El hombre del siglo
Cuando era joven, en la Viena de principios del siglo XX, la madre de Arthur Koestler fue a la consulta del doctor Sigmund Freud buscando remedio para un tic nervioso. Sesenta y tantos a?os despu¨¦s, en Harvard, su hijo prob¨® el LSD alentado por el gur¨² de la contracultura Timothy Leary. Parece mentira que un solo hombre pudiera haber vivido en esos dos mundos tan remotos entre s¨ª, el imperio austro-h¨²ngaro y la Am¨¦rica chillona y desquiciada de los a?os sesenta, que tuviera recuerdos v¨ªvidos del atentado en Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando y hubiera llegado a conocer en el Londres de su vejez las estridencias del punk y los primeros a?os del Gobierno de Margaret Thatcher. Ser¨¢, como dice Eric Hobsbawn, que el siglo XX ha sido muy corto, porque empez¨® en 1914 y termin¨® o empez¨® a terminar en noviembre de 1989. Arthur Koestler no vio el final del comunismo en Europa porque hab¨ªa muerto unos a?os antes, en marzo de 1983, pero es probable que de haber vivido se habr¨ªa acordado con una gran sensaci¨®n de lejan¨ªa de los primeros tiempos del sue?o de la revoluci¨®n sovi¨¦tica, que a ¨¦l tambi¨¦n lo arrebat¨® en su juventud.
Cu¨¢nta historia puede caber en una sola vida. Para contarla, el ¨²ltimo bi¨®grafo de Koestler, Michael Scammell, ha trabajado durante veinte a?os en catorce pa¨ªses de tres continentes, conversado con cientos de testigos, consultado cartas y archivos en no sabe uno cu¨¢ntos idiomas, al menos aquellos que Koestler hablaba, el h¨²ngaro, el alem¨¢n, el franc¨¦s, el hebreo, el ruso, el espa?ol, el yiddish. El resultado es un tomo ingente de setecientas p¨¢ginas, docenas de fot¨®graf¨ªas, centenares de notas, miles de referencias, y el volumen de la investigaci¨®n contrasta con la figura menuda y huidiza del hombre al que est¨¢ consagrada, con el secreto ¨²ltimo del alma de cada uno, que no conoce nadie. Koestler naci¨® en ese "mundo de ayer" que invoc¨® con tan poderosa melancol¨ªa Stefan Zweig: en 1905, en Budapest, en un barrio acomodado, en una familia jud¨ªa y burguesa. Ya no sabemos imaginar la sensaci¨®n de permanencia y confortabilidad m¨¢s bien sofocante que tendr¨ªa un ni?o criado en esas circunstancias: tampoco el derrumbe al que asistir¨ªa antes de haber salido de la infancia, cuando la guerra arroj¨® a la familia a la ruina, cuando de un d¨ªa para otro la derrota militar, la inflaci¨®n, el desastre econ¨®mico universal, lo hicieron pasar de privilegiado a paria, conden¨¢ndolo a una errancia de la que probablemente no se cur¨® nunca, porque nunca pudo estar seguro de la estabilidad de nada. En su vejez inglesa el miedo a las fronteras y a los interrogatorios se hab¨ªa quedado muy atr¨¢s para ¨¦l, pero justo entonces empez¨® otro acoso, y esta vez no ten¨ªa remedio: el ligero temblor en la mano que dificultaba la escritura y result¨® ser Parkinson; la leucemia que le minaba silenciosamente la vida.
Imagino a ese bi¨®grafo entregando la suya a la tarea agotadora de seguir los pasos de Arthur Koestler por las encrucijadas del siglo, un Forrest Gump del compromiso pol¨ªtico. En 1926 se march¨® a Palestina, reci¨¦n convertido al sionismo, con el prop¨®sito de unirse a uno de los primeros kibbutzs, pero el fervor de pionero agr¨ªcola s¨®lo le dur¨® dos semanas. En 1931 viaj¨® en el primer zepel¨ªn que alcanzaba el Polo Norte y transmiti¨® su cr¨®nica en directo por la radio. Para entonces era ya un reportero de ¨¦xito, en Alemania se hab¨ªa afiliado en secreto al partido comunista, convencido de que era la ¨²nica organizaci¨®n que podr¨ªa resistir con ¨¦xito el avance de Hitler, cuya toma del poder consider¨® inevitable mucho antes de que otros advirtieran su peligro. En el invierno terrible de 1932 recorri¨® Ucrania mientras millones de campesinos mor¨ªan de hambre a consecuencias de la colectivizaci¨®n forzosa de la agricultura. Una noche, en un hotel solitario y helado, oy¨® que alguien tos¨ªa en la habitaci¨®n contigua. Era el poeta negro americano Langston Hugues. En el verano de 1936 se hizo pasar por corresponsal de un peri¨®dico h¨²ngaro de extrema derecha para entrar desde Lisboa en la zona controlada por el ej¨¦rcito rebelde, buscando pruebas del apoyo italiano y alem¨¢n a Franco. En Lisboa, en una recepci¨®n diplom¨¢tica, conoci¨® a un caballero muy conservador y muy partidario de los sublevados que era Gil-Robles. En Sevilla consigui¨® una entrevista con el general Queipo de Llano, pero un poco antes de acudir a ella se cruz¨® en el bar de un hotel con un grupo de aviadores y de enviados alemanes, uno de los cuales se lo qued¨® mirando fijamente. Era el hijo nazi del dramaturgo August Strindberg, que hab¨ªa conocido a Koestler en Berl¨ªn y estaba al tanto de sus simpat¨ªas izquierdistas. A toda prisa Koestler busc¨® la manera de escapar de Sevilla y ponerse a salvo en Gibraltar.
No descansaba nunca. Unos meses m¨¢s tarde estaba en Madrid para cumplir una vaga misi¨®n de propaganda que le hab¨ªa encargado el ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de la Rep¨²blica, ?lvarez del Vayo. Recorr¨ªa la ciudad bullanguera y sanguinaria en un autom¨®vil enorme, conducido por un ch¨®fer con uniforme y gorra de plato, un Isotta Fraschini que hab¨ªa pertenecido a Alejandro Lerroux, y que es el mismo modelo entre barroco y funerario en el que Erich von Stroheim lleva a Gloria Swanson en Sunset Boulevard. El Gobierno huy¨® camino de Valencia el 6 de noviembre porque la ca¨ªda de Madrid parec¨ªa inevitable y Arthur Koestler se uni¨® a la comitiva, un hombre diminuto en un autom¨®vil absurdamente grande, cargado con maletas de papeles de utilidad muy dudosa.
Ten¨ªa talento para estar presente en los grandes derrumbes: en la ca¨ªda de M¨¢laga en febrero de 1937; en la de Par¨ªs en 1940. Los franquistas lo detuvieron en M¨¢laga y pas¨® noventa y cuatro d¨ªas en una celda de condenados a muerte de Sevilla, oyendo cada noche las r¨¢fagas de los fusilamientos. Su fe comunista acab¨® de hundirse cuando Hitler y Stalin se hicieron aliados en 1939. En 1940, en la marea humana de los desesperados que buscaban un barco en el puerto de Marsella, se encontr¨® a Walter Benjamin, que comparti¨® con ¨¦l algunas de las pastillas que ten¨ªa preparadas para suicidarse si lo atrapaban. En 1949, en Par¨ªs, en una fiesta alcoh¨®lica, le rompi¨® un vaso en la cabeza a Jean Paul Sartre y le dej¨® un ojo morado a Albert Camus. En los a?os sesenta le dio por investigar los fen¨®menos paranormales, la levitaci¨®n, la telepat¨ªa, la percepci¨®n extrasensorial. Fue un activista contra la pena de muerte y el mal trato a los animales y en defensa del derecho personal a la eutanasia. Su lucidez en el an¨¢lisis de las mentes trastornadas por el totalitarismo y la brutalidad pol¨ªtica era compatible con una rudeza extrema en el trato con los otros, especialmente con las mujeres. Se quit¨® la vida en 1983 antes de que el Parkinson y el c¨¢ncer se la hicieran invivible, y su mujer, que era m¨¢s de veinte a?os m¨¢s joven y ten¨ªa una salud perfecta, eligi¨® suicidarse a su lado. No se puede saber algo de c¨®mo fue el siglo XX sin haber le¨ªdo a Arthur Koestler.
Koestler: The Literary and Political Odissey of a Twentieth Century Skeptic . Michael Scammell. Random House, 2009.
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