Cuando segu¨ªamos el f¨²tbol por la radio
Mi padre fue un maestro en el arte de la narraci¨®n radiof¨®nica de un partido de f¨²tbol, ten¨ªa un don. Eran los tiempos anteriores a la televisi¨®n. En todo caso, en el estadio, por la radio o por la tele, adoraba este deporte
Como la mayor¨ªa o pr¨¢cticamente todos los ni?os que viv¨ªan en los a?os cincuenta en Arequipa, Per¨², mi padre, Renato, estaba obsesionado con el f¨²tbol; a diferencia de muchos de ellos, le apasionaba tanto retransmitir el partido como jugarlo. Todos los domingos iba al estadio con mi abuelo, y en el descanso se aproximaba al palco de prensa, se asomaba e intentaba o¨ªr los comentarios. Los hombres de radio le impresionaban; nunca les faltaban las palabras. Los lunes, los peri¨®dicos locales mostraban gr¨¢ficos de los goles marcados el d¨ªa anterior, y mi padre los estudiaba, recordaba las jugadas tal como las hab¨ªa visto y pensaba en c¨®mo habr¨ªa narrado ¨¦l los preliminares, el disparo, el vano intento de pararlo del portero y el impacto del bal¨®n contra el fondo de la red. De noche, se dorm¨ªa relatando partidos en su cabeza, partidos en los que jugaban sus h¨¦roes, los chicos de los equipos locales, el FC Melgar, o el Pi¨¦rola, o Alianza San Isidro. Pasaba los s¨¢bados en el campo que hab¨ªa tras el colegio, con un micr¨®fono conectado a un altavoz diminuto, relatando los partidillos que jugaban los de unos cursos contra otros. All¨ª empez¨® a construir su reputaci¨®n, empleando la voz para a?adir cierto glamour a lo que no eran m¨¢s que unos partidos de barrio corrientes y molientes. Los jugadores reaccionaban ante sus barrocas e ingeniosas descripciones del partido y mejoraban la calidad de su juego.
Con su velocidad y lo imprevisible de sus jugadas, el f¨²tbol no es f¨¢cil de contar
Un partido bien narrado en la radio nos permite 'ver' partes del juego a las que no atender¨ªamos
Poco despu¨¦s, mi padre empez¨® a actuar en concursos locales, entre ellos uno que se celebr¨® en el teatro municipal de Mollendo, con todas las entradas vendidas. Improvis¨® un partido imaginario entre su adorado Melgar y el Universitario, los odiados rivales de la capital, Lima. Cuando, en su narraci¨®n del partido inventado, el Melgar marc¨® un gol, la gente dio v¨ªtores y lo celebr¨® con tanto entusiasmo como si el gol hubiera sido real. Mi padre recuerda ver al p¨²blico, unos 300 hombres, mujeres y ni?os que gritaban puestos de pie, y no acabar de cre¨¦rselo. La gente se abrazaba, daba palmas. ?Golazo! Baj¨® del escenario y fue donde estaba su t¨ªo Juan Castor llorando, orgulloso.
Si todo esto parece muy fantasioso, hay que recordar c¨®mo se viv¨ªa el deporte en los tiempos anteriores a la llegada de la televisi¨®n, antes de las omnipresentes repeticiones de jugadas y la posibilidad de ver los momentos destacados de los partidos en Internet. En Per¨², a principios de los a?os cincuenta, si uno no estaba en el estadio viendo el partido en persona, ten¨ªa que represent¨¢rselo en su cabeza, inspirado por la h¨¢bil narraci¨®n de un locutor de radio. Aprend¨ªa a verlo, a imagin¨¢rselo.
El f¨²tbol no es f¨¢cil de contar, desde luego, con su campo tan grande, su velocidad y lo imprevisible de sus jugadas. Los mejores jugadores suelen ser los que se mueven de manera m¨¢s inesperada, los imaginativos, los que se van muy lejos de su posici¨®n cuando se lo exige su instinto. ?C¨®mo describir un h¨¢bil pase r¨¢pido con la parte exterior del pie, o a un defensa que pierde el equilibrio, enga?ado por una finta sutil, casi imperceptible, de las caderas? Y eso no es m¨¢s que parte del problema: cualquier descripci¨®n de un partido para la radio tiene que ser precisa y al mismo tiempo global. Se narra la jugada, pero tambi¨¦n lo que puede venir a continuaci¨®n: no solo qui¨¦n tiene la pelota, sino tambi¨¦n d¨®nde est¨¢n sus compa?eros de equipo, sus adversarios, las distintas posibilidades.
He pensado mucho en aquella noche del teatro municipal. Quiz¨¢s es imposible reproducir la inocencia de una multitud capaz de dar gritos de entusiasmo mientras un ni?o en el escenario describ¨ªa un partido imaginario y un gol tambi¨¦n imaginario. Son otros tiempos. Los goles est¨¢n devaluados como moneda de cambio, por supuesto. En 2010 podemos verlos todo el d¨ªa: los goles marcados en las ligas de Jap¨®n, B¨¦lgica, Paraguay o Ghana; goles de volea, de cabeza, autogoles, goles que parecen accidentes o que son obras de arte, y a mitad de camino entre las dos cosas. Podemos ingerir una dieta constante de goles, pero todo eso est¨¢ tan lejos del deporte que jugaba mi padre y del que se enamor¨® cuando era ni?o, tan lejos del deporte que narraba, que es totalmente irreconocible. Esa noche, mi padre convenci¨® al p¨²blico de que el partido que estaba describiendo era real; y en un partido de verdad, los goles son la excepci¨®n, y casi siempre llegan por sorpresa. El p¨²blico grit¨® y celebr¨® aquel gol inventado por un simple motivo. Les ten¨ªa tan cautivados con el partido que, cuando lo cont¨®, fue algo inesperado.
Mi padre era un estudioso del arte de narrar el f¨²tbol, y todos sab¨ªan que ten¨ªa un don. No mucho despu¨¦s le invitaban al palco de prensa en el estadio los domingos; de vez en cuando incluso le daban un micr¨®fono al chico. En 1956, el legendario locutor ?scar Soto Sol¨ªs dej¨® Arequipa para probar suerte en la capital; y Radio Continental, la emisora m¨¢s poderosa en el sur de Per¨², se encontr¨® de pronto sin su voz emblem¨¢tica. Al cabo de unos meses hab¨ªan encontrado sucesor: mi padre. Dos a?os m¨¢s tarde, hab¨ªa pasado de narrar partidos de barrio a transmitir en directo desde el estadio del Melgar todos los domingos. No ten¨ªa m¨¢s que 14 a?os.
Mi padre y yo hemos pasado muchas horas hablando de f¨²tbol. Cada vez que se me quedaban peque?as unas botas, ¨¦l me recordaba que en su ni?ez jugaba descalzo. Si necesitaba un bal¨®n nuevo, me dec¨ªa que sus amigos y ¨¦l se fabricaban el suyo, con gomas, peri¨®dicos y calcetines viejos. Me gustaba o¨ªr esas historias, hac¨ªan que el deporte me resultase m¨¢s especial. Cuando era ni?o, estaba obsesionado con el f¨²tbol, como mi padre; a diferencia de ¨¦l, crec¨ª en un lugar en el que no pod¨ªamos ir al estadio todos los domingos, donde no hab¨ªa posibilidad de contacto con futbolistas profesionales, ni en persona ni en televisi¨®n ni, desde luego, en la radio. En realidad, no vi un partido de f¨²tbol bien jugado hasta el verano de 1986, cuando nuestra empresa local de televisi¨®n por cable nos dio Univisi¨®n durante un mes. Me prepar¨¦ leyendo recortes de prensa que me enviaban mis primos desde Lima, con perfiles de jugadores, predicciones sobre los equipos y, por supuesto, gr¨¢ficos de goles famosos. Los estudi¨¢bamos juntos. Luego empez¨® el campeonato, y vi todos los partidos.
Mi padre trabaj¨® en Radio Continental durante cuatro a?os, hasta que sus estudios se lo impidieron. Hacia 1960, Soto Sol¨ªs regres¨® de Lima; la leyenda local nunca alcanz¨® el ¨¦xito que esperaba en la capital. Era el momento id¨®neo para que mi padre dejara el trabajo. El veterano locutor recuper¨® su puesto y mi padre dedic¨® toda su atenci¨®n a la universidad.
Por supuesto, cuando oigo a mi padre contar sus historias de la radio, siento nostalgia por algo que nunca viv¨ª. Puede que escuchar un partido en la radio no sea una experiencia m¨¢s rica que verlo por televisi¨®n, pero de lo que no cabe duda es de que son dos experiencias diferentes. Si el hecho de ver solo las jugadas destacadas, los goles, distorsiona nuestra concepci¨®n del f¨²tbol, quiz¨¢ el ant¨ªdoto sea un partido bien narrado en la radio: nos permite ver partes del juego a las que no prestar¨ªamos atenci¨®n. Un buen locutor se da cuenta y nos las relata: el espacio entre los centrocampistas, un portero peligrosamente descolocado, un delantero frustrado que espera con impaciencia el bal¨®n.
Para cuando lleg¨® la televisi¨®n a Arequipa, mi padre ya se hab¨ªa ido a vivir a la capital para continuar su educaci¨®n. Hace no mucho le pregunt¨¦ sobre ello; sobre esa transici¨®n, sus repercusiones sobre el deporte y sus consecuencias en la imaginaci¨®n de los aficionados. Estaba acord¨¢ndome de aquellas 300 personas del p¨²blico en el teatro municipal de Mollendo. Con la televisi¨®n, aquella velada habr¨ªa sido imposible.
?Algo se perdi¨®?
Mi padre se lo pens¨®, pero no demasiado. Al fin y al cabo, le gustaba el deporte. Le gustaba estar cerca de donde transcurr¨ªa la acci¨®n. Y, sobre todo, confiaba por completo en su capacidad de transmitir ese amor, independientemente del medio: "Si hubiera habido televisi¨®n en aquella ¨¦poca", dijo, "por supuesto, yo habr¨ªa trabajado en la televisi¨®n".
Daniel Alarc¨®n es escritor peruano. Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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