Dios es una biblioteca
El libro electr¨®nico robar¨¢ terreno al impreso, pero no podr¨¢ arrojarlo de nuestras vidas. Gutenberg no ha muerto, se ha metamorfoseado. Yo sigo viviendo en el laberinto de calles de mi biblioteca
En El cuarteto de Alejandr¨ªa, Lawrence Durrell cuenta una an¨¦cdota, real o ap¨®crifa, que le sucedi¨® al escritor franc¨¦s Paul Claudel cuando representaba diplom¨¢ticamente a su pa¨ªs en Jap¨®n. Un d¨ªa sali¨® de su residencia en Tokio para acudir a una fiesta y cuando regresaba contempl¨® con estupor que su casa estaba siendo devorada por un gran incendio. El poeta pens¨® inmediatamente en sus manuscritos y en su biblioteca repleta de joyas bibliogr¨¢ficas. Cuando alcanz¨® el jard¨ªn vio que un hombre sal¨ªa de entre las llamas llevando algo en sus brazos. Era el mayordomo que, dirigi¨¦ndose a ¨¦l, le inform¨® muy orgulloso: "?No se alarme se?or. He salvado el ¨²nico objeto de valor!". Ese objeto no era otro que su uniforme de gala.
Las nuevas generaciones adquirir¨¢n nuevos h¨¢bitos, nuevas formas de relaci¨®n con el texto escrito
Una biblioteca, p¨²blica o privada, se asemeja a un templo, a un lugar sagrado
Desde hace alg¨²n tiempo yo tengo una pesadilla semejante. Regreso a mi casa como el personaje de John Cheever, El nadador, despu¨¦s de haber recorrido, no las piscinas por las que ¨¦l iba nadando, sino las bibliotecas del mundo, y me encuentro en la misma situaci¨®n que el autor galo de El zapato de raso. A mi encuentro no acude ning¨²n sirviente, sino un ser indefinido que repite las mismas palabras que el mayordomo japon¨¦s y me entrega un pendrive. ?l a?ade que ah¨ª no s¨®lo est¨¢n todos mis libros desaparecidos, sino que ha incluido los fondos de las principales instituciones del mundo. Me quedo sorprendido, pero le digo que yo s¨®lo necesito mis libros f¨ªsicamente, aquellos que yo compr¨¦ y me han acompa?ado toda la vida. Son mis mejores amigos y no puedo prescindir de ellos. El me responde muy seriamente que eso no s¨®lo es ya imposible sino, adem¨¢s, una estupidez. "?Para qu¨¦ quiere usted tantos vol¨²menes que le ocupan gran parte de su casa si los tiene todos aqu¨ª, en este objeto m¨¢s peque?o que el dedo de su mano?". Compruebo que la discusi¨®n no lleva a ning¨²n sitio y, entonces, despierto. Cuando lo hago, veo que todo a¨²n est¨¢ en su ca¨®tico lugar. Por las mesillas, por las mesas y las estanter¨ªas dobladas por el peso, a¨²n reposan las miles de hojas impresas protegidas por las portadas multicolores. Toco unos libros, abro otros y recuerdo la historia de cada uno de ellos: su nacionalidad, su lengua, el peso que arrastran desde el origen. Mi biblioteca est¨¢ compuesta por cientos de ciudades, miles de calles y otros tantos paisajes.
Por estos espacios he caminado con los autores y sus personajes. He vivido sus vidas a lo largo de muchos siglos y cuando toco las p¨¢ginas que estoy leyendo percibo sus l¨¢grimas o sus risas, sus olores, veo los colores del amanecer o del ocaso. Un libro tambi¨¦n es un objeto, una materia, una representaci¨®n, un s¨ªmbolo, una dimensi¨®n. El libro electr¨®nico, el e-book, ef¨ªmeros en s¨ª mismos como soportes (qu¨¦ pas¨® sino con el v¨ªdeo, el dvd y lo que venga), le robar¨¢n terreno al libro impreso, pero dif¨ªcilmente podr¨¢n arrojarlo de nuestras vidas y nuestra manera de vivirlas. De haber habitado en la ¨¦poca en que se pas¨® de la oralidad a la escritura en papiro o pergamino, yo no hubiera estado en contra de este proceso evolutivo; de la misma manera que hubiera apoyado a Gutenberg cuando releg¨® a la escritura al ¨¢mbito privado.
?Por qu¨¦ ahora tendr¨ªa que oponerme a algo inevitable y, seguramente, muy ¨²til? Si estoy en contra de quienes piensan que hemos llegado al fin. En contra de aquellos que creen que ya no es necesario leer, ni saber, ni adquirir conocimientos, ya que todo est¨¢ a nuestro alcance, tocando la tecla de un ordenador. Estoy en contra de aquellos que rechazan la memoria como si ¨¦sta fuera un simple ap¨¦ndice mental que hubiera que extraer. El libro electr¨®nico no es un peligro para la lectura. S¨ª lo son los videojuegos, los programas deleznables de la televisi¨®n, la mala ense?anza que desconoce o impone con una obligatoriedad torpe y pesada, el mal ejemplo familiar donde la cultura, en general, es algo desconocido y extravagante. La lectura en pantalla no acabar¨¢ con el libro impreso, aunque ¨¦ste se convierta en un objeto arqueol¨®gico; por el contrario, estoy seguro que contribuir¨¢ a ampliarla. Las nuevas generaciones adquirir¨¢n nuevos h¨¢bitos, nuevas formas de relaci¨®n con el texto escrito. Probablemente lo lleven a cabo desde la laicidad y no desde la sacralidad con que nosotros adoramos al libro.
Probablemente la democratizaci¨®n de la lectura y la escritura modificar¨¢ h¨¢bitos, costumbres, tradiciones y valores. ?No sucedi¨® as¨ª en el pasado? Umberto Eco afirma que, con Internet, se retorn¨® a la era alfab¨¦tica y, por lo tanto, no hemos fenecido a¨²n en la dictadura de las im¨¢genes. De nuevo, escritores y lectores, hemos sobrevivido a ese monstruo multiforme. Millones de personas, a lo largo de todo el mundo, a trav¨¦s de Internet, leen y escriben sin cesar para intercambiar ideas, sentimientos o simplemente informaciones. ?Gutenberg todav¨ªa no est¨¢ muerto! Se ha metamorfoseado. Nunca hubo tanta necesidad de leer y escribir como hoy. ?Acaso los ordenadores act¨²an libremente sin este conocimiento previo? El papel, como antes el papiro o el pergamino, agot¨® su funci¨®n. La memoria del mundo, desde el siglo XVI, ha crecido de una manera tan imparable que era necesario encontrar otros soportes para guardar el pasado y enfrentarse a un futuro repleto de contenidos. ?C¨®mo se llevar¨¢ a cabo la elecci¨®n de los mismos??C¨®mo se mantendr¨¢ su excelencia??Cu¨¢les ser¨¢n los nuevos gustos, las nuevas modas? Las modificaciones en torno al libro como soporte no han variado sus mismos fines, ni su expresi¨®n. Desde hace m¨¢s de cinco siglos los cambios pol¨ªticos, sociales, econ¨®micos, tecnol¨®gicos y culturales se sustentaron en este objeto. Internet ha producido tambi¨¦n una modificaci¨®n notable en las costumbres de los bibli¨®filos, coleccionistas de libros antiguos, de primeras ediciones o raras.
Aquella b¨²squeda aventurera y rom¨¢ntica por las librer¨ªas y trasteros de medio mundo que primaban al erudito frente al poderoso econ¨®micamente, se ha derrumbado ante la publicaci¨®n en Internet de sus adquisibles ¨ªndices. El precio se ha unificado y elevado, adem¨¢s de reducir la labor investigadora y azarosa. Adem¨¢s, el libro antiguo o de viejo es una especie en v¨ªas de extinci¨®n. Escaso, caro, raro y coleccionado por las grandes instituciones educativas y culturales. Coleccionar libros viene de antiguo. Luciano en El bibli¨®mano ignorante (publicado en nuestro pa¨ªs por Errata Naturae) criticaba a quienes los compraban para decorar su casa, pero no los le¨ªan. S¨¦neca nos describe, como Cicer¨®n y otros autores romanos, las calles de la capital del imperio donde se vend¨ªan los rollos que conten¨ªan las novedades literarias o se copiaban por encargo las obras de cualquier ¨¦poca. Durante ese tiempo naci¨® la idea del autor y editor. ?Cu¨¢ntos de aquellos vol¨²menes quedan? En el museo arqueol¨®gico de N¨¢poles vi unos cuantos carbonizados procedentes de una casa de Pompeya. El fuego ha sido consustancial con la lectura y la escritura. Blanchot dec¨ªa que con los libros se hab¨ªan hecho tres cosas: escribirlos, leerlos o quemarlos. ?Cu¨¢ntas obras maestras de la literatura, del arte o de la ciencia se han perdido? Seguramente cantidades ingentes. Hoy por fortuna nada se perder¨¢, ni siquiera lo vano y superfluo. Hoy cualquier persona tiene derecho a la eternidad al poder reproducir su vida en una p¨¢gina web. Qu¨¦ m¨¢s da si lo que hizo fue bueno o malo, el caso es que su nicho es semejante al pante¨®n de un gran hombre. Eternidad, inmortalidad, fama, prestigio...
Todo ser¨¢ revisado y, seguramente, sufrir¨¢ en un futuro inmediato profundas modificaciones. Varias veces le he o¨ªdo comentar al autor de Apocal¨ªpticos e integrados su deseo de dar con los autores y las tragedias de las que Arist¨®teles habla en su Po¨¦tica. Se perdieron y s¨®lo llegaron hasta nosotros los nombres y las obras de otros dramaturgos que ¨¦l no tuvo a bien ni citar: Esquilo, S¨®focles y Eur¨ªpides. ?Eran los otros mejores que estos? ?Arist¨®teles los posterg¨® por envidia? El caso es que -como tantas otras veces- el azar le quit¨® la raz¨®n al maestro de la filosof¨ªa.
"?Por qu¨¦ soy prisionero de los libros? ?A qu¨¦ sensaci¨®n de inseguridad le estoy declarando la guerra con esos muros de vol¨²menes que cubren mis paredes?", escribe el turco Enis Batur. Una biblioteca, p¨²blica o privada, se asemeja a un templo, a un lugar sagrado. All¨ª nos sentimos protegidos por el silencio. El nazismo, el stalinismo y el mao¨ªsmo fueron de entre las ¨²ltimas ideolog¨ªas quienes m¨¢s han combatido la libertad de expresi¨®n y, por tanto, al libro. Los tres levantaron contra ¨¦l un muro de mentiras (a trav¨¦s de la radio) e im¨¢genes (a trav¨¦s de la televisi¨®n y el cine documental o de ficci¨®n). La palabra escrita fue relegada a la censura y al control estatal (no nos olvidemos de nuestro propio pa¨ªs). Aunque se ha dicho hasta la saciedad que fue Goebbels quien afirm¨® que una mentira reiterada se transforma en una verdad, no s¨¦ si consciente o inconscientemente reprodujo lo que ya hab¨ªa escrito, en el siglo XIX, el gran Chateaubriand: "Toda mentira repetida se convierte en verdad". Palabras convertidas en mentira. ?Qu¨¦ mayor delito!
Bachelard y Borges escribieron que el Para¨ªso debe ser una inmensa biblioteca. ?Con libros, e-book, pendrives o pantallas? De todo eso tambi¨¦n habr¨¢ en el m¨¢s all¨¢ e incluso nos llevar¨¢n d¨¦cadas de adelantos tecnol¨®gicos. Eco afirma que si Dios existe es una biblioteca. Si es as¨ª, yo lo he percibido en las ruinas de la de P¨¦rgamo y Alejandr¨ªa (tambi¨¦n en la nueva) o en la de Celso en Efeso. Tambi¨¦n en la martirizada de Sarajevo o en el Escorial. De la de P¨¦rgamo s¨®lo se conservan basamentos y lienzos de muros. Donde antes crec¨ªan los rollos ahora lo hacen las hierbas y las margaritas. Fue la segunda biblioteca m¨¢s importante de la antig¨¹edad despu¨¦s de la de Alejandr¨ªa. Tiberio Julio Aquila, para homenajear a su padre, Celso, mand¨® levantar una biblioteca cuya majestuosa fachada a¨²n se alza en Efeso. Y all¨ª mismo lo mand¨® enterrar. "Nunca un padre tuvo tan buen hijo", hubiera vuelto a decir Pr¨ªamo.
Bibliotecas, bibliotecas. He visto cientos de ellas. Antiguas y modernas, p¨²blicas y privadas. Libros, libros. He visto miles de ellos, he acunado en mis manos incunables extraordinarios como la Cr¨®nica de Nuremberg, primeras ediciones, manuscritos, piezas heremogr¨¢ficas ¨²nicas. Una de las cosas m¨¢s terribles de la vida es no tener tiempo para leerlo todo. A medida que transcurre la existencia uno se da cuenta que lo que le queda por leer, digamos que s¨®lo lo valioso seg¨²n los gustos de cada uno, equivale a un noventa y muchos por ciento. Un pueblo sin obra escrita apenas podr¨¢ sostener su lengua y su cultura. Los egipcios se dieron cuenta muy pronto. En el papiro egipcio, Chester Beatty, se dice que el libro es el medio m¨¢s seguro para alcanzar la inmortalidad. La literatura pervive m¨¢s que la piedra, "m¨¢s valioso es un libro que una estela con su inscripci¨®n, / que la c¨¢mara funeraria bien puesta. / Esos libros son como tumba y pir¨¢mide / en la conservaci¨®n de sus nombres...".
?Mostradme vuestras bibliotecas y os dir¨¦ c¨®mo sois! La de Montaigne (no le perdono a Bret¨®n que lo eliminara de la lista de autores repartida por los surrealistas), la de Leopardi, Goethe, Flaubert, Juan Ram¨®n Jim¨¦nez o la de Octavio Paz tristemente chamuscada. Pero no todos los grandes escritores han sido grandes lectores. Visitando algunas de sus casas uno puede llevarse una desagradable sorpresa. No voy a dar aqu¨ª mi lista -de vivos y muertos- para no llevar a la decepci¨®n. Contar¨¦ s¨®lo el caso de uno de ellos. Conoc¨ª y trat¨¦ bastante a Jorge Amado y a Zelia, su esposa. Dos personas encantadoras, fascinadas por el mundo sovi¨¦tico y mao¨ªsta. Hace pocos a?os, estando en Bah¨ªa, visit¨¦ su fundaci¨®n y su casa. Ambos estaban ya muertos. En los dos lugares me sorprendi¨® la escasez de libros, excepto los propios del novelista en las m¨²ltiples ediciones y lenguas, los dedicados por otros autores y algunos pocos m¨¢s. Ingenuamente le pregunt¨¦ a la encargada d¨®nde se encontraba la biblioteca. Ella me dijo que no hab¨ªa m¨¢s libros que los que yo hab¨ªa visto. "Don Jorge apenas le¨ªa, su biblioteca estaba all¨ª", concluy¨® se?al¨¢ndome la calle. Yo no hubiera podido vivir de este modo, ni escribir una sola l¨ªnea. Como Cavafis, no tengo otro sitio adonde ir. Yo vivo en el laberinto de calles de mi biblioteca. Rollos, papiros, pergaminos, impresos, e-books, ordenadores, pendrives y cuanto la imaginaci¨®n humana se invente, la lectura no dejar¨¢ de crecer pues es la m¨¢s pura esencia de la libertad.
C¨¦sar Antonio Molina es escritor y ex ministro de Cultura.
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