?Y la piedra al cuello?
El juicio que merece a la ciudadan¨ªa la actuaci¨®n de la jerarqu¨ªa eclesi¨¢stica espa?ola, y aun la del propio papa Benedicto XVI, en relaci¨®n con los casos de pederastia y abusos sexuales contra menores cometidos por cl¨¦rigos, es sumamente severo. Siete de cada diez espa?oles, seg¨²n un sondeo de Metroscopia, consideran que en este asunto ni Roma ni la Iglesia espa?ola est¨¢n obrando correctamente. Y lo especialmente llamativo es que esta opini¨®n resulte mayoritaria incluso entre quienes se definen como cat¨®licos practicantes, es decir, entre esa sexta parte de nuestra poblaci¨®n que cabe considerar como el reducto de fieles cat¨®licos m¨¢s s¨®lido y leal.
Estos datos s¨®lo pueden sorprender en realidad a quienes, por decirlo con palabras evang¨¦licas, "teniendo o¨ªdos no oigan y teniendo ojos no vean" (Mc, 8,18). La cantidad de casos que se ha ido conociendo, en un goteo tan continuado en el tiempo como extendido en el espacio, merec¨ªa sin duda una reacci¨®n por parte de las autoridades eclesi¨¢sticas al menos proporcional al estupor, verg¨¹enza e indignaci¨®n que generaron. No ha sido as¨ª. Poco a poco se ha descubierto que el problema viene de antiguo; que no afecta a pobres e ignorantes curas de aldea (si es que esta especie a¨²n existe), sino que alcanza a insignes prelados y hasta a alguien que adem¨¢s de fundador de una influyente orden religiosa fue tambi¨¦n, durante a?os, confesor del anterior Papa; y que sus actos (que en primer lugar y ante todo son un delito, y s¨®lo despu¨¦s, y adem¨¢s, un pecado) quedaron a cubierto tanto de la merecida sanci¨®n legal como del correspondiente oprobio p¨²blico merced a un encubrimiento -que ahora no puede ser entendido sino como objetivamente c¨®mplice- perpetrado con el pusil¨¢nime ¨¢nimo de evitar "un mal mayor". Como si la sociedad, en general, y dentro de ella la feligres¨ªa cat¨®lica, estuviese compuesta por personas sin criterio, asustadizas y cortas de entendederas. El esc¨¢ndalo -el inmenso esc¨¢ndalo- social no es tanto que haya sacerdotes, u obispos, o incluso un confesor papal, que resulten ser pederastas, sino que puedan serlo impunemente. Haber propiciado su encubrimiento ha supuesto adem¨¢s ensuciar de paso, tan torpe como injustamente, el buen nombre y fama del resto de los cl¨¦rigos, en su inmensa mayor¨ªa personas honestas y sinceramente entregadas a su fe.
La Iglesia puede ahora ceder al err¨®neo reflejo del miedo y, en vez de encarar clara y firmemente la realidad, tratar de conseguir apoyos con denuncias de conjuras y "persecuciones". All¨¢ ella. Pero la inescapable realidad es que, en este tema, el dedo m¨¢s inmisericordemente acusador es el del propio Jes¨²s de Nazaret. En ninguno de los cuatro evangelios can¨®nicos quedan recogidas frases suyas m¨¢s duras que las que dedica precisamente a quienes quiebran la inocencia infantil. Para quienes as¨ª act¨²an, decreta que "ser¨ªa preferible que les ataran al cuello una piedra y los arrojaran al mar" (Mc, 9-42). Con ligeras variantes (que en lugar de ser arrojados al mar, se tiren ellos mismos), la idea aparece recogida tambi¨¦n en los evangelios de Mateo (18-6) y Lucas (17-1,2). Ser¨ªa sin duda abusivo tomar estas palabras al pie de la letra y deducir que lo que Jes¨²s de Nazaret recomienda es la ejecuci¨®n sumaria o el suicidio de los pederastas. Pero parece claro que lo que en modo alguno propugna para estos casos es precisamente el encubrimiento, la ocultaci¨®n o el secretismo. Que es lo que piensa tambi¨¦n el masivo 70% disconforme con el proceder de la jerarqu¨ªa cat¨®lica.
Jos¨¦ Juan Toharia es catedr¨¢tico de Sociolog¨ªa y presidente de Metroscopia.
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