez asombrosa, la repugnancia que sienten sus miembros al ejecutar el sacrificio del toro y el gran empe?o puesto en desvirtuar el verdadero sentido de los ritos que practican. La normativa de la "sabia y heroica" Orden del Toro de la Vega, despu¨¦s de solemnes pre¨¢mbulos, exige "que se trate al toro con dignidad y honor y que nadie ose tratarlo mal, ni vivo ni muerto, ni de palabra ni de obra".
La ordenanza declara que el respeto de los lanceros por el toro pertenece al modo caballeresco del ser castellano, que el torneo examina el estado an¨ªmico y f¨ªsico de los vecinos, que el rito resume el modo de pensar de un pueblo y que es de "grand¨ªsima" utilidad a todos y cada uno; y advierte que nadie debe osar acudir al torneo en mal estado de ¨¢nima, que el torneante se mostrar¨¢ muy cort¨¦s, evitando las malas formas y comport¨¢ndose con humildad.
He aqu¨ª el testimonio de una extra?a ceremonia de expiaci¨®n. Pues tan intensa negaci¨®n de la v¨ªvida verdad de los hechos cometidos supone forzosamente tener una clara conciencia de su significado. Nadie trata con dignidad al toro que est¨¢ martirizando. La contradicci¨®n es insalvable. Para perseguirlo, asustarlo, acosarlo, alancearlo, desangrarlo y darle la ¨²ltima pu?alada hace falta un furor inconciliable con la humildad.
Pero las ordenanzas de la Orden del Toro de la Vega no pretenden embellecer un festejo incompatible con las virtudes morales ni encubrir con una ret¨®rica medievalizante el sudor de las camisetas manchadas de sangre. Las ordenanzas no son un embuste escrito para enmascarar la verdad sino, justamente, el medio elegido para confesarla. Al enumerar los principios que nadie puede cumplir, al prohibir la vejaci¨®n del toro, la Orden admite lo que no puede poner por escrito: lo que fatalmente ocurrir¨¢.
El texto desvela una rara especie de farsa sacramental: conscientes de la violencia que los posee, las gentes de Tordesillas hacen de su modesta hecatombe una bufonada sangrienta. El ampuloso respeto al toro, pregonado antes de iniciar la persecuci¨®n, les sirve de catarsis c¨®mica. ?Cabe imaginar una negaci¨®n de s¨ª mismo m¨¢s risible?
Sin embargo, los feroces cazadores de toros no son tanto los prisioneros del perturbado imaginario de la violencia como las v¨ªctimas de una ¨ªntima y secreta verg¨¹enza. Incapaces de abolir la tradici¨®n que les impone la violencia, sometidos al torturado dilema entre honor y brutalidad, los lanceros de Tordesillas llevan a cuestas el insufrible rubor que los oprime.
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