La otra guerra
Mi abuela sol¨ªa contarnos historias de familia con lujo de detalle, desde an¨¦cdotas chuscas hasta aquellas de guerra en el M¨¦xico de la revoluci¨®n y la intervenci¨®n francesa. Crecimos abrazando el pasado como parte indispensable de nuestra identidad, una costumbre arraigada en los pueblos latinoamericanos, gracias a la fuerza de la tradici¨®n oral.
Sin esas historias, sentir¨ªa una especie de orfandad, ese sentimiento que se ha instalado en tantas familias espa?olas que desconocen la lucha de sus padres y abuelos durante la Guerra Civil. El silencio, utilizado como b¨¢lsamo para curar el dolor, acab¨® incrust¨¢ndose como una disfunci¨®n que rige la vida cotidiana.
Pienso en Vicente -quien me pide que use ¨¦ste y no su verdadero nombre-, viviendo sin hablar del pasado a su familia. Ese que de pronto explota como pleito familiar bajo cualquier pretexto, hasta cuando los hijos dejan el plato lleno de comida, porque nunca cont¨® el hambre que pas¨® cuando, finalizada la Guerra Civil, huy¨® a los montes de Francia y se convirti¨® en un maquis que aprendi¨® a sobrevivir poniendo bombas a los nazis y robando gallinas para comer. No mencion¨® el campo de concentraci¨®n de Argel¨¨s-sur-Mer, donde le aventaban como a un perro restos de comida, y el vago recuerdo de su padre, muerto en Asturias, combatiendo del lado republicano despu¨¦s de haber participado en la revoluci¨®n de octubre de 1934. Cuando muri¨®, su madre no quiso recordarlo m¨¢s y Vicente creci¨® sin su memoria, como una segunda orfandad.
Vicente creci¨® sin su memoria, como en una segunda orfandad
Se acostumbr¨® a callar, tambi¨¦n las alegr¨ªas. Sus hijos y nietos no sabr¨¢n que llevan en la sangre el car¨¢cter luchador de La Capitana, t¨ªa de Vicente, que, al caer prisionera en Asturias, se le escap¨® tres veces al ej¨¦rcito franquista, raz¨®n por la que el juez le perdon¨® la vida exclamando frente a los soldados: "?Esta mujer tiene m¨¢s cojones que todos ustedes juntos!".
A sus 82 a?os, Vicente ha ca¨ªdo enfermo, permanece en un hospital de Barcelona. No me dejan verlo. S¨®lo pienso en las extraordinarias conversaciones que me regal¨® en alg¨²n caf¨¦ del Raval, donde le vi re¨ªr y llorar como un ni?o. Iniciaba, quiz¨¢, su camino hacia la reconciliaci¨®n.
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