50 kil¨®metros al infierno
Miles de personas se agolpan a oscuras en la carretera que va desde la frontera hasta Puerto Pr¨ªncipe en espera de una ayuda que tarda en llegar
La frontera que separa la Rep¨²blica Dominicana de Hait¨ª en la ciudad de Jiman¨ª consiste en un port¨®n met¨¢lico parecido al que hay en Espa?a en muchos garajes. El viernes por la noche unos soldados dominicanos lo abr¨ªan para que un autob¨²s de socorristas de ese pa¨ªs lo atravesara en ayuda de los miles de heridos por el terremoto de Puerto Pr¨ªncipe. En el lado haitiano de la frontera no hab¨ªa nadie. Tampoco hab¨ªa electricidad en las farolas y en ning¨²n edificio. Tan s¨®lo una extra?a bombilla que colgaba de un dintel gracias a un generador y que no alumbraba nada ni a nadie. Pedro Sosa, un m¨¦dico dominicano, coment¨® en voz alta, mientras el autob¨²s se internaba por una carretera oscur¨ªsima, que seguramente todos los funcionarios hab¨ªan huido hacia Puerto Pr¨ªncipe para auxiliar a sus familias.
El ch¨®fer conduc¨ªa preocupado; dec¨ªa que hab¨ªa bandidos en el camino
Hay mucha gente deambulando de un lado para otro, con la cara tapada
Poco despu¨¦s desapareci¨® la cobertura de los tel¨¦fonos m¨®viles. Hac¨ªa 20 kil¨®metros que el autob¨²s avanzaba hacia Puerto Pr¨ªncipe, convertida desde el martes en una ciudad aplastada e irreconocible.
En los m¨¢rgenes de la carretera comenzaron a aparecer personas caminando sin destino aparente. En los miserables pueblos que cruzaba el camino hab¨ªa gente arremolinada en torno a una mesa alumbrada con una vela, sentada en sillas de pl¨¢stico de bar. Una pareja de viejos jugaba a las damas a la luz de un cirio metido en un cubo para que alumbrase algo m¨¢s.
A los 20 kil¨®metros de la frontera, esto es, a 30 de Puerto Pr¨ªncipe, aparecieron los primeros muretes abatidos, los primeros postes de la luz inclinados. Circulaban muy pocos autom¨®viles.
A veces, varias ambulancias veloces dentro de un convoy con todas las luces de emergencia puestas pasaban en direcci¨®n del hospital de Jiman¨ª. A veces eran camionetas desechas las que transportaban en la parte de atr¨¢s heridos tapados por s¨¢banas. El ch¨®fer conduc¨ªa preocupado: la carretera, seg¨²n se dec¨ªa, se encontraba minada de bandidos armados dispuestos a secuestrar coches de extranjeros. Cada vez se ve¨ªan m¨¢s casas chafadas, m¨¢s pisos hundidos o partidos por la mitad.
La gente, con la fachada en ruinas o no, segu¨ªa sentada en la acera, en sus sillas de pl¨¢stico, a la luz de las velas, mirando hacia la carretera.
El autocar sobrepas¨® el aeropuerto, iluminado con potentes reflectores, y continu¨® directamente hacia el centro de la ciudad en tinieblas. Hab¨ªa personas con mascarilla y linterna adentr¨¢ndose en callejuelas derruidas. En una plaza, un mont¨®n de neum¨¢ticos ard¨ªa al lado de una farola inveros¨ªmilmente torcida, en un ¨¢ngulo de 45 grados con el suelo.
Los faros del autocar iluminaron de golpe un esquinazo poblado de centenares de personas acostadas en la calle, de ni?os con mascarillas abrazados a su madre, de personas durmiendo por miedo a que su casa se caiga encima de ellas o sin miedo a nada porque ya se les cay¨®. Alzaban los ojos al paso extravagante de un autob¨²s a esas horas en las que no se ve nada, como pregunt¨¢ndose qu¨¦ les iba a pasar.
Hay contenedores volcados, coches chafados con una pared en el cap¨®, cables que penden como murci¨¦lagos, hombres que venden en las esquinas tajadas de carne, pedazos de fruta o un pl¨¢tano verde.
Hay un edificio de oficinas milagrosamente intacto con todas las luces encendidas: desde la calle se ven los sillones volcados y los cajones abiertos. Hay j¨®venes durmiendo en el techo de los coches, calles con una casa destruida y la de al lado no, sin que se pueda saber por qu¨¦. Hay un campamento de gente amontonada en la calle detr¨¢s de una pancarta que dice en ingl¨¦s: "Necesitamos asistencia, comida y agua". Hay un supermercado en cenizas. No hay luz, pero los coches pasan alumbr¨¢ndolo todo con los claxones a todo trapo para no atropellar a los que duermen en la calle.
Hay mucha gente deambulando de un lado para otro, con la cara tapada con pa?uelos como bandoleros. Hay un muerto en medio de la carretera envuelto en bolsas de pl¨¢stico y un cementerio al que le falta el muro exterior. Y un edificio de varias plantas aplastado que se ha quedado con forma de milhojas.
Hay tambi¨¦n un hospital de campa?a cerca de la base militar donde aparc¨® el autocar dominicano de madrugada. Pedro Sosa, el m¨¦dico, acudi¨® a ayudar. En una mesa larga hay una mujer y una ni?a de tres a?os que llora as¨ª: emite un gemido largo y constante cada minuto, sin parar ni acelerarse. Permaneci¨® tres d¨ªas bajo tierra, tiene las costillas y la cadera rotas y la mujer de al lado no es su madre porque su madre muri¨®. Un enfermero le da leche de un tetrabrick con una jeringuilla y Sosa se coloca al lado convencido de que el infierno existe y de que ha llegado en autob¨²s.
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