Aquellas l¨¢grimas
En su biograf¨ªa de Leonard Woolf, Victoria Glendinning cuenta que el d¨ªa en que su esposa, la escritora Virginia Woolf, se suicid¨® arroj¨¢ndose a un r¨ªo, el caballero anot¨® en su diario sus minuciosas observaciones de siempre, sobre hechos cotidianos. Nada parec¨ªa haber cambiado en su ¨¢nimo. Excepto por una cosa: una peque?a mancha en el papel. El ¨²nico borr¨®n en todo el diario. ?Una l¨¢grima?
Si la huella de una l¨¢grima en el papel salva el honor de Leonard Woolf para la posteridad, la huella de una l¨¢grima en una carta puede salvar una relaci¨®n, una amistad. Y aqu¨ª, amigos, s¨ª que hemos perdido con Internet. Ning¨²n emotic¨®n puede suplantar el beso dolorido que el llanto deposita en la tinta fresca.
"Ning¨²n emotic¨®n puede suplantar el llanto depositado en la tinta fresca"
Nuestras historias personales, as¨ª como las m¨ªticas, est¨¢n salpicadas de cartas que no llegaron, cartas que no debieron llegar, cartas que nunca escribimos, cartas que no enviamos, cartas acobardadas, cartas iracundas, cartas emborronadas por las l¨¢grimas. Con la ben¨¦vola desidia del servicio de Correos actuando como alcahueta, algunas relaciones no se rompieron, o no se realizaron, en virtud de un retraso. Hubo alg¨²n amante desesperado que, arrepentido de haber enviado una carta que ard¨ªa de celos injustificados, introdujo gasolina en el buz¨®n y le prendi¨® fuego. La propia Bette Davis me confirm¨® en una entrevista la veracidad -puesta en duda por muchos- de la historia de la carta que William Wyler le envi¨® pidi¨¦ndole que se casara con ¨¦l. Ella no la vio por un descuido, y pasaron los d¨ªas. Tantos que, cuando la ley¨®, el hombre que la hab¨ªa dirigido en La loba y -precisamente- en La carta, y con el que hab¨ªa mantenido un fogoso idilio, se hab¨ªa arrepentido ya de su proposici¨®n. Carta de una desconocida, la arrebatada novela de Stefan Zweig sobre el amor femenino masoquista -llevada al cine por el magistral Max Oph¨¹ls, con Joan Fontaine y Louis Jourdan-, cuenta la historia de una larga carta que el protagonista recibe la noche antes de batirse en duelo, firmada por una agonizante mujer que le am¨® humilde, silenciosa -y asquerosamente sumisa, a?ado yo- durante toda su vida. Al amanecer descubre que el hombre con el que va a enfrentarse es su viudo. La poem¨¢tica necr¨®fila tambi¨¦n tiene su correspondiente correspondencia: "Mi carta, que es feliz pues va a buscaros, cuenta os dar¨¢ de la memoria m¨ªa. Aquel fantasma soy que, por gustaros, jur¨® estar viva a vuestro lado un d¨ªa", escrib¨® el se?or Campoamor.
Abandonando semejantes levitaciones y volviendo a nuestras vidas, hoy plagadas de mensajes que nos llegan con rapidez desde cualquier punto del planeta, constatemos que ya no hay forma de transmitir esa l¨¢grima que nos rescatar¨ªa del rechazo y del olvido. ?Qu¨¦ podemos poner en su lugar que no quede rid¨ªculo y, lo peor, deliberado? ?Un solecito con una mueca de dolor e incluso con una l¨¢grima? Rampl¨®n, pedestre, pobre, nulo.
Las personas de temperamento irascible y reflejos r¨¢pidos estamos perdidas ante las posibilidades de arruinar relaciones que nos ofrece Internet. Antes, con las cartas, pod¨ªas arrepentirte, aunque s¨®lo fuera por la pereza que daba tener que salir de noche a buscar el buz¨®n. Por la ma?ana, ya hab¨ªas abandonado la idea de fastidiar tu vida y la del contrario, y arrojabas el entero asunto a la basura. Pero en estos tiempos de teclas r¨¢pidas, antes de que se persigne un cura loco ya has destruido un mundo, o dos.
Y la otra parte nunca recibir¨¢ otra cosa que el contenido, sin esa subcarta que es el continente. La letra irregular que indica un estado de ¨¢nimo alterado, las tachaduras -esa palabra peor que la que usaste, y de la que te desprendiste, pero no del todo-, y, por encima de cualquier otra consideraci¨®n, los caracteres medio borrados, las manchas de tinta de las l¨¢grimas.
Seguimos vertiendo l¨¢grimas. Oh, s¨ª, claro que s¨ª. Los de ahora no hemos renunciado al dolor, que es lo verdaderamente serio de nuestras vidas. S¨®lo que, fijaos, cuando lloramos al escribir un e-mail, apenas nos damos cuenta nosotros mismos. Y eso sucede cuando la se?al del rat¨®n no obedece a nuestro dedo, porque las l¨¢grimas lo han convertido en una peque?a superficie resbaladiza. Entonces lo secamos con la manga y luego, s¨®lo luego, nos enjugamos el llanto.
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