El rescate de la brigada de Yuri
Un grupo de salvamento ruso saca de los escombros a una joven que llevaba cinco d¨ªas bajo tierra, mientras al lado unos haitianos robaban en las casas
En medio del caos de calles bloqueadas por los saqueadores, edificios hechos pur¨¦ y millares de gentes como hormigas caminando de ac¨¢ para all¨¢ buscando agua y comida, avanza un viejo cami¨®n ruso con una brigada de hombres en mono de soldador: pertenecen a un grupo de rescate an¨¢rquico y efectivo proveniente de Mosc¨², especializados en arrancar personas vivas a los escombros. El s¨¢bado por la tarde alguien les vio circular por una avenida de Puerto Pr¨ªncipe y les se?al¨® una casa partida en dos:
- ?Eh! ?Ah¨ª hay gente viva!
Es la gente de Hait¨ª la que, muchas veces, alerta a los equipos de salvamento de la existencia de personas vivas debajo de las casas. En teor¨ªa, todas las ma?anas, una reuni¨®n en el centro del control de rescate, situado en el aeropuerto, asigna a los equipos de salvamento un barrio determinado. A esa reuni¨®n acude el grupo ruso, que luego, sin embargo, escoge su ruta un poco a su aire, dej¨¢ndose conducir por los alucinados habitantes de la ciudad.
- ?Ah¨ª hay gente viva!
La calle es estrecha, peque?a, alfombrada de cascotes, estanter¨ªas destrozadas y ladrillos. A un lado, una casa dividida en dos, inveros¨ªmilmente inclinada. La gente se?ala un agujero estrecho que desprende un olor dulz¨®n a cad¨¢ver. Los miembros del equipo ruso comienzan a abrirse paso. Son las cuatro de la tarde. Una multitud se arremolina alrededor. En otra casa contigua, chafada como si fuera de papel y alguien le hubiera golpeado con un mazo gigantesco, hay tres j¨®venes haitianos subidos a un tejado inclinado y roto. Enarbolan una sierra, un pico y una cuerda. Gritan que ah¨ª hay gente viva, pero se r¨ªen mientras lo dicen.
Mientras, los rusos reptan como culebras por el agujero y se internan en el edificio. Lo que queda de la casa es un laberinto de casi dos pisos de cascotes y paredes y muebles que parece sostenido en el aire por un hilo invisible. Da la impresi¨®n de que un golpe de viento acabar¨¢ por derrumbar todo ese andamiaje improvisado del que depende el agujero por el que siguen meti¨¦ndose los rusos.
- Hay dos personas: una chica y un ni?o, dice uno de los salvadores.
- Ah¨ª viv¨ªan 15 personas, replica un vecino.
En la casa de enfrente, los tres j¨®venes del tejado sacan del interior de una habitaci¨®n un bote de champ¨² y una cacerola vac¨ªa. Lo ense?an todo al gent¨ªo que les observa y siguen ri¨¦ndose.
Con sus monos de otra ¨¦poca, sus cascos de obrero, sus zapatillas de deporte o sus botas de las de la mili de hace algunos a?os, los rusos no parecen el equipo de rescate m¨¢s moderno ni mejor vestido del mundo. No llevan distintivos llamativos, ni logos de dise?o, ni chalecos reflectantes a la ¨²ltima, como muchos de los grupos llegados a Hait¨ª de todos los rincones del planeta. Yuri es alto, fuerte, rubio, con un bigote de Axterix y una compulsiva ansia por fumar. Tiene 45 a?os y es de Mosc¨². Observa a sus compa?eros maniobrar en la cueva en la que se ha convertido esa casa partida y confirma que dentro hay dos personas vivas. El s¨¢bado hab¨ªan pasado cinco d¨ªas desde el terremoto. En teor¨ªa, no deber¨ªa haber nadie vivo, teniendo en cuenta el calor de estos d¨ªas en Puerto Pr¨ªncipe y el hecho de que no haya llovido, con lo que nadie aprisionado habr¨ªa tenido acceso al agua.
- Hay dos personas: una mujer y un chico, dice Yuri, tirando el cigarro contra un resto de columna.
A las siete de la tarde ya es de noche. Los del champ¨² y la cacerola ya se lo han llevado todo. Los rusos siguen abajo. Un revuelo enciende al equipo. Se oyen gritos en ruso desde el interior, chillidos. Un especialista se interna con una camilla.
De golpe, iluminada por un foco alimentado por un generador, subida a una camilla de metal, una chica de unos 15 a?os aparece por el agujero con los ojos echados para atr¨¢s, semiinconsciente, con la boca torcida, con el pelo emblanquecido por el polvo, con la camiseta amarilla manchada de barro. La cogen, la sacan a gritos y a empujones del callej¨®n. La depositan en la avenida. La chica se sacude en una convulsi¨®n. Yuri grita en ingl¨¦s "?Agua! ?agua! ?que alguien traiga agua!" y milagrosamente aparece una bolsita de agua que alguien rasga, abre y vuelca sobre la boca de la enferma. ?sta se sacude de nuevo, se retuerce, tose, vomita, se queja, revive, vuelve a nacer: llora y dice en voz muy baja "Gracias a Dios, gracias a Dios". Alguien le pregunta si hay m¨¢s personas vivas ah¨ª debajo de su familia y responde: "No; estoy yo sola".
No es verdad. A unos metros de all¨ª, Yuri, agotado, con el mono de soldador embadurnado de polvo, dice a sus compa?eros, tan cansados como ¨¦l:
- Me fumo el cigarro y sacamos al otro, ?vale?
En una ciudad normal, la historia acabar¨ªa aqu¨ª. En Puerto Pr¨ªncipe no, en Puerto Pr¨ªncipe, estas historias no se terminan nunca. Un d¨ªa despu¨¦s del rescate, la chica se encontraba tendida sobre una manta sucia, en un hospital improvisado sin m¨¦dicos ni medicinas, emplazado en un lodazal, rodeada de basura. Una gallina marr¨®n asquerosa picotea cerca de su cabeza.
A su lado languidece otra superviviente del terremoto de pelos alborotados y mirada de loca que perder¨¢ el pie derecho porque la herida se le ha gangrenado por falta de un antibi¨®tico que en Espa?a casi se regala. La muchacha rescatada por Yuri ense?a a quien le visita el vientre rojo de sangre y luego se tapa con una s¨¢bana sucia, torciendo la cara en un gesto de dolor. No hay calmantes. Nadie le ha dicho que tal vez su hermano est¨¦ en otro hospital, que tal vez est¨¦ vivo. No espera nada. No sabe nada. S¨®lo repite una cosa, y esta vez dice la verdad:
- No recuerdo nada. No tengo nada. Me duele mucho.
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