La condici¨®n humana
De no haber titulado Benjam¨ªn Prado su art¨ªculo Rafael Alberti: a la caza del poeta rojo (EL PA?S, 2 de julio de 2010), es poco probable que se hubiese concebido este, escrito en solitario, como ha escrito uno todo lo suyo, y no en jaur¨ªa.
El supuesto del art¨ªculo de Benjam¨ªn Prado es el siguiente: a su entender, un contubernio de escritores -entre los que me incluye-, familiares del poeta, editores e instituciones han iniciado el acoso y derribo de Rafael Alberti, mediante, seg¨²n Prado, mentiras, manipulaciones, insidias y malas artes, y pasa a enumerar algunas de estas, de un modo, si se me permite decir, atropellado: ?qu¨¦ tiene uno que ver con la viuda de Alberti, con su editor o con la fundaci¨®n que lleva su nombre?
Hay testimonios de que Alberti, siempre en la retaguardia, se sirvi¨® de la guerra en beneficio propio
En un Madrid bombardeado, buscaba el lujo y las buenas comidas
La propaganda, una forma de la ret¨®rica como dec¨ªa Juan de Mairena, trata de crear interesadamente simetr¨ªas, buenos y malos, rojos y azules, blanco y negro, sin salirse, a ser posible, de los t¨®tum revol¨²tum que tanto favorecen sus prop¨®sitos. De modo que al hablar de la "caza de un poeta rojo" da a entender que ¨²nicamente se le persigue por rojo y que se le persigue en manada, sin pararse a pensar que acaso tambi¨¦n haya sido blindado durante tanto tiempo solo por rojo y en comandita.
Entre los indicios que enumera Prado para fundamentar tal supuesto est¨¢ el de cierta fotograf¨ªa publicada en la ¨²ltima y reciente edici¨®n de Las armas y las letras. Se ve en ella a Alberti, en 1936, vestido de miliciano, con arreos militares y una condecoraci¨®n. Alberti ha dedicado de su pu?o y letra esa foto casi 30 a?os despu¨¦s, en 1965, "A Luba y Ehrenburg en la belle ¨¦poque". Justifica Prado tal dedicatoria afirmando que en realidad Alberti no est¨¢ llamando belle ¨¦poque a la Guerra Civil, sino a su juventud pasada, y su hip¨®tesis podr¨ªa pasar por razonable si no concurrieran otros cien testimonios que a Prado le conviene eludir, empezando por el de la mujer del poeta, Mar¨ªa Teresa Le¨®n, que tambi¨¦n habl¨® en sus memorias de "los mejores a?os de nuestra vida" al referirse a los de la guerra. Y la verdad es que, conociendo la vida que llevaron entonces, nadie lo pone en duda: jam¨¢s volver¨ªan a ser m¨¢s requeridos, agasajados, fotografiados, celebrados. En todos estos a?os como lector de literatura de la Guerra Civil no he encontrado a nadie que hablara con esa frivolidad de la guerra, si exceptuamos, claro, a Hemingway, para quien esta, vista desde la retaguardia, fue, como sabemos, una especie de safari m¨¢s o menos pintoresco en un pa¨ªs semiafricano.
En realidad, Prado se muestra perplejo porque no alcanza a comprender bien las razones por las cuales alguien como Alberti, que fue, como ¨¦l dice, "uns¨ªmbolo de la Rep¨²blica, del Partido Comunista y de la Transici¨®n" est¨¢ siendo cuestionado. Dejando a un lado si fue m¨¢s o menos s¨ªmbolo de la Rep¨²blica que Clara Campoamor o Chaves Nogales, o m¨¢s o menos s¨ªmbolo de la Transici¨®n que Gonz¨¢lez, Su¨¢rez o Fraga Iribarne, el propio Prado tiene muchas de las claves para salir de su perplejidad.
A pesar de haber cruzado en mi vida solamente media docena de veces la palabra con ¨¦l, Las armas y las letras le deben uno de sus pasajes a mi modo de ver m¨¢s importantes. Me lo refiri¨® ¨¦l mismo, y a ¨¦l, el propio Alberti, que lo hab¨ªa hurtado de sus propias arboledas perdidas, con ser un hecho trascendental para conocer las diferencias de Alberti con Miguel Hern¨¢ndez durante la guerra y la suerte que este corri¨® tras ella, as¨ª como los resortes del poder org¨¢nico. Se comprende que Alberti jam¨¢s escribiera de esa penosa historia, que inclu¨ªa un pu?etazo de Mar¨ªa Teresa Le¨®n a Miguel Hern¨¢ndez en la sede de la Alianza de Intelectuales en los primeros meses de la guerra, despu¨¦s de que este escribiera en una pizarra un "aqu¨ª hay mucho hijo de puta y mucha puta", y que signific¨® la ruptura entre el poeta oriolano y "la pareja de moda": se contara como se contara, ni Alberti ni su mujer podr¨ªan en absoluto salir airosos de ella. Pero le resulta a uno dif¨ªcil comprender la raz¨®n por la cual Benjam¨ªn Prado, ¨ªntimo de Alberti, quisiera cont¨¢rsela a un extra?o, como lo era yo para ¨¦l, en una de las pocas veces que nos hemos visto. Pens¨¦ entonces que lo hab¨ªa hecho como uno de esos personajes atribulados que "filtran" alguna noticia, convencidos de la importancia de la misma, pero tambi¨¦n de los inconvenientes que les acarrear¨ªa hacerlo personalmente. As¨ª lo entend¨ª, y hasta donde yo s¨¦ esa historia se hizo p¨²blica por primera vez en 2002, en la segunda edici¨®n de Las armas y las letras y al poco en uno de mis art¨ªculos del Magazine de La Vanguardia. Prado, naturalmente, no la desminti¨®, incluso empez¨® a hacerla circular ¨¦l mismo, seg¨²n pude saber.
El Alberti de 1999 seguramente no era muy diferente del de 1936, pero el tiempo ha ido haciendo su trabajo, y sabemos hoy pormenores que no se conoc¨ªan hace 20, 30, 70 a?os, y que arrojan luz sobre zonas oscuras del pasado. Los testimonios de desafecci¨®n que ha cre¨ªdo encontrar Prado en ese libro m¨ªo ni siquiera son m¨ªos, ni se deben, como asegura para desactivarla, a mi "manifiesta antipat¨ªa por Alberti", sino de gentes que lo conoc¨ªan bien: Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, Cansinos-Assens, Josephine Herbst, Koltsov o Morla Lynch, por citar s¨®lo unas pocas personas de izquierda o liberales y muy distintas entre s¨ª, que lo se?alan como alguien que se sirvi¨® de la guerra en la retaguardia en beneficio propio, y algunos mencionan de modo expl¨ªcito sus "monos planchados", sus ansias de notoriedad, sus trapacer¨ªas, su amor por el lujo, las casas buenas y las comidas copiosas en un Madrid hambriento y bombardeado, en fin, todo lo opuesto de quienes, como Miguel Hern¨¢ndez, tasaron su vida en lo que pesaba una bala en las trincheras, o una lenteja en las c¨¢rceles franquistas. Lo dijo bien claro Juan Ram¨®n: "Nosotros ?los intelectuales! Etc¨¦tera. Debemos ayudar al Gobierno y al pueblo: no ellos a nosotros". Todos son testimonios valiosos, pero algunos solo los hemos conocido recientemente, incluidos los dos del propio Prado. Es descabellado, pues, hablar de la "caza al poeta rojo" (?qu¨¦ tienen que ver ciertas conductas con el ser o no rojo?: al contrario, pocos escritores de la guerra concitan en mi libro tantas simpat¨ªas y tanta admiraci¨®n como Miguel Hern¨¢ndez o Herrera Petere), y s¨ª de un hombre v¨ªctima a menudo de un tiempo en el que el culto a la personalidad era una mixtificaci¨®n que alcanzaba a pol¨ªticos como Stalin o Hitler y a poetas que aspiraban a apropiarse del discurso de la rep¨²blica, desoyendo las sabias advertencias de Plat¨®n. Y desde luego que mi antipat¨ªa, como la llama Prado, no es anterior a, sino consecuencia de ver la distancia que media entre las ideas que algunas personas tuvieron del hombre nuevo que preconizaban y la triste condici¨®n humana. Al margen de sus valores literarios y hablando solamente, al menos en mi caso, de los a?os de la guerra y de su poes¨ªa de guerra, esa de la que Gaya, que sufri¨® el exilio tanto como Alberti, dec¨ªa que "es mejor no hablar". Que despu¨¦s Alberti fuese justo merecedor del premio Lenin (?o era el premio Stalin?) o que se mostrara sinceramente consternado por la desaparici¨®n de la Uni¨®n Sovi¨¦tica, jam¨¢s lo he puesto en duda.
Y, por supuesto, todos estamos de acuerdo con Prado: los pies de barro del ¨ªdolo los descubren a menudo sus propios fieles y devotos, que por oscuras razones acaban circulando sobre ellos especies penosas como la conocida de la Alianza de Intelectuales, y que les fueron confiadas en una intimidad que traicionaron, junto con otras que, al menos en alg¨²n caso, habr¨ªa sido mejor no haber conocido. Pero esa es ya, s¨ª, otra historia.
Andr¨¦s Trapiello es escritor.
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