Un dios cruel
Es de ma?ana, y en Port-au-Prince, en las calles de Port-au-Prince, hay una cacofon¨ªa sostenida de gritos, m¨²sicas, bocinas y un calor imposible. En esas calles, que alguna vez fueron asfalto y ahora son barro negro maloliente, hay hombres que se lavan la cabeza con el agua servida que las cruza, mujeres que despulgan sobre sus faldas a chiquitos muy flacos, mujeres que dormitan bajo un sol como espadas, mujeres que se pasan el d¨ªa entero de rodillas ante 10 guayabas o un montoncito de man¨ª. Hay hombres que llevan sobre el hombro maderos grandes como cuatro hombres, hombres que miran lo que m¨¢s hombres hacen, hombres que miran a esos hombres que miran, hombres que ni siquiera se interesan, mujeres que llevan sobre sus cabezas baldes de agua o fardos despiadados y muchos chicos que corren chapoteando del barro a la basura. En una esquina, una mujer con camiseta de Batman cuenta por cuarta vez su fortuna de 14 aguacates y, a su lado, otra casi desnuda toma agua muy sucia de una taza, a sorbitos, y grita con los ojos en blanco: la cabalga un esp¨ªritu farsesco. En esa esquina, un chancho gris y grande como un trueno come basura sobre una monta?a de basura y un cabrito en la punta de una soga espera que alguien lo compre para llevarlo al sacrificio. Un negro blanqueado por la enfermedad lava un auto de antes del diluvio, y otro parte con una pica sobre el barro negro una barra de hielo. Lo miro, y ¨¦l cree que tiene que excusarse: en creole me dice que su pica no es buena, que ¨¦l sabe que en los pa¨ªses extranjeros las hay mucho mejores. Gente que pasa recoge del barro negro los pedacitos que le saltan, y los rechupa con alivio. No hay viento, y en el aire pesado se mezclan los olores del mango, la basura, la mierda y la canela con ese frito intenso de un aceite que hierve desde siempre. En esas calles, la miseria es ese olor inconfundible, una mirada de odio, la cara con que te piden todo el tiempo una moneda. Detr¨¢s, en las casitas de madera o de cartones, pintadas de colores, familias se amontonan en seis metros cuadrados, sin luz ni agua ni esperanza de nada. A veces llueve. Otras diluvia", escrib¨ª, hace ya muchos a?os, cuando fui a Puerto Pr¨ªncipe -que ahora, adem¨¢s, famosamente, es una ruina.
"El terremoto de Lisboa fue decisivo en la historia de nuestra cultura. Tiempo despu¨¦s, el materialismo ateo se hizo fuerte en las conciencias de Occidente"
Una ruina peor que la que siempre fue, m¨¢s wagneriana; de pronto, el mundo mira lo que no quiso ver por tanto tiempo. La muerte sirve cuando es s¨²bita, bruta; la muerte lenta no da bien en las fotos. Cuando es s¨²bita, bruta, la muerte trae, incluso, entre otras cosas, ideas nuevas: as¨ª, los terremotos. Hace dos siglos y medio, en la ma?ana del 1 de noviembre de 1755, d¨ªa de Todos los Santos, otro temblor tremendo devast¨® Lisboa. La ciudad qued¨® destruida y unos 60.000 cristianos murieron en sus ruinas: miles, aplastados por las iglesias donde escuchaban misa. Pero el sismo tambi¨¦n sacudi¨® Europa: voces y m¨¢s voces se alzaron contra la crueldad de un dios que daba tanta muerte a sus amantes seguidores. Voces y m¨¢s se preguntaban qui¨¦n era ese amo que se cargaba a sus s¨²bditos tan f¨¢cil, y para qu¨¦ serv¨ªa. La existencia -la insistencia- del mal hac¨ªa que ese dios fuera un ineficiente o un vicioso: o lo hac¨ªa a voluntad y era el mayor canalla, o no pod¨ªa evitarlo y era un perfecto in¨²til. La duda se hizo m¨¢s honda, corrosiva.
El caballero Voltaire, faltaba m¨¢s, lideraba el debate. En su muy filos¨®fico Poema sobre la destrucci¨®n de Lisboa, el caballero anunci¨® que jam¨¢s podr¨ªa volver a creer en la benevolencia de un dios tan cruel, ni en la idea de que el mundo estaba hecho desde el bien e iba hacia el bien. Y que cre¨ªa que este mundo era "un desorden eterno, un caos de desdicha" y descre¨ªa de cualquier optimismo: "El pasado no es m¨¢s que aquel triste recuerdo. / El presente es horrible si no hay un porvenir?".
Rousseau, su amigo y enemigo, le contest¨® defendiendo a su se?or con argumentos leguleyos: "Entre tantos hombres aplastados bajo las ruinas de Lisboa, sin duda, muchos evitaron desdichas mayores; y pese a lo que la descripci¨®n de su fin tiene de conmovedora, y lo que puede aportar a la poes¨ªa, no es seguro que uno solo de esos infelices haya sufrido m¨¢s que si, seg¨²n el curso original de las cosas, hubiera esperado su muerte en medio de largas angustias. ?Hay un final m¨¢s triste que el de un moribundo al que se abruma de cuidados in¨²tiles, que un notario y sus herederos no dejan respirar, que los m¨¦dicos asesinan en su cama?".
Dicho lo cual, Rousseau explicaba por qu¨¦ segu¨ªa creyendo en ese dios: "Se trata de la causa de la providencia, de la cual lo espero todo. (?) He sufrido demasiado en esta vida como para no esperar otra?". La confesi¨®n rousseauniana era conmovedora; el golpe volteriano, muy feroz. El caballero negaba la posibilidad de esperar algo de Dios: ni otra vida ni nada bueno en ¨¦sta. El tema estaba lanzado: el terremoto de Lisboa fue decisivo en la historia de nuestra cultura. Tiempo despu¨¦s, tras tanta pr¨¦dica y tantas peleas, el famoso materialismo ateo se hizo fuerte en las conciencias de Occidente. Pero la religi¨®n no ha muerto, ni mucho menos, porque tantos siguen esperando con Rousseau -y porque la raz¨®n llen¨® el mundo de monstruos-. Por eso, entre otras cosas, es probable que el terremoto haitiano no produzca los mismos resultados que aquel, antiguo, de Lisboa.
Los haitianos del mundo todav¨ªa prefieren pensar que hay un dios, aunque ese dios los condene a la pobreza sostenida y les mande, de vez en cuando, desastres espantosos; les sigue dando a cambio la ilusi¨®n de que hay un orden, un viso de justicia y, sobre todo, una opci¨®n de otra vida. Para salvar esa ¨²ltima esperanza aceptan un amo que los maltrata m¨¢s all¨¢ de lo pensable: que los mata a miles, mezclados, sin sentido, pura c¨®lera ciega. La ecuaci¨®n es curiosa. El miedo no s¨®lo no es zonzo; es, sobre todo, tan despiadadamente poderoso. Y esa forma de la religi¨®n, una met¨¢fora precisa.
As¨ª que, a pesar del mal despendolado -a pesar de terremotos y de hambrunas, matanzas y tsunamis-, millones siguen arrodill¨¢ndose ante un dios que lo hace o lo permite. Y, para m¨¢s inri, lo proclaman; no deja de extra?arme. Si yo creyera que ese dios existe -si creyera que en alg¨²n lugar del infinito pulula un ente todopoderoso que no usa su todopoder para impedir estos desastres-, si yo creyera que hay un dios tan hijo de puta como para matar de un golpe a cien mil muertos de hambre, y si ese dios fuera mi dios, mi amo, intentar¨ªa protegerlo: me pasar¨ªa la vida neg¨¢ndolo, diciendo a todo el mundo que no hay tal cosa, que c¨®mo se le ocurre, ?dios?, ?un dios?, ?eso qu¨¦ significa? Frente a desgracias como ¨¦sta, el verdadero creyente no tiene m¨¢s remedio que fingirse ateo -y, quiz¨¢, viceversa. As¨ª que hay que dudar de casi todo, como siempre.?
1755
Lisboa. El temblor fue espantoso. Alcanz¨® 8,7 grados y dur¨® 10 terror¨ªficos minutos. Murieron en torno a 100.000 personas. Aparte de la enorme tragedia humana, se abri¨® un boquete en la historia de Occidente. Los intelectuales debatieron a fondo sobre c¨®mo era posible que un dios bienintencionado permitiera tanto dolor. Hasta los fil¨®sofos Voltaire y Rousseau entraron en discusi¨®n. Voltaire dijo que jam¨¢s podr¨ªa volver a creer en la benevolencia de un dios tan cruel; "este mundo es un desorden eterno, un caos de desdicha".
2010
Hait¨ª. Cuando la naturaleza se revuelve con tal ira y se ensa?a con las poblaciones que ya arrastran una historia de miseria e injusticias, el planeta vuelve a preguntarse d¨®nde est¨¢ Dios? Aun as¨ª, es dif¨ªcil entregarse al ate¨ªsmo. Los haitianos del mundo todav¨ªa prefieren pensar en
un dios que les da la ilusi¨®n de que hay un orden y, sobre todo, una opci¨®n de otra vida. Para salvar esa ¨²ltima esperanza aceptan un amo que los maltrata m¨¢s all¨¢ de lo pensable.
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