Un santuario para Mark Rothko
En un teatro algo desastrado de la periferia de Broadway los rojos y los negros de algunas de las pinturas m¨¢s sombr¨ªas de Rothko vibran casi como lienzos reales. Son copias, facs¨ªmiles, invocaciones logradas gracias a efectos de oscuridad y de luz, pero tienen una presencia tan severa como Alfred Molina, que durante hora y media monologa y se mueve sobre el escenario o se queda quieto en el interior del hechizo de sus propias visiones, fumando delante de una pintura inacabada como delante de un muro o de una puerta a medio abrir, compartiendo sus rachas de desaliento o fervor con un asistente joven al que apenas ve aunque lo tiene junto a ¨¦l en su estudio. Alfred Molina, con gafas, con la cabeza rapada, sin rastro de acento brit¨¢nico, es Mark Rothko en torno a 1957, en un estudio de la calle Bowery, que en aquella ¨¦poca era una cochambre de hoteles ¨ªnfimos y borrachos tirados por los portales, bajo la sombra y el clamor met¨¢lico de un tren elevado. Llevaba a?os siendo un pintor respetado pero ahora acababan de hacerle un encargo que multiplicar¨ªa su fama estableciendo para siempre su cotizaci¨®n como pintor: una serie de murales para el restaurante de un nuevo edificio en Park Avenue, el Seagram, que ten¨ªa algo de afirmaci¨®n radical de modernidad.
Despu¨¦s de medio siglo de torres mim¨¦ticas de acero y cristal nos cuesta imaginar el impacto de la primera de todas, el reluciente prisma negro del edificio Seagram, con su rigor de clasicismo, con su cuadr¨ªcula de ventanales y sus vest¨ªbulos de m¨¢rmol. Nueva York era todav¨ªa una ciudad de rascacielos g¨®ticos y acantilados de ladrillo. Cuando Mark Rothko se fuera acercando desde lejos a la torre abstracta de Mies van der Rohe y Philip Johnson, sentir¨ªa de antemano el poder brutal del dinero, la fragilidad de cualquier presencia humana, incluida la de un artista al que los ricos compran sin demasiado esfuerzo para que les alimente la vanidad o les decore un comedor de lujo. Rothko ten¨ªa una visceral conciencia igualitaria y una idea exaltada del arte. Hab¨ªa llegado a Am¨¦rica con diez a?os en la gran oleada migratoria de los jud¨ªos del imperio zarista. En su tierra de origen hab¨ªa conocido el miedo a la persecuci¨®n y en el nuevo pa¨ªs el trabajo agobiante a cambio de muy pobre recompensa y la inseguridad del que se siente fuera de las cosas: por su visible aire jud¨ªo, por el apellido que lo declaraba, Rothkovich. Quien ha crecido sabi¨¦ndose al margen dif¨ªcilmente conocer¨¢ la tranquilidad del instalado. Al cabo de muchos a?os de bregar por hacerse un nombre como pintor -Mark Rothko, no Marcus Rothkovich- ahora hab¨ªa logrado un encargo que a todos los efectos equival¨ªa a alcanzar la cima, tambi¨¦n en t¨¦rminos econ¨®micos. En 1957, por pintar los murales del restaurante Four Seasons, Mark Rothko iba a cobrar una cantidad que le parec¨ªa inconcebible, 35.000 d¨®lares, y su nombre de origen dudoso iba a quedar asociado con la m¨¢s estricta aristocracia cultural: Van der Rohe, monarca en el exilio de la Bauhaus, Philip Johnson.
El eje de la escritura teatral es la confrontaci¨®n. Red, la obra de John Logan en la que Alfred Molina interpreta a Mark Rothko, trata de ese momento de pugna dram¨¢tica en la vida de un hombre que se dedica a la pintura con la convicci¨®n tenaz de un oficio que es tambi¨¦n una vocaci¨®n religiosa. El encargo de los murales para el edificio Seagram ser¨¢ una cima pero podr¨¢ ser tambi¨¦n una traici¨®n. En esos a?os en los que estaba trabajando con m¨¢s inspiraci¨®n y m¨¢s poes¨ªa, con m¨¢s solvencia de pintor que nunca, Rothko tantea dentro de s¨ª mismo una fisura que no lo deja vivir en paz ni disfrutar de lo que ya ha logrado. El asistente inventado, un magn¨ªfico actor joven que se llama Eddie Redmayne, le sirve al Rothko de Logan menos como testigo de confianza que como sombra contra la que proyecta como un boxeador son¨¢mbulo su desasosiego. Ya hay gente que le compra cuadros, pero c¨®mo saber si los miran de verdad, si se sumergen en la experiencia de aproximarse a ellos como en el trance de una revelaci¨®n, o si simplemente los usan para darse prestigio o para decorar de alg¨²n modo las paredes, como el que se compra un paisaje al ¨®leo para ponerlo sobre la chimenea del comedor. Y si los murales que ya llenan el estudio con sus llamaradas de negros, rojos, marrones est¨¢n concebidos para organizar entre s¨ª un espacio sagrado, como una iglesia en penumbra o una cueva primitiva, ?qu¨¦ sentido tiene dejar que los cuelguen a plena luz en un restaurante de lujo?
En un escenario en el que no hay tel¨®n Alfred Molina da la espalda a los espectadores que van entrando en el teatro y mira muy fijo uno de esos grandes cuadros, hecho de veladoras sucesivas, de capas de color a?adidas con lenta paciencia sobre otras capas de color, encubri¨¦ndolas y mostr¨¢ndolas, provocando en el lienzo una pulsaci¨®n que convierte la superficie en profundidad, como si el espacio se fuera abriendo delante de nosotros a medida que seguimos mirando. Todav¨ªa de espaldas ese hombre se acerca m¨¢s al cuadro que es mucho m¨¢s alto que ¨¦l y adelanta una mano en la que hay un gesto entre de cautela y de ternura: la cautela de no da?ar lo ya logrado y todav¨ªa y siempre fr¨¢gil, la ternura hacia lo que ha brotado de lo mejor que hab¨ªa en ¨¦l mismo, lo que hace tanta compa?¨ªa y tiene tanto de declaraci¨®n secreta y sin embargo dentro de poco estar¨¢ en otro lugar, en manos de desconocidos, quiz¨¢s en ese restaurante en el que poca gente dejar¨¢ de prestar atenci¨®n a una comida de negocios para fijarse en la pintura. Que un cuadro fuera tan grande ten¨ªa para Rothko una importancia espiritual, lo mismo para el artista que para el espectador: "Pintar un cuadro peque?o es situarse uno mismo fuera de su propia experiencia; con un cuadro m¨¢s grande, uno est¨¢ dentro de ¨¦l".
En el estudio entra muy poca luz natural, quiz¨¢s filtrada por cristales sucios. Hay que tener cuidado con el exceso de luz. Rothko le cuenta a su asistente, o recuerda delante de ¨¦l, la emoci¨®n de entrar en la iglesia de Santa Maria del Popolo en Roma y adentrarse en su penumbra para ver c¨®mo resplandecen en ella El Martirio de San Pedro y La Conversi¨®n de Saulo, de Caravaggio; en su penumbra y en su silencio. "Hay precisi¨®n en el silencio", dice Rothko, y vuelve a pensar con remordimiento en el ruido de las conversaciones y de los cubiertos en el restaurante en el que se colgar¨¢n sus pinturas, y entonces toma una decisi¨®n. Llamar¨¢ por tel¨¦fono a Philip Johnson para decirle que renuncia al encargo, que devuelve el dinero recibido y se queda con los cuadros. El silencio, la penumbra, el recogimiento que ¨¦l requer¨ªa para esos cuadros ahora pueden experimentarse en unas salas de la Tate Gallery en Londres. Entristece que Mark Rothko se quitara la vida sin encontrar refugio en los lugares sagrados que ¨¦l mismo sab¨ªa entreabrir con su pintura. -
Red, de John Logan. Golden Theatre de Nueva York. Hasta el 27 de junio. redonbroadway.com/.
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