Hombres y mujeres
Algunas veces, cuando era ni?a, dese¨¦ ser un chico. Ese deseo no estaba provocado por el viejo complejo freudiano de la falta de pene, sino por querer ser tratada como eran tratados los chicos. Envidiaba la libertad que les era concedida, las normas menos r¨ªgidas que se establec¨ªan para ellos, el que se vieran libres de obligaciones dom¨¦sticas y la condescendencia con que las madres contemplaban sus defectos. A menudo pens¨¦ que quer¨ªa ser chico; luego descubr¨ª, con los a?os, que lo que quer¨ªa era tener sus mismos derechos y haber sido reforzada con el mismo nivel de autoestima. Hay ni?os que poseen un talento innato para las matem¨¢ticas, para el deporte o las manualidades; yo, desde chica (y no hago ¨¦pica del pasado), desarroll¨¦ un sentido implacable de la igualdad y de la justicia: no ten¨ªa ninguna tolerancia a ser ninguneada. As¨ª sigo: no quiero ser tratada ni con ese paternalismo que infantiliza a las mujeres hasta que se caen de viejas ni con ese plus de desprecio que suelen contener las cr¨ªticas que soportamos en ocasiones las mujeres p¨²blicas. De la misma forma que yo me sent¨ªa inc¨®moda en mi papel de ni?a de aquella Espa?a rancia, hab¨ªa ni?os a los que el exceso de hombr¨ªa que se les exig¨ªa tambi¨¦n les ven¨ªa grande. Ese tipo de hombre se ha adaptado con mucha m¨¢s alegr¨ªa a este tiempo presente; es un tipo de hombre que escucha a las mujeres y detesta las t¨ªpicas complicidades entre machirulos. Ellos, nosotras, aquellos a los que no nos gustaba el mundo segregado de nuestra infancia (ni?as por aqu¨ª, ni?os por all¨¢) estamos disfrutando de este otro mundo en el que es posible la complicidad entre sexos. Por supuesto, hay que elegir con tiento y tambi¨¦n hay que educar con tiento, porque las madres eran las primeras que contribu¨ªan en gran medida a la exaltaci¨®n de unos valores masculinos muy discutibles. Detesto de tal manera la segregaci¨®n que me gustar¨ªa que hombres y mujeres pudi¨¦ramos hablar de estos asuntos sin colocarnos de inmediato en la vanguardia de nuestro grupo. Le¨ª, c¨®mo no, el ya famos¨ªsimo art¨ªculo de Enrique Lynch, el cual podr¨ªa pedir derechos de autor por un nuevo verbo, lynchar, que vendr¨ªa a significar el derecho a poner un esparadrapo en la boca de quien no piensa como nosotros, como pretend¨ªan algunas lectoras. Lo m¨¢s llamativo del art¨ªculo fue el hecho de que mezclara algo tan sensible como la violencia machista (un delito) con determinadas inercias machistas o mis¨®ginas contra las que tenemos que luchar las mujeres a diario. Pero hab¨ªa algo que no se ha destacado en la pieza de Lynch que curiosamente se repet¨ªa en algunas de las cartas de indignaci¨®n de las lectoras: la aceptaci¨®n de un mundo dividido en dos. Aqu¨ª estamos las mujeres y all¨ª ellos. Nosotras somos las justas, ellos los verdugos, y a la inversa, ellas militan en el revanchismo feminista y nosotros somos las v¨ªctimas de esta nueva ola amenazante. Me niego a aceptar estas reglas de juego, entre otras cosas, porque no responden a la realidad: la mayor¨ªa de los hombres que conozco detestan la violencia, la inmensa mayor¨ªa de los hombres no han levantado nunca la mano contra una mujer, son muchos los varones j¨®venes que jam¨¢s han vejado a una compa?era, es una anormalidad social el que haya hombres que violen a sus hijas; por tanto, ?por qu¨¦ no incluir de manera natural el rechazo masculino al nuestro? ?Por qu¨¦ no jugar en el mismo equipo? Todo esto vino por una campa?a contra la violencia de g¨¦nero, "ninguna mujer ser¨¢ menos que yo". A m¨ª no me suelen satisfacer las campa?as sobre asuntos sociales. Primero, me cansa ver las mismas caras de famosos saltando de una campa?a a otra: un d¨ªa contra el hambre y al d¨ªa siguiente contra la violencia dom¨¦stica. No s¨¦ c¨®mo a nadie se le ocurre algo m¨¢s s¨®lido: un fil¨®sofo, una abogada, una escritora, un cient¨ªfico, personas que aporten un grado de excelencia a su mensaje, que no repitan lemas, que tengan autoridad para inventar su frase. Tampoco me suenan bien los esl¨®ganes. No son sutiles. Una cosa es la violencia f¨ªsica y ps¨ªquica, algo tan real como el estr¨¦s postraum¨¢tico, y otra las relaciones de poder que se establecen entre las parejas y que responden al ¨¢mbito soberano de la vida privada. ?Qui¨¦n manda a qui¨¦n en su pareja? Buf, depende. Intente usted contestar a esta pregunta. Cu¨¢ntas mujeres mayores se han impuesto en la vejez a sus autoritarios maridos. Yo quiero creer que los hombres, los mejores, aquellos que no se sent¨ªan a gusto con ese papel de hombrecitos de la casa que sol¨ªan concederles las madres, disfrutan a diario de que las mujeres caminemos a su lado. Mi querido Ch¨¦jov, acusado, por cierto, injustamente de misoginia (?lo ciegos que pueden ser los cr¨ªticos!), escribi¨® a su hermano: "Recuerda: fue el despotismo y la mentira lo que arruin¨® la juventud de nuestra madre. El despotismo mutil¨® de tal manera nuestra ni?ez que es enfermizo y aterrador pensar en eso. Recuerda el horror y el disgusto que nosotros sent¨ªamos aquellas veces en que padre montaba un foll¨®n en la cena porque la sopa ten¨ªa demasiada sal y le gritaba a madre que era idiota. No hay manera de que padre pueda perdonarse a s¨ª mismo ahora por todo aquello". Lo escribi¨® hace m¨¢s de un siglo: ya exist¨ªan entonces hombres que estaban a nuestro lado.
Por qu¨¦ aceptar un mundo dividido en dos. Por qu¨¦ hombres y mujeres no jugamos en el mismo equipo
"Fue el despotismo y la mentira lo que arruin¨® la juventud de nuestra madre", escribi¨® Ch¨¦jov hace m¨¢s de un siglo
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