BOLERO
Amor
Yo s¨¦ que quieres llevarte mi ilusi¨®n...
Amor, yo s¨¦ que puedes/
Tambi¨¦n llevarte mi alma...
Hac¨ªa a?os o¨ªa aquel programa de radio. Arrancaba a las seis de la tarde y terminaba una hora despu¨¦s. Y solo pasaba boleros. La conductora, due?a de la voz m¨¢s bella de la isla, solo interven¨ªa para decir, como al descuido, c¨¢lidamente, el t¨ªtulo de la pieza y su int¨¦rprete. Y cuando esa tarde dijo, sobre los primeros acordes del piano, "Ay, Amor... (pausa) Ignacio Villa... (pausa) Bola de Nieve...", y el inimitable Bola, luego de lucirse con las teclas, se lanz¨® con la canci¨®n, ya me hab¨ªa preparado para disfrutar dos minutos y medio de ¨¦xtasis. Siempre que o¨ªa aquella canci¨®n, dibujada m¨¢s que cantada por Bola de Nieve, deten¨ªa lo que hiciera y me dedicaba a sentirla.
Ay, amor cerrar¨ªa el programa y yo hab¨ªa terminado de preparar el caf¨¦, maldiciendo el calor que se burlaba de los ventiladores. Me hab¨ªa servido mi dosis vespertina de cafe¨ªna, el cigarrillo listo entre los dedos, y fue entonces cuando la vi. La perspectiva de mi tercera planta me ubicaba por encima de las casas bajas de la cuadra, y sol¨ªa tomar aquel caf¨¦ que me aliviaba del cansancio de un d¨ªa de trabajo observando, desde mi cocina, los trajines cotidianos de mis vecinos, visibles a trav¨¦s de sus propias ventanas, despatarradas por el calor.
Entr¨® en mi campo visual con si se tratase de un escenario enmarcado por el ventanal de aquella habitaci¨®n, justo cuando Bola jugaba con el piano y soltaba la primera estrofa. Deb¨ªa tener unos veinte a?os, y era esbelta, de piel dorada y pelo intensamente rojo... en todo aquel cuerpo maravilloso, brillante por el sudor. Pero entre lo que hac¨ªa aquella aparici¨®n desnuda en una habitaci¨®n de la casa donde se rentaban cuartos a extranjeros, y lo que yo escuchaba en la radio, exist¨ªa un inquietante hilo conductor.
Sigui¨® Bola y comprend¨ª que los movimientos acompasados, la flotaci¨®n de los brazos, la elevaci¨®n de las nalgas, la tensi¨®n de sus caderas iluminadas por la llama roja del pubis, segu¨ªan un c¨®digo que se me revel¨® cuando el bolerista tom¨® la inflexi¨®n adolorida de la tercera estrofa:
Pero ay, amor,
Si te llevas mi alma
Ll¨¦vate de m¨ª, tambi¨¦n el dolor,
Lleva en ti todo mi desconsuelo
Y tambi¨¦n mi canci¨®n de sufrir...
La joven bailaba la m¨²sica que yo o¨ªa, como si me hubiera convocado a ser el espectador de aquel rapto de ¨¦xtasis que, en su presunta privacidad, ella hab¨ªa sentido la necesidad de convertir en danza.
Ay, amor,
Si me dejas la vida
D¨¦jame tambi¨¦n el alma sentir
Si solo queda en m¨ª dolor y vida...
Ay, amor...
No me dejes... viiiiivir.
El piano sigui¨®, ella copi¨® con su cuerpo cada acorde, convirtiendo su belleza h¨²meda en una visi¨®n que, al llegar el ¨²ltimo segundo que ocupaba en el tiempo la canci¨®n, se detuvo... y se inclin¨® hacia m¨ª, dispuesta a recibir el aplauso que no pude tributarle. Mis manos ya cumpl¨ªan una faena de urgencia.
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