Esp¨ªas
Regresaba en autob¨²s el pasado domingo de una peque?a estancia en mi naci¨®n -o sea, Zumaia-, y cuando atraves¨¢bamos Zarautz, detenidos en un sem¨¢foro, se nos cruz¨® una nutrida comitiva de j¨®venes vestidos de color naranja. Si en un primer momento pens¨¦ que pudieran ser nativos profesos de una contumaz contraafici¨®n, llegu¨¦ por fin a la conclusi¨®n, por el aspecto f¨ªsico de la comitiva, de que era alg¨²n grupo de j¨®venes holandeses de vacaciones. Lo llamativo era, sin embargo, el entusiasmo que manifestaban al llegar a la altura de nuestro autob¨²s, y s¨®lo con nuestro autob¨²s, un j¨²bilo que se expresaba con saltos, elevaci¨®n de brazos y sonrisas agradecidas. Yo estaba sorprendido por que nuestro autob¨²s provocara tal exaltaci¨®n. ?La exteriorizar¨ªan s¨®lo con los autobuses? Hasta que escuch¨¦ de pronto justo detr¨¢s de m¨ª una voz que comenz¨® a declamar en voz alta como un sonsonete: ?Ho-lan-d¨¢!, ?Ho-lan-d¨¢! Volv¨ª la cabeza y di con la explicaci¨®n. Pegada la cara al cristal, un joven de aspecto treinta?ero y nada holand¨¦s alzaba su pulgar como se?al de victoria y hac¨ªa ostentosos gestos, que eran los que atra¨ªan la atenci¨®n de los orangistas.
No supe qu¨¦ pensar de aquel individuo. Pod¨ªa, por supuesto, mostrar su querencia por quien le diera la gana; digamos que ten¨ªa ese derecho. Pero tambi¨¦n me pregunt¨¦ si no hac¨ªa uso de ¨¦l como acallabocas. ?Se habr¨ªa atrevido cualquier otro pasajero a declamar como un sonsonete, ?Es-pa-?¨¢!, ?Es-pa-?¨¢!? Yo estaba siendo testigo esos d¨ªas de una afici¨®n que manifestaba su algarab¨ªa intramuros cada vez que marcaba la selecci¨®n espa?ola: el grito de j¨²bilo estallaba en el barrio, atravesaba el aire de la calle, y yo pod¨ªa enterarme de lo que ocurr¨ªa sin necesidad de seguir la retransmisi¨®n de los partidos. La afici¨®n era real, pero s¨®lo se explayaba intramuros, porque lo que la calle me ofrec¨ªa al d¨ªa siguiente era el silencio, el disimulo, o un expreso deseo de que ganara el contrario, cualquiera, deseo que ve¨ªa su culminaci¨®n en aquel ?Ho-lan-d¨¢!, ?Ho-lan-d¨¢! del autob¨²s.
La doblez se est¨¢ convirti¨¦ndose entre nosotros en rasgo de car¨¢cter. Nos refugiamos intramuros porque extramuros nos sabemos controlados. ?Espiados? No en todos los casos, pero sabemos que siempre habr¨¢ alguien que nos anticipar¨¢ lo que debemos opinar o a qui¨¦n tenemos que apoyar. Para librarlos de esa opresi¨®n a algunos los proteg¨ªan. Los proteg¨ªan para que pudieran vivir intramuros. Recientes noticias apuntan a que m¨¢s que protegerlos en realidad los espiaban. Supongo que los esp¨ªas no se preocupar¨ªan por cuestiones tan nimias, pero valga lo anecd¨®tico como met¨¢fora: ?anotar¨ªan tambi¨¦n si gritaban de j¨²bilo por los goles de la selecci¨®n? Cuando la intimidad es el refugio ¨²ltimo contra la muerte, o contra la opresi¨®n ambiental del pensamiento y las emociones obligatorias, que se utilice la protecci¨®n de los aparatos del Estado para violarla me parece lo m¨¢s grave que ha ocurrido en este pa¨ªs desde la muerte de Franco.
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