Un d¨ªa hay vida
No hay lugar m¨¢s m¨ªtico en la obra de Paul Auster que el cuarto del n¨²mero 6 de la calle Varick. All¨ª escribi¨® El libro de la memoria, la segunda de las dos partes de La invenci¨®n de la soledad, que se inaugura con una frase que ha vencido al tiempo
Camino por la ciudad y lo que pienso va dibujando un trayecto mental construido por mis propios pasos. Es un modo de marchar que sirve para mejor inventar mi soledad, de la misma forma que para el narrador de La ciudad de cristal identificarse con Auster se convert¨ªa en "sin¨®nimo de ser ¨²til al mundo". Es tambi¨¦n un modo de pensar y guarda cierto parecido con un viaje alrededor de mi cuarto, aunque s¨®lo lo ver¨¦ como tal si, al llegar a la meta, puedo afirmar que he estado en alg¨²n sitio, incluso aun cuando no sepa en cu¨¢l. El sitio podr¨ªa no ser un lugar exactamente, sino un breve momento de La invenci¨®n de la soledad, por ejemplo. Podr¨ªa ser ese fragmento en el que Paul Auster celebra, con palabras muy felices, la vida. Es un momento que me recuerda la dedicatoria del Persiles, aquella p¨¢gina p¨®stuma en la que Cervantes nos dej¨® dicho que amaba la vida. Las palabras de Auster tienen algo de la confesi¨®n cervantina:
No hay Auster sin la invenci¨®n de un cuarto cerrado y sin la invenci¨®n de la soledad en ese cuarto
"Juzga extraordinario que algunas ma?anas, poco despu¨¦s de despertar, cuando se agacha para atarse los cordones, lo inunde una dicha tan intensa, una felicidad tan natural y armoniosamente a tono con el mundo, que le permite sentirse vivo en el presente, un presente que lo rodea y lo impregna, que llega hasta ¨¦l con la s¨²bita y abrumadora conciencia de que est¨¢ vivo".
La felicidad que descubre el cervantino Auster en ese momento es extraordinaria. "As¨ª es, no volveremos a vagar", recuerdo que escribi¨® Byron. Y ese verso me lleva tambi¨¦n a la conciencia feliz de estar vivo y a recordar a todos que la oportunidad de deambular es ¨²nica, no la volveremos a tener y, por tanto, mejor ser¨¢ que veamos que se abre ante nosotros la posibilidad excelsa de vagar, de perderse quiz¨¢s al modo de esos h¨¦roes austerianos que han buscado siempre su identidad en una vida errante, hecha de innumerables pasos en sus trayectos mentales y urbanos que imitan viajes por cuartos cerrados.
No hay Auster sin la invenci¨®n de un cuarto cerrado y sin la invenci¨®n de la soledad en ese cuarto, del mismo modo que no hay soledad sin la escritura, ni escritura sin un lugar. Y quiz¨¢s, en la ¨®rbita austeriana no hay lugar m¨¢s m¨ªtico que el cuarto del n¨²mero 6 de la calle Varick, aquella buhardilla neoyorquina en la que una sola persona llenaba la estancia y dos la volv¨ªan sofocante, lo que no fue inconveniente para que en la habitaci¨®n cupiera "un universo entero, una cosmolog¨ªa en miniatura que conten¨ªa en s¨ª misma lo m¨¢s extenso, distante y desconocido" y en definitiva el mundo interior de un hombre que iba a ser escritor. No hay habitaci¨®n m¨¢s importante en su obra. En ella redact¨® El libro de la memoria, que es la segunda de las dos partes de ese libro, La invenci¨®n de la soledad, que se inaugura con una frase que ha vencido al tiempo: "Un d¨ªa hay vida".
"Un d¨ªa hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo...". Aquellas palabras han ido gozando de suerte propia y de un destino ciertamente muy f¨¦rtil. El hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, es el padre del escritor. Es alguien que pasa un d¨ªa y otro ocup¨¢ndose s¨®lo de sus asuntos y so?ando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, nos dice Auster, aparece la muerte. El hombre deja escapar un peque?o suspiro, se desploma en un sill¨®n y muere.
Fascina la singularidad de la estructura de La invenci¨®n de la soledad, ver c¨®mo est¨¢n tan admirablemente combinadas las dos partes del libro. La primera, Retrato de un hombre invisible, es m¨¢s famosa que la segunda, quiz¨¢s porque el tema de la muerte del padre y el enigma de un asesinato ocurrido en la familia sesenta a?os antes la convierten en una historia perdurable.
"Pens¨¦: mi padre ya no est¨¢, y si no hago algo deprisa, su vida entera se desvanecer¨¢ con ¨¦l", escribe el joven Auster. Y ¨¦sta es, por cierto, la clase de pensamiento que parece haber acompa?ado tambi¨¦n a Marcos Giralt Torrente en Tiempo de vida, su sorprendente e interesant¨ªsima ficci¨®n sin invenci¨®n, su conmovedora y extra?a historia en torno a la muerte del padre. De hecho, aunque no se parezcan en ning¨²n otro aspecto m¨¢s, el final de Retrato de un hombre invisible y el hondo desenlace del de Giralt Torrente son muy parecidos: los dos pensando en el hijo casi reci¨¦n nacido y pregunt¨¢ndose qu¨¦ sacar¨¢ ¨¦ste en limpio de esas p¨¢ginas cuando tenga ya edad para leerlas.
El libro de la memoria tiene menos fama que Retrato de un hombre invisible, pero es un bello texto que contiene el germen de toda la obra austeriana y el m¨¢s po¨¦tico an¨¢lisis que he le¨ªdo nunca en torno a habitaciones de artistas y desamparo. En ¨¦l, Auster enlaza sutilmente la reflexi¨®n acerca de su papel de hijo con su propia paternidad y con la soledad del escritor, y logra as¨ª que invenci¨®n y aislamiento se hermanen en un encuentro doblemente tr¨¢gico, puntuado por ese inmenso fragmento sobre la felicidad que releo -releer es una forma muy amable de o¨ªr la temblorosa verdad que dice que hay vida- siempre que puedo.
Sabemos que en otros tiempos se consideraba que las desgracias de los hombres ven¨ªan de su incapacidad para quedarse quietos en una habitaci¨®n. Y tambi¨¦n sabemos que hoy en d¨ªa se ve todo de forma distinta, pues no salir del cuarto es lo que en verdad lo complica todo, muy especialmente si quien se queda encerrado es receptivo y sabe -como sabe Auster- que una habitaci¨®n es tanto el espacio central del drama humano -"el lugar donde H?lderlin alcanz¨® la locura y donde Emily Dickinson pens¨® sus mil setecientos poemas"- como tambi¨¦n el sitio donde, por ejemplo, Vermeer conoci¨® "la experiencia de la plenitud e independencia del momento presente". Porque no todo lo que ocurre entre las cuatro paredes de la conciencia es tedio, angustia, pesadumbre, desesperaci¨®n. Basta pensar -dice Auster- en las mujeres que pintara Vermeer, solas all¨ª en sus habitaciones, pero con la luz brillante del mundo real entrando a raudales por una ventana abierta o cerrada.
A veces, al igual que en su novela La habitaci¨®n cerrada, la melancol¨ªa y sus adl¨¢teres son el precio que hay que pagar para un d¨ªa llegar a ver la luz y constatar que hay vida y, tras un largo encierro en un cuarto de hotel, poder decir, al fin, como el narrador de ese tercer libro de la Trilog¨ªa de Nueva York: "De pronto, tumbado sobre la cama y mirando las rendijas de las persianas cerradas, comprend¨ª que hab¨ªa sobrevivido".
Es la luz que, a la larga, encuentra toda persona encerrada. Pascal, sin ir m¨¢s lejos, entre pensamiento y pensamiento, dio con ella en la noche del 23 de noviembre de 1654 y, pasado el momento de asombro -cuenta Auster, experto en iluminaciones y encierros-, se dedic¨® a coser en el forro de su ropa todo lo que pudo memorizar del instante crucial. Quer¨ªa tener a mano cuando lo necesitara, durante el resto de sus d¨ªas, el registro detallado del ¨¦xtasis que le hab¨ªa llevado a la extra?a felicidad de estar vivo: su encuentro con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob y tambi¨¦n su encuentro con la certeza de la grandeza del alma humana. Un tipo de certeza que, a decir verdad, se acopla como un guante al ritmo de los trayectos mentales construidos por nuestros propios pasos y termina por acercarnos siempre a la vida. Y la vida, ya se sabe, es la zona m¨¢s honda de la sufrida calle Varick.
La invenci¨®n de la soledad. Paul Auster. Traducci¨®n de Mar¨ªa Eugenia Ciocchini. Anagrama. Barcelona, 1982. Tiempo de vida. Marcos Giralt Torrente. Anagrama. Barcelona 2010.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.