La memoria del llanto
Perdonen si empiezo con una confidencia personal: yo, que soy contrario a los toros, entiendo de toros. Durante a?os, cuando me recogieron en Zaragoza durante la posguerra, trat¨¦ casi diariamente con don Celestino Mart¨ªn, que era el empresario de la plaza. Eso me permiti¨® conocer a los grandes de la ¨¦poca: Jaime Noain, El Estudiante, Rafaelillo, Nicanor Villalta. Me permiti¨® conocer tambi¨¦n, a mi pesar, el mundo del toro: las palizas con sacos de arena al animal prisionero para quebrantarlo, los largos ayunos sustituidos poco antes de la fiesta por una comida excesiva para que el toro se sintiera cansado, la t¨¦cnica de hacerle dar con la capa varias vueltas al ruedo para agotarlo... Si alg¨²n lector va a la plaza, le ruego observe el agotamiento del animal y c¨®mo respira. Y eso antes de empezar.
El peligro del toreo, adem¨¢s de inmoral como espect¨¢culo, es efectista
Vi las puyas, las tuve en la mano, las sent¨ª. El que pague por ver c¨®mo a un ser vivo y noble le clavan eso deber¨ªa pedir perd¨®n a su conciencia y pedir perd¨®n a Dios. ?Qui¨¦n es capaz de decir que eso no destroza? ?Qui¨¦n es capaz de decir que eso no causa dolor? Pero, claro, el torero, es decir, el artista necesita protegerse. La pica le rompe al toro los m¨²sculos del cuello, y a partir de entonces el animal no puede girar la cabeza y s¨®lo logra embestir de frente. As¨ª el famoso sabe por d¨®nde van a pasar los cuernos y arrimarse despu¨¦s como un h¨¦roe, manch¨¢ndose con la sangre del lomo del animal a mayor gloria de su valent¨ªa y su arte.
Me di cuenta, en mi ingenuidad de muchacho (los ingenuos ven la verdad), de que el toro era el ¨²nico inocente que hab¨ªa en la plaza, que s¨®lo buscaba una salida al ruedo del suplicio, tanto que a veces, en su desesperaci¨®n, se lanzaba al tendido. Lo vi sufrir estocadas y estocadas, porque casi nunca se le mata a la primera, y ha quedado en mi memoria un pobre toro gimiendo en el centro de la plaza, con el estoque a medio clavar, pidiendo una piedad in¨²til. ?El animal estaba pidiendo piedad...! Eso ha quedado en la memoria secreta que todos tenemos, mi memoria del llanto.
Y en esa memoria del llanto est¨¢ el horror de las banderillas negras. A un pobre animal manso le clavaron esas varas con explosivos que le hac¨ªan saltar a pedazos la carne. Y la gente pagaba por verlo.
El que acude a la plaza deber¨ªa hacer uso de ese sentido de la igualdad que todos tenemos y darse cuenta de que va a ver un juego de muerte y tortura con un solo perdedor: el animal. El peligro del toreo, adem¨¢s de inmoral como espect¨¢culo, es efectista, y si no lo fuera, si encima pag¨¢ramos para ver morir a un hombre, faltar¨ªan manos y leyes para prohibir la fiesta.
Gente docta me dice: te equivocas. Esto es una tradici¨®n. Cierto. Pero gente docta me recuerda: ten¨ªamos la tradici¨®n de quemar vivos a los herejes en la plaza p¨²blica, la de ejecutar a garrote ante toda una ciudad, la de la esclavitud, la de la educaci¨®n a palos. Todas esas tradiciones las hemos ido eliminando a base de leyes, cultura y valores humanos. ?No habr¨¢ una ley para prohibir esa ¨²ltima tortura, por la cual adem¨¢s pagamos?
Perdonen a este viejo periodista que a¨²n sabe mirar a los ojos de un animal y no ha perdido la memoria del llanto.
Francisco Gonz¨¢lez Ledesma es periodista y escritor.
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