La crisis de la mediana edad
Algunos hombres cambian de esposa. Otros cambian de coche. Algunos incluso cambian de sexo. Lo importante de la crisis de la mediana edad es que uno demuestre que contin¨²a siendo joven y, para ello, necesita hacer algo completamente diferente. Por supuesto, "diferente" es un t¨¦rmino relativo: el hombre que est¨¢ atravesando esa crisis suele hacer lo mismo que todos los dem¨¢s; al fin y al cabo, por eso se sabe que es la crisis de la mediana edad. Sin embargo, la m¨ªa fue un poco distinta. Ten¨ªa la edad apropiada; me encontraba en la fase apropiada de mi vida (estaba divorci¨¢ndome de mi segunda esposa); y estaba experimentando las habituales incertidumbres de la edad: ?qu¨¦ hago yo aqu¨ª? Pero yo la pas¨¦ a mi manera. Me puse a aprender checo.
Lo importante es que uno demuestre que sigue siendo joven. Para ello necesita hacer algo por completo diferente
Mi libro 'Postguerra' muestra el empe?o de integrar las dos mitades de Europa en una historia com¨²n
La aventura checa no me proporcion¨® una nueva esposa, ni un nuevo coche. Pero s¨ª una buena crisis de media edad
Exagero muy poco, o tal vez nada, si digo que mi inmersi¨®n en Europa central y del Este me devolvi¨® la vida
A principios de los a?os ochenta, yo era profesor de ciencia pol¨ªtica en Oxford. Ten¨ªa un empleo fijo, responsabilidades profesionales y una casa agradable. La felicidad familiar era demasiado pedir, pero estaba acostumbrado a su ausencia. No obstante, me sent¨ªa cada vez m¨¢s despegado de mis preocupaciones acad¨¦micas. En aquellos d¨ªas, la historia, en Francia, hab¨ªa ca¨ªdo en una cueva de ladrones; el llamado giro cultural y las prioridades postodo de la historia social me obligaban a leer p¨¢ginas interminables llenas de prosa ampulosa, elevadas al prestigio acad¨¦mico por unas "subdisciplinas" reci¨¦n fundadas cuyos ac¨®litos empezaban a colonizar territorios demasiado cercanos a m¨ª. Estaba aburrido.
El 24 de abril de 1981, The New Statesman public¨® una carta de un disidente checo que escrib¨ªa con el seud¨®nimo de V¨¢clav Racek y protestaba educadamente por un ensayo de E. P. Thompson en el que el gran historiador hab¨ªa dicho que el Este y Occidente compart¨ªan la responsabilidad por la guerra fr¨ªa y los cr¨ªmenes que hab¨ªa generado. Nadie pod¨ªa dudar, suger¨ªa Racek, que el comunismo ten¨ªa un poco m¨¢s de lo que dar cuentas, ?no? Thompson respondi¨® con una larga parrafada llena de condescendencia en la que rechazaba los argumentos presentados y comparaba el "ingenuo" deseo de libertad de los disidentes checos con su propia "defensa de las libertades brit¨¢nicas", aunque reconoc¨ªa que, con su inocencia mal informada, no era "dif¨ªcil comprender que un intelectual checo piense de esa manera".
Me enfureci¨® la arrogancia de Thompson y escrib¨ª para decirlo. Mi intervenci¨®n -en la que expresaba mis simpat¨ªas- hizo que me invitaran a Londres a conocer a Jan Kavan, un exiliado de la ¨¦poca de 1968. Cuando llegu¨¦, Kavan estaba hist¨¦rico. Acababa de conceder una entrevista a la cadena Thames Television en la que se hab¨ªa dejado llevar por el entusiasmo y hab¨ªa revelado, sin querer, informaci¨®n sobre las redes clandestinas checas que pod¨ªa poner a gente en peligro. ?Me importar¨ªa ir a pedir que no emitieran el documental?
Me halag¨® que Kavan supusiera que un desconocido profesor de Oxford pod¨ªa tener tanta influencia. Yo sab¨ªa que no era verdad, pero hice como que s¨ª y me encamin¨¦ a los estudios. El director del programa me escuch¨® respetuosamente; se dio cuenta enseguida de que yo no sab¨ªa pr¨¢cticamente nada de Checoslovaquia, la oposici¨®n clandestina ni del propio Kavan; calcul¨® que ten¨ªa una espectacular falta de influencia, incluso dentro de mi profesi¨®n... y me ech¨® con toda educaci¨®n a la calle.
El documental se emiti¨® como estaba previsto la siguiente noche. Que yo sepa, nadie sufri¨® consecuencias graves de sus revelaciones, pero la reputaci¨®n de Jan Kavan qued¨® muy da?ada: muchos a?os despu¨¦s, cuando sus enemigos pol¨ªticos en la Rep¨²blica Checa poscomunista le acusaron de haber colaborado con el viejo r¨¦gimen, invocaron la entrevista de Thames Television como prueba.
Mientras regresaba a Oxford esa noche, avergonzado por mi incapacidad de ayudar y mortificado por mi provincianismo, tom¨¦ una decisi¨®n que, en su peque?ez, iba a resultar fundamental. Decid¨ª aprender checo. Una cosa era que Thames me ignorase: no me importaba ser insignificante. Pero me ofend¨ªa que pensaran que era insignificante e inculto. Por primera vez en mi vida, me hab¨ªa visto discutiendo sobre un lugar y un problema cuyo idioma desconoc¨ªa. Comprendo que los polit¨®logos hacen eso todo el tiempo, pero ¨¦sa es la raz¨®n por la que no soy polit¨®logo.
Y as¨ª, a principios de los ochenta, aprend¨ª una nueva lengua. Empec¨¦ comprando Teach Yourself Czech [aprenda checo usted solo]. Aprovechando las prolongadas (y cada vez m¨¢s apreciadas) ausencias de mi segunda mujer, dediqu¨¦ dos horas cada noche al libro. Su m¨¦todo era anticuado y, por tanto, de una familiaridad que me tranquilizaba: p¨¢ginas y p¨¢ginas de gram¨¢tica, con ¨¦nfasis en las complicadas conjugaciones y declinaciones de la familia ling¨¹¨ªstica eslava, y, en medio, vocabulario, traducciones, pronunciaci¨®n, excepciones importantes, etc¨¦tera. En definitiva, justo el mismo m¨¦todo con el que hab¨ªa aprendido alem¨¢n.
Despu¨¦s de estudiar durante unos meses este texto introductorio, decid¨ª que necesitaba asistir a unas clases para romper las limitaciones del autodidacta aislado. En aquellos tiempos, Oxford ofrec¨ªa clases de idiomas excelentes, de lenguas conocidas y de lenguas ex¨®ticas, y me apunt¨¦ a una clase de checo de nivel principiante/intermedio. S¨®lo ¨¦ramos dos, que yo recuerde; la otra alumna era la mujer de un veterano historiador de Oxford y una ling¨¹ista de gran talento. Me cost¨® mucho trabajo y concentraci¨®n mantenerme a su altura.
A finales de los ochenta, hab¨ªa adquirido ya un dominio pasivo del checo. Subrayo pasivo: ten¨ªa pocas ocasiones de o¨ªr la lengua fuera del laboratorio audiovisual, no hab¨ªa visitado el pa¨ªs m¨¢s que un pu?ado de veces y estaba descubriendo que, a esos a?os, se tarda m¨¢s en aprender una lengua extra?a. Pero pod¨ªa leer bastante bien. El primer libro que le¨ª fue Hovory s T.G. Masarykem [conversaciones con Thomas Masaryk], de Karel Capek, una maravillosa serie de entrevistas entre el mayor dramaturgo del pa¨ªs y su primer presidente. De Capek pas¨¦ a Havel, sobre quien empec¨¦ a escribir.
El aprendizaje de la lengua me llev¨® a viajar a Checoslovaquia, donde fui en 1985 y 1986 como soldado de a pie dentro del peque?o ej¨¦rcito de contrabandistas reclutado por Roger Scruton para ayudar a profesores y estudiantes expulsados de las universidades checas o que ten¨ªan prohibido asistir a ellas. Di clases en viviendas privadas llenas de j¨®venes atentos, sedientos de debate y maravillosamente al margen de reputaciones y modas acad¨¦micas. Daba clase en ingl¨¦s, por supuesto (aunque los profesores de m¨¢s edad habr¨ªan preferido el alem¨¢n). Las ¨²nicas ocasiones que ten¨ªa de utilizar mi checo eran cuando ten¨ªa que responder a preguntas falsamente superficiales de polic¨ªas vestidos de paisano que se colocaban bajo las farolas ante los pisos de los disidentes y preguntaban a los visitantes qu¨¦ hora era, para averiguar si eran o no extranjeros.
En aquella ¨¦poca, Praga era un lugar triste y gris. Es posible que a la Checoslovaquia de Gustav Husak le fuera bien en comparaci¨®n con otros pa¨ªses comunistas (s¨®lo por detr¨¢s de Hungr¨ªa), pero era un lugar siniestro y deprimido. Nadie que viera el comunismo en aquellos a?os pod¨ªa albergar ninguna ilusi¨®n sobre las perspectivas de un dogma muerto y encerrado en una sociedad en decadencia. Y, pese a ello, mis d¨ªas all¨ª eran un torbellino de entusiasmo y excitaci¨®n, y cada vez regresaba a Oxford lleno de energ¨ªa y nuevas ideas.
Empec¨¦ a ense?ar historia de Europa del Este y, con cierto nerviosismo, a escribir sobre ella. En particular, me interes¨® mucho la oposici¨®n clandestina informal que hab¨ªa en el pa¨ªs y fui comprometi¨¦ndome cada vez m¨¢s con ella. Leyendo y hablando de personajes como V¨¢clav Havel, Adam Michnik, Janos Kis y sus amigos (a los que, con el tiempo, conoc¨ª personalmente), redescubr¨ª pasiones pol¨ªticas e intereses intelectuales y acad¨¦micos de una intensidad desconocida -al menos para m¨ª- desde finales de los sesenta, y de mucha m¨¢s seriedad y mucho m¨¢s peso que todo lo que recordaba de aquellos a?os. Exagero muy poco, o tal vez nada, si digo que mi inmersi¨®n en Europa central y del Este me devolvi¨® la vida.
De vuelta en Oxford, me code¨¦ con especialistas y refugiados de la regi¨®n. Cre¨¦ programas para acoger a intelectuales expulsados del bloque sovi¨¦tico. Incluso empec¨¦ a fomentar las carreras de historiadores j¨®venes y otros profesionales interesados en esa parte desconocida y absurdamente poco estudiada de Europa, un proyecto que continu¨¦, con mucho m¨¢s dinero a mi disposici¨®n, cuando me traslad¨¦ a Nueva York.
A trav¨¦s de Polonia, y de mis nuevos amigos residentes all¨ª y en el exilio, establec¨ª v¨ªnculos con mi propio pasado jud¨ªo de Europa del Este. Y, sobre todo, para mi verg¨¹enza constante, descubr¨ª una literatura rica y cautivadora de la que, hasta entonces, no hab¨ªa tenido pr¨¢cticamente noci¨®n, un fallo atribuible, sin duda, al car¨¢cter provinciano de la educaci¨®n brit¨¢nica, incluso en el mejor de los casos, pero tambi¨¦n responsabilidad m¨ªa.
En otras palabras, aprender checo me convirti¨® en un tipo muy distinto de profesor, historiador y persona. ?Habr¨ªa sido muy diferente si hubiera aprendido, por ejemplo, polaco? As¨ª lo cre¨ªan mis amigos en Polonia, desde luego: para ellos, el checo era una lengua eslava menor (lo mismo que despu¨¦s dir¨ªan algunos colegas rusos del polaco...) y yo hab¨ªa optado por especializarme en lo que, en su opini¨®n, era el equivalente a la historia de Gales. Yo ten¨ªa otra impresi¨®n: la de que el sentimiento de grandeza cultural del polaco (y el ruso) era precisamente lo que yo deseaba sortear, y prefer¨ªa las cualidades t¨ªpicamente checas de la duda, la inseguridad cultural y la esc¨¦ptica capacidad de burlarse de s¨ª mismos. Eran unas caracter¨ªsticas que conoc¨ªa ya a trav¨¦s de fuentes jud¨ªas: no en vano, Kafka era jud¨ªo, pero Kafka es tambi¨¦n el escritor checo por excelencia.
Sin mi obsesi¨®n checa, no habr¨ªa estado en Praga en noviembre de 1989, viendo a Havel aceptar la presidencia desde un balc¨®n en la plaza central. No habr¨ªa estado en el Gellert Hotel de Budapest escuchando a Janos Kis explicar sus planes para hacer de Hungr¨ªa -la mejor esperanza para la regi¨®n pero en aquel entonces desoladora- un Estado poscomunista pero socialdem¨®crata. No habr¨ªa estado, unos a?os despu¨¦s, en la regi¨®n de Maramures, en la parte norte de Transilvania, tomando notas para un ensayo sobre los traumas poscomunistas de Rumania.
Sobre todo, nunca habr¨ªa podido escribir Postguerra. Un libro que, sean cuales sean sus fallos, muestra un empe?o poco frecuente en integrar las dos mitades de Europa en una historia com¨²n. En cierto modo, Postguerra refleja mi propio intento de convertirme en un historiador integral de Europa en vez de un cr¨ªtico desenga?ado de las modas hist¨®ricas francesas. Mis aventuras checas no me proporcionaron una nueva esposa (hasta mucho m¨¢s tarde y s¨®lo de manera indirecta), ni mucho menos un nuevo coche. Pero fueron la mejor crisis de la media edad que habr¨ªa podido desear. Me curaron para siempre del solipsismo metodol¨®gico del mundo acad¨¦mico contempor¨¢neo. Me transformaron, para bien o para mal, en un intelectual p¨²blico con credibilidad. Hab¨ªa en el cielo y la tierra m¨¢s cosas de las que hab¨ªamos imaginado en nuestra filosof¨ªa occidental, y yo -aunque con retraso- pude ver algunas. -
? Tony Judt 2010 Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia La pr¨®xima semana, un nuevo art¨ªculo de Tony Judt
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