El destino en los pies
Una confesi¨®n. Siempre me han gustado los buenos partidos de f¨²tbol. Y una proclama antipopular: cada vez detesto m¨¢s el mundo que rodea el f¨²tbol. Imaginas que el ¨¦xito universal de este juego se fundamenta en su belleza y sencillez. De hecho, no recuerdo otro deporte de equipo con reglas m¨¢s elementales. As¨ª, por ejemplo, en comparaci¨®n, la reglamentaci¨®n del baloncesto es mucho mayor. Un jugador ha de pensar continuamente en el paso del tiempo: tiene pocos segundos para atravesar la l¨ªnea divisoria y algunos m¨¢s para que su equipo pase el bal¨®n, pero no puede permanecer apenas unos instantes bajo la canasta y no est¨¢ autorizado a retener casi nada la pelota entre sus manos. La ley del tiempo se convierte en una amenaza. Frente a esta legislaci¨®n exhaustiva, la vida del futbolista en la cancha parece m¨¢s despreocupada. El ¨¢rbitro le dir¨¢ si comete falta o incurre en fuera de juego, mientras ¨¦l solo debe preocuparse de que el bal¨®n no rebase la l¨ªnea de cal del rect¨¢ngulo trazado en el suelo y de que el bal¨®n acabe en el fondo de una porter¨ªa que, por supuesto, no sea la propia.
El f¨²tbol es un gran deporte. Pero su explotaci¨®n mercantil, pol¨ªtica y hasta religiosa es detestable
Prepar¨¦monos: 'la Roja' ser¨¢ el retablo de los ap¨®stoles de una redenci¨®n en marcha
Esta aparente simplicidad del juego, acompa?ada de los v¨ªnculos c¨®mplices establecidos entre los componentes de un equipo y de la emotividad suscitada, explican el enorme contagio del f¨²tbol en casi todo el planeta a lo largo del ¨²ltimo siglo. Cualquier grupo de muchachos delimitan un campo y dos porter¨ªas con un pu?ado de piedras y pueden iniciar un partido. Todo esto es bien sabido y da lo mismo si se encuentran en un descampado de Manchester, en la playa de Copacabana o en los lindes del desierto del S¨¢hara. Naturalmente, no hace falta recordar que la televisi¨®n ha convertido esta facilidad -y esta plasticidad visual- en el mayor espect¨¢culo del presente.
Un buen partido de f¨²tbol es una representaci¨®n muy atractiva que, como es obvio, incrementa su impacto emocional si el espectador se identifica con uno de los equipos contendientes. Todo esto es bien sabido y no creo que haya nada que objetar a la pasi¨®n del aficionado -al f¨²tbol, al baloncesto, a la h¨ªpica o a cualquier deporte que a uno le venga en venga- siempre que tal pasi¨®n no se convierta en una obsesi¨®n. Lo malo de las obsesiones es que acaban siendo aut¨¦nticos monopolios emocionales que aprisionan a quien incurre en ellos. A¨²n as¨ª no tengo ninguna duda de que uno es libre para abrazarse individualmente con la obsesi¨®n que m¨¢s le guste, por detestable que parezca a los dem¨¢s. Sin embargo, la verdad, encuentro altamente peligrosas las obsesiones colectivas.
Y esto es lo que a mi modo de ver est¨¢ sucediendo progresivamente con el f¨²tbol, no con el encantador juego que invita espont¨¢neamente a los ni?os de cualquier lado, sino con un fen¨®meno que, adem¨¢s de ser mercantil, ha atravesado las fronteras de lo pol¨ªtico e incluso de lo religioso. Claro que me resulta repulsivo que en las actuales circunstancias se desembolsen cantidades obscenas por el fichaje de tal o cual jugador, pero todav¨ªa me parece m¨¢s preocupante que se abata sobre gran parte dela sociedad aquel monopolio psicol¨®gico que caracteriza a las obsesiones colectivas. No hace falta ser ning¨²n profeta para aventurar que durante las pr¨®ximas semanas la Roja -es decir, 11 individuos d¨¢ndole con el pie al bal¨®n- va a protagonizar una epopeya de los sentimientos con connotaciones trascendentales. Y en otros pa¨ªses ser¨¢ la Azul, la Verde, la Amarilla o la Albiceleste. Durante d¨ªas y d¨ªas el destino de la humanidad, e incluso del cosmos, estar¨¢ en los pies de unos muchachos millonarios que correr¨¢n arriba y abajo de un rect¨¢ngulo de c¨¦sped.
Dicho as¨ª, tan prosaicamente, suena a una broma. Sin embargo, ya se encargar¨¢n muchos de que no sea una broma, tal como viene sucediendo en los ¨²ltimos lustros de una forma cada vez m¨¢s acentuada. La metamorfosis religiosa del f¨²tbol no cree que sea una exageraci¨®n. Es cierto que las multitudes devotas existen desde hace mucho tiempo y que el Brasil de Pel¨¦, la Holanda de Cruyff o la Argentina de Maradona (para no hablar de los clubes m¨¢s importantes) suscitaban grandes adhesiones; con todo, en la receptividad de la muchedumbre, la pasi¨®n futbol¨ªstica conviv¨ªa con otras pasiones ideol¨®gicas, pol¨ªticas y est¨¦ticas. Lo cualitativamente nuevo de los ¨²ltimos lustros es que, al enaltecimiento de los dem¨¢s horizontes, le ha sucedido el enaltecimiento de un espect¨¢culo, el del f¨²tbol, que ha invadido todos los territorios. Lo que ha ocurrido no solo es un gran negocio, sino tambi¨¦n una curiosa, y a menudo grotesca, usurpaci¨®n de met¨¢foras. A medida que ha languidecido la conversaci¨®n pol¨ªtica, est¨¦tica o religiosa se ha encumbrado lo que pomposamente se ha llamado el lenguaje del f¨²tbol, lenguaje con miles de practicantes que ya no se refiere a un juego sino, como leemos con frecuencia, a unas "esencias", a una "identidad", a un "modo de ser", expresiones que en otro contexto siempre son sospechosas.
Los portavoces del lenguaje del f¨²tbol son precisamente los que se arrogan el papel de sacerdotes de esa nueva religi¨®n de masas que, si es universal por su difusi¨®n, es decididamente tribal por los sectarismos de que se alimenta. Creo que se podr¨ªa hacer una magn¨ªfica antolog¨ªa de la literatura esperp¨¦ntica con las decenas de fil¨®sofos y te¨®logos del f¨²tbol que pululan por las tertulias radiof¨®nicas y televisivas y, adem¨¢s, escriben suntuosos an¨¢lisis en los peri¨®dicos. Tambi¨¦n ser¨ªa ¨²til para medir el nivel alcanzado por la oratoria recopilar las met¨¢foras futbol¨ªsticas de las que se sirven, un d¨ªa s¨ª y otro tambi¨¦n, nuestros dirigentes pol¨ªticos y parlamentarios. Incluso se podr¨ªan a?adir ciertos p¨¢rrafos de desesperados obispos que no tiene m¨¢s remedio que acudir a los s¨ªmbolos del balompi¨¦ para dar un indicio a los feligreses del desaparecido Dios.
Sin embargo, en lo alto de la jerarqu¨ªa sacerdotal de la nueva religi¨®n, los encargados ¨²ltimos de mostrar que la Roja no es un conjunto de 11 habilidosos pateadores de bal¨®n sino el retablo de los ap¨®stoles de una redenci¨®n en marcha, son los "comunicadores deportivos", los mismos que durante todo el curso futbol¨ªstico arengan a los creyentes con los comentarios m¨¢s elementales y las consignas m¨¢s sectarias.
Como no pod¨ªa ser de otro modo, estos predicadores han incorporado a sus gritos el fanatismo de los viejos predicadores y la demagogia de los tribunos de la plebe. Su misi¨®n: dejar claro, por si no lo estaba, que el destino del ser humano pasa, no por la cabeza, sino por los pies. Y entre tanto ruido apenas queda nada del cautivador juego sobre la arena de la playa de Copacabana.
Si miro alg¨²n partido del pr¨®ximo Mundial no duden que silenciar¨¦ la voz del comentarista.
Rafael Argullol es escritor.
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