El ministro Sol¨¦ Tura y el Cervantes de Ayala
El lunes 11 de noviembre de 1991, a las seis de la tarde en Nueva York (las doce del mediod¨ªa en Espa?a), fue ingresado Francisco Ayala en el Lenox Hill Hospital de aquella ciudad. Ten¨ªa m¨¢s de 42 de fiebre, y al permitir por fin que se le llevase a urgencias fue protestando que quer¨ªa morirse en mi cama, por favor. "Te lo prometo", le respond¨ª, "pero no ahora". Cuando, a las doce de la noche, volv¨ª a casa me encontr¨¦ en el contestador con una serie interminable de mensajes breves -felicitaciones y peticiones-, todos ellos en espa?ol: al Ayala que en ese mismo momento estaba literalmente luchando por su vida en un hospital neoyorquino se le hab¨ªa concedido en Madrid el m¨¢s alto galard¨®n de las letras hispanas, el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes.
?Cu¨¢l habr¨ªa sido el origen de aquella pulmon¨ªa que empezara unos d¨ªas antes ya a rondar al octogenario escritor y que ahora amenazaba con sofocarle la vida? Ni se sabe, ni en realidad importa. Lo que s¨ª importaba, lo que a toda costa hab¨ªa que hacer, era asegurarle unas condiciones absolutamente tranquilas para que pudiera comenzar a producirse la tan deseada mejor¨ªa, cosa ¨¦sta que exclu¨ªa de entrada cualquier visita ajena. Ser¨ªamos, pues, su hija y yo quienes nos turnar¨ªamos para hacerle compa?¨ªa.
El problema, sobre todo en los primeros d¨ªas, cuando su vida peligraba, consisti¨® precisamente en el Premio Cervantes y todo el protocolo asociado con tan alta distinci¨®n. Era yo en aquel entonces bastante m¨¢s joven, y desde luego menos experimentada, que lo que soy ahora: una profesora norteamericana privada en aquel momento de los consejos, siempre acertados, de su maestro y compa?ero sentimental. ?Qu¨¦ hacer? Por el momento, nada (estrategia m¨ªa de toda la vida). Se me ocurri¨®, luego, pedirle ayuda a un brillante alumno m¨ªo y amigo de confianza, Eduardo Lago -actual director del Instituto Cervantes de Nueva York, escritor y periodista-, quien qued¨® en traerme cada ma?ana al hospital el correspondiente n¨²mero de EL PA?S para que -recu¨¦rdese que se trata de la ¨¦poca pre-Internet-pudiera irme formando una idea de lo que en Espa?a se publicaba con relaci¨®n al premio.
El acoso de los medios
Al parecer, todas esas medidas no hac¨ªan m¨¢s que aumentar el misterio y, con ello, el acoso, incesante ya, de los medios de comunicaci¨®n. Cuando estaba en mi casa filtraba las llamadas, pero nada pude hacer, por ejemplo, para impedir que se acampara frente a la puerta de la finca un resuelto fot¨®grafo espa?ol. Hasta, seg¨²n supe despu¨¦s, empez¨® a circular el rumor de que ten¨ªa secuestrado al propio Ayala en alg¨²n paraje clandestino... Claramente hab¨ªa que hacer algo ("?Y a¨²n algos!", hubiera dicho Sancho Panza).
De modo que, estando yo en casa uno de esos primeros d¨ªas, al o¨ªr identificarse en la m¨¢quina contestadora a alguien del Ministerio de Cultura, cog¨ª el tel¨¦fono y habl¨¦. Me explic¨®, muy amablemente, la funcionaria que me llamaba que (tambi¨¦n) a ellos les estaban persiguiendo d¨ªa y noche representantes del cuarto estado para averiguar por qu¨¦ no hab¨ªa hecho ninguna declaraci¨®n don Francisco Ayala... Yo no se lo puedo decir a usted, le respond¨ª, tras lo cual, en un momento de valent¨ªa, se me ocurri¨® a?adir que s¨®lo se lo explicar¨ªa, directamente y en privado, al se?or ministro.
As¨ª fue c¨®mo, poco despu¨¦s, habl¨¦ por tel¨¦fono con don Jordi Sol¨¦ Tura, excelente persona a quien ya sab¨ªa yo que Ayala estimaba en alto grado. Bajo juramento de secreto se lo cont¨¦ todo: la enorme gravedad de la situaci¨®n, mis temores a los medios (para colmo, en aquel entonces aparec¨ªan en la prensa, con cierta frecuencia, fotograf¨ªas de toreros acostados, malheridos y con el cuerpo medio destapado en alguna habitaci¨®n de hospital); y ¨¦l, con una diplomacia exquisita, me convenci¨® de la necesidad de hacer algo para apaciguar de una vez los voraces apetitos de quienes tambi¨¦n ten¨ªan medio sitiados a los de la oficina de prensa del propio ministerio.
Ese algo fueron unas breves palabras de agradecimiento que poco despu¨¦s me dictar¨ªa Ayala para que luego, en casa, las pasara a m¨¢quina, con letras muy grandes y legibles. Al d¨ªa siguiente, y a la hora acordada, las ley¨® ¨¦l por tel¨¦fono desde su cama a los periodistas reunidos para ello en Madrid, ninguno de los cuales llegar¨ªa a saber, gracias a la palabra cumplida del ministro Sol¨¦ Tura, ni d¨®nde, ni desde luego en qu¨¦ condiciones de salud, hab¨ªa ido a parar en Nueva York el flamante Cervantes Ayala.
En estos momentos actuales, tan tristes, sigue vivo para m¨ª aquel lejano recuerdo y sobre todo viva, viv¨ªsima, mi enorme gratitud.
Carolyn Richmond, viuda del escritor Francisco Ayala, es hispanista.
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