La m¨²sica: esa forma esmerada de amor
Al ser la forma m¨¢s abstracta y desnuda de contemplar nuestros sentimientos, la m¨²sica es capaz de movilizar y hacer sonar nuestras emociones con una pureza que se dir¨ªa superior a la de otras artes. Si alguien quiere hoy saber qu¨¦ sent¨ªan los europeos del siglo XVIII, puede hacer algo tan simple como escucharlo, aunque ciertamente la comprensi¨®n de los sentimientos as¨ª despertados exija de muchos otros factores interpretativos para poder aclarar ese sentimiento.
Dicen que Lenin no pod¨ªa escuchar m¨²sica con frecuencia: "Afecta a mis nervios", confesaba, "me dan ganas de decir tonter¨ªas y de acariciar la cabeza de los hombres que, viviendo en un s¨®rdido infierno, han sido capaces de crear tanta belleza". Y no estaban los tiempos para acariciar cabezas, claro est¨¢ (no al menos para los profesionales de la revoluci¨®n), no solo porque quien lo hiciera se arriesgaba a perder la mano, sino porque lo que estaba en el orden del d¨ªa, seg¨²n segu¨ªa diciendo Lenin, era golpear despiadadamente sobre esas mismas cabezas, a pesar de haberse declarado en contra de toda violencia. Algo emparentado con este prejuicio hab¨ªa hecho desconfiar al obispo de Hipona, muchos siglos antes, de quienes musicaban los himnos religiosos, por temor a que la atracci¨®n de la m¨²sica misma reblandeciese y relajase excesivamente los esp¨ªritus, que deb¨ªan atender primordialmente a la letra y no olvidar el mensaje. La pieza que a Lenin tanto le distra¨ªa de sus labores revolucionarias, y en la que pensaba al decir cuanto acabamos de citar, era la Appassionata (sonata n¨²mero 23 en Fa menor, opus 57), de Beethoven; y si hemos de creer a uno de los m¨¢s apasionados eruditos del siglo XX, Giorgio Colli, la "trama vital" de las sonatas de Beethoven est¨¢ hecha con el material afectivo extra¨ªdo del Fedro de Plat¨®n, ese magistral di¨¢logo sobre el amor. La m¨²sica, en lo que concierne a su poder dionisiaco para embriagar, a su poder narc¨®tico y enso?ador, est¨¢ emparentada inevitablemente con la locura de amor, con el "amor loco" que, antes de toda tematizaci¨®n rom¨¢ntica, era ya exaltado por Plat¨®n en aquel di¨¢logo como "inspiraci¨®n" de los poetas genuinos frente a quienes intentan componer versos como quien fabrica mecanismos. Y seguramente tambi¨¦n con una contenci¨®n -la de las ligaduras que ataron a Ulises al m¨¢stil de su nave para que pudiera escuchar aquello a lo que el resto de sus marineros estaban sordos, aquello cuya escucha podr¨ªa conducir a la muerte- que es el arte mismo de medir y contar los sonidos. En efecto: al otro lado de la m¨²sica, en sus or¨ªgenes o en su desembocadura, est¨¢ la violencia ingobernable que har¨ªa imposible la vida, que har¨ªa estallar nuestros o¨ªdos o que adormecer¨ªa para siempre nuestros corazones; la m¨²sica nos hace soportable esa violencia, nos hace audible ese silbido del caos o ese latido de la tierra, aunque s¨®lo pueda hacerlo record¨¢ndonos tambi¨¦n la amenaza que espera a quien quiera conocer m¨¢s a fondo ese secreto.
Sin duda, no toda m¨²sica se sume en las aventuras, desdichas y triunfos de Eros: tambi¨¦n hay m¨²sica para golpear cabezas, como quer¨ªa Lenin, con el mismo ritmo con el que el tambor de los ej¨¦rcitos aspira a conmover amenazadoramente el coraz¨®n de los hombres o a exaltar sus venas patri¨®ticas y ¨¦picas; hay m¨²sica tan¨¢tica m¨¢s que er¨®tica, y hay un uso perversamente mort¨ªfero de la m¨²sica, como el que los torturadores de Guant¨¢namo le daban al contenido de sus reproductores de MP3 para humillar y ensordecer a sus v¨ªctimas. Hay, como sab¨ªa bien el profesor Gustav von Aschenbach de La muerte en Venecia, una m¨²sica diab¨®lica tanto como hay una angelical, pero se dir¨ªa que los v¨ªnculos entre la m¨²sica y el amor son anteriores a esa bifurcaci¨®n, pues en realidad lo m¨¢s adecuado ser¨ªa llamar eros al impulso mismo que enlaza los sonidos y las im¨¢genes otorg¨¢ndoles la ef¨ªmera eternidad de una melod¨ªa, de una danza, de un ritmo, y th¨¢natos, a lo que los desenlaza devolvi¨¦ndolos al abismo. La m¨²sica retrasa ese desenlace y nos ense?a a caer, a "padecer con ritmo", como dec¨ªa orgullosamente el protagonista de La n¨¢usea, de Jean-Paul Sartre, cuando quedaba seducido por las notas chispeantes de Some of these days, la canci¨®n de Shelton Brooks de la que Antoine Roquentin quedaba preso una y otra vez en la novela, y que le ofrec¨ªa la clave para una posible justificaci¨®n de la existencia. Es m¨¢s, la m¨²sica nos ense?a a amar eso mismo que cae, a inclinarnos hacia todo eso que se inclina, que es mortal y perecedero, carnal y ligero como las sombras de la caverna plat¨®nica. Antes de que haya canciones o melod¨ªas de amor; antes de que alguien pueda sentir amor por la m¨²sica, ella misma es ya una forma esmerada de amor hacia el mundo, una er¨®tica de la escucha que nos hace audible lo inaudible y vivible lo imposible.
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