La inversi¨®n de valores en la justicia
Algunos acontecimientos de los ¨²ltimos d¨ªas y, sobre todo, las reacciones p¨²blicas y publicadas sobre las actuaciones judiciales en los ya conocidos como casos Palau y Pretoria, en particular sobre los modos y las decisiones cautelares adoptadas, hacen necesarias algunas reflexiones. Ambos casos constituyen, pese a sus notas divergentes, un episodio m¨¢s de un estado de cosas preocupante, muy preocupante, mediante el que se ha transformado, adulter¨¢ndolo, el momento de la justicia. Intentemos explicarnos.
Desde hace ya bastante tiempo, la instrucci¨®n sumarial parece haberse convertido en nuestro pa¨ªs en el espacio donde se ventila y se decide acerca de la inocencia o culpabilidad de los ciudadanos. De forma simult¨¢nea a la producci¨®n de las fuentes de prueba, incluso cuando ¨¦stas se obtienen mediante los medios m¨¢s injerentes en los derechos fundamentales, la sociedad toma puntual conocimiento de conversaciones telef¨®nicas, de anotaciones en agendas privadas, de datos fiscales, bancarios o cl¨ªnicos de personas inculpadas o protoinculpadas. Casi a diario, la prensa y la televisi¨®n nos suministran las fotograf¨ªas e im¨¢genes de personas -que siguen gozando de la presunci¨®n de inocencia hasta que ¨¦sta se destruya judicialmente- detenidas y esposadas, arrastradas, con frecuencia, entre una multitud que desea, gritando, la aplicaci¨®n de la ley... de Lynch 250 a?os despu¨¦s.
Los medios condenan al sospechoso antes de que sea juzgado por un tribunal independiente
Diariamente participamos como espectadores impasibles de un proceso de inversi¨®n de valores constitucionales, de absoluto desprecio por el derecho fundamental a la presunci¨®n de inocencia. El inculpado es culpable y al juez de instrucci¨®n se le exige que se comporte como un agente ejemplificador. Alg¨²n dirigente pol¨ªtico ha llegado a verbalizar contundentemente la conveniencia de este comportamiento. Parece no existir espacio racional para la inocencia. El juicio oral es un horizonte lejano, en muchas ocasiones demasiado lejano, y disfuncional. ?Por qu¨¦ debe esperarse a que un tribunal en condiciones contradictorias y con plenitud de garant¨ªas para la defensa decida que alguien es culpable si todos sabemos y hemos comprobado (lo hemos visto y le¨ªdo) que lo es desde hace muchos meses?
Convertir la fase previa del proceso penal en una suerte de casa de cristal no es un valor democr¨¢tico ni una garant¨ªa de transparencia de la justicia. Es, llanamente, una inversi¨®n grav¨ªsima de nuestro sistema de valores. La mayor¨ªa de los pa¨ªses de nuestro entorno -con el respaldo expl¨ªcito de una consolidada jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos- ha previsto rigurosas reglas que limitan la interferencia medi¨¢tica en el proceso instructorio cuando se pone en intenso peligro la presunci¨®n de inocencia, castigando, incluso penalmente, a aquellos agentes p¨²blicos y privados que las desconocen. Y lo han hecho, precisamente, para garantizar los valores qu
edeben regir en una sociedad democr¨¢tica avanzada. Confiar en que un tribunal independiente e imparcial, despu¨¦s de un proceso justo y equitativo, es el ¨²nico que tiene la legitimidad para privar a un ciudadano de su libertad era el sue?o de Beccaria, y lo fue tambi¨¦n de los revolucionarios que a ambos lados del Atl¨¢ntico reaccionaron contra "la justicia del Rey". Es triste que siga siendo un sue?o m¨¢s de dos siglos despu¨¦s.
En el actual estado de cosas, es coherente que no nos resulte estremecedor, que consideremos normal, por cotidiano, leer las transcripciones de intervenciones telef¨®nicas declaradas secretas o las cartas ocupadas en un registro donde se vuelcan sentimientos e intimidades, o fotos o im¨¢genes de personas esposadas. La dignidad humana de quienes padecen estos comportamientos se ve degradada hasta unos extremos inaceptables. ?Qu¨¦ queda de aqu¨¦lla como fundamento del orden pol¨ªtico y de la paz social, tal y como la quiso el constituyente (art¨ªculo 10.1 CE)? Es coherente que no nos escandalice que un buen n¨²mero de ciudadanos inocentes est¨¦n sometidos a la pesadilla del proceso (medi¨¢tico) perpetuo, a la acusaci¨®n sin defensa, a que d¨ªa tras d¨ªa su presunci¨®n de inocencia se ignore de forma deliberada. Todo vale, todo lo exige el nuevo tempo de la justicia. Todos deben cumplir el papel asignado. En este contexto, en esta recreada ilusi¨®n de acceso inmediato a la verdad, liberada de todo rito, de todo l¨ªmite de sustancia, es muy l¨®gico que escandalice que un juez de instrucci¨®n no ordene la prisi¨®n provisional del culpable, del muy culpable, y que, en l¨®gica consecuencia, se avale y se enaltezca que otro juez de instrucci¨®n la decida.
La prisi¨®n provisional en este nuevo momento de la justicia no es, desde luego, concebida por la sociedad como una medida cautelar, sometida, por esencia, a fuertes restricciones constitucionales de aplicaci¨®n, sino como el castigo, el justo castigo ya socialmente decidido. Sorprende que pueda generar mayor debate p¨²blico y mayor reproche que un juez no decida la prisi¨®n provisional en un caso de relevancia medi¨¢tica a que un juez pueda haber ordenado la intervenci¨®n de las comunicaciones entre un inculpado y su letrado, sin que conste en la causa (al menos de cuanto ha trascendido) dato que permitiera pronosticar que el segundo pod¨ªa formar parte del c¨ªrculo de los presuntos responsables criminales del delito que se investiga.
No conocemos los detalles de los casos Palau y Pretoria ni los porqu¨¦s de la actuaci¨®n del juez de instrucci¨®n de Barcelona, en el primer supuesto, ni del juez de instrucci¨®n de la Audiencia Nacional, en el segundo, pero la aparente contundencia de este ¨²ltimo no puede implicar la ausencia de contundencia o debilidad en el primero. El problema radica en la unidad de medida que se utilice. Cuando se trata de medir o de comparar dos actuaciones judiciales en procesos con elementos de cierta proximidad por todos conocidos, el par¨¢metro que debe tomarse en cuenta, en particular cuando est¨¢n en juego derechos fundamentales, no es el grado de empat¨ªa social que merece una u otra, sino el nivel de adecuaci¨®n de cada una a los valores y l¨ªmites de sustancia constitucionales a los que debe responder, en un Estado como el nuestro, el ejercicio del poder p¨²blico.
Y por ello, tambi¨¦n la terrible puissance de juger. En ocasiones, decisiones que llaman la atenci¨®n por el rechazo que suscitan en ciertos ¨¢mbitos pol¨ªticos, sociales y hasta judiciales, permiten visualizar de manera mucho m¨¢s evidente la trascendencia constitucional de la funci¨®n del juez como garante de los derechos y las libertades de todos los ciudadanos, tambi¨¦n de los que se sospecha -ni m¨¢s ni menos, pero s¨®lo eso- que han cometido un il¨ªcito penal.
Desconocemos cu¨¢l ser¨¢ el devenir de ambos procesos, el tiempo de desarrollo de cada uno de ellos y las consecuencias finales, pero s¨ª estamos en condiciones de afirmar que la decisi¨®n del juez de Barcelona -sin perjuicio de los necesarios m¨¢rgenes de cr¨ªtica p¨²blica leg¨ªtima en un Estado democr¨¢tico, y sin tomar en consideraci¨®n otras actuaciones de su instrucci¨®n- ha tenido un valor simb¨®lico muy especial: en condiciones de alt¨ªsima presi¨®n medi¨¢tica y social ha dejado claro que la instrucci¨®n no es el momento del castigo y que la sentencia, ya dictada por aquellos que todo lo vuelven transparente, menos el lugar de donde procede dicha transparencia, no ser¨¢ ejecutada en sus propios t¨¦rminos.
Y ello deber¨ªa constituir, tambi¨¦n, un indicativo muy valioso para medir la contundencia de la actuaci¨®n judicial, la contundencia constitucionalmente exigible a los jueces.
Javier Hern¨¢ndez Garc¨ªa es magistrado en la Audiencia Provincial de Tarragona y Alejandro Saiz Arnaiz es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra. Firma tambi¨¦n este art¨ªculo Roser Bach Fabreg¨®, magistrada.
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