Bloom y el canon alarmado
El canon occidental (1994), la obra m¨¢s le¨ªda y traducida de Harold Bloom, se escribi¨® al borde de lo que su autor percib¨ªa como un abismo cultural. No s¨¦ muy bien si sus lectores de todo el mundo (m¨¢s interesados por las "listas" del final del libro) advirtieron el patetismo de aquella 'Eleg¨ªa al canon' que ocupaba sus primeras p¨¢ginas. Bloom aventuraba en ellas que los futuros departamentos de Literatura se encoger¨ªan hasta las dimensiones reducidas de los de Lenguas Cl¨¢sicas, mientras segu¨ªan cediendo "casi todas sus funciones a las legiones de los Estudios Culturales", reclutadas por la que llamaba "la Escuela del Resentimiento": los relativistas culturales, los defensores de las minor¨ªas, los especialistas de literaturas ex¨®ticas y los ambiciosos trepadores sin escr¨²pulos.
Ensayistas y profetas. El can¨®n del ensayo
Harol Bloom
Traducci¨®n de Amelia P¨¦rez del Villar
P¨¢ginas de Espuma.
Madrid 2010.
336 p¨¢ginas. 21 euros
Confundir el fin del mundo con el de nuestro universo profesional es un achaque bastante com¨²n a las especies intelectuales. Pero conviene seguir leyendo a los empecinados profetas de las cat¨¢strofes porque no siempre les falta raz¨®n, a despecho (o quiz¨¢ a favor, en nuestro caso) de una prosa vehemente y arbitraria, que salpican a menudo los deslumbrantes fogonazos de lucidez. A Bloom siempre le atrajo lo que la literatura tiene de contumacia heredada. Su libro m¨¢s perspicaz, La angustia de la influencia (1973), habl¨® precisamente de esto: de la pelea de los ep¨ªgonos por destronar a sus maestros, a los padres fuertes (strong Fathers), y acert¨® tambi¨¦n al se?alar poco despu¨¦s las sutiles formas de perduraci¨®n que los grandes modelos dejan en los revoltosos (The Map of Misreading, 1975). Ha cre¨ªdo en el sacramento de la continuidad precisamente porque piensa que la literatura es un hecho esencialmente moral, un reflejo fiel de la vasta experiencia humana. Por eso, Bloom estima tanto el teatro: al frente de su canon, como es sabido, est¨¢ Shakespeare, aunque en un momento del libro que ahora comentamos conceda que Charles Dickens es "el Shakesperare de la novela" (1).
Por su admiraci¨®n por Shakespeare, Samuel Johnson ocupa el primer lugar entre los cr¨ªticos literarios de todo el canon universal y nos demuestra de a?adidura que esa modalidad creativa -el comentario- es mucho m¨¢s que un modesto par¨¢sito de la creaci¨®n. Desciende, como nos recuerda este volumen, de la literatura sapiencial: de la mezcla de norma y reflexi¨®n del b¨ªblico Cohelet, el autor del Eclesiast¨¦s, y nos ha llegado como la manifestaci¨®n m¨¢s directa de la vivencia que se enciende al calor de la lectura ajena. Este volumen establece la progenie del g¨¦nero con notable desparpajo y alguna ausencia sangrante: se abre con El Libro de Job, pero -sin pasar por Cicer¨®n ni por S¨¦neca- se apuntala con Montaigne, en quien nace la lectura moral (la del hombre que, como Hamlet, lee en s¨ª mismo su propio texto); se desarrolla en John Dryden, cuando la Raz¨®n empieza a reemplazar la disoluci¨®n de la Fe y, m¨¢s all¨¢ de sus predilectos Johnson y William Hazlitt, florece en Thomas Carlyle -otro admirador de Shakespeare- porque "una cultura se convierte en cultura literaria, para bien o para mal, cuando la religi¨®n, la filosof¨ªa o la ciencia aceleran el prolongado proceso de p¨¦rdida de autoridad". La meditaci¨®n reflexiva sobre la vida es, por tanto, una suplencia natural de la fe.
Pero la autonom¨ªa de lo literario -el reino del sentimiento- no puede ser cosa tan mala, cuando constituye su propia profesi¨®n y cuando todav¨ªa est¨¢ signada por la nostalgia de la gran ausencia. De ah¨ª que las huellas del horizonte perdido est¨¦n todav¨ªa en Ralph Waldo Emerson, precursor del egotismo de Nietzsche; en John Ruskin, cuya est¨¦tica rom¨¢ntica mira todav¨ªa al idealismo cosmol¨®gico de Wordsworth, e incluso se percibe en Walter Pater, inventor del tardorromanticismo y del decadentismo. La convicci¨®n de la superioridad de la disposici¨®n religiosa impregna toda la obra de Bloom, pero recordemos que su caso no es el ¨²nico en la cr¨ªtica de los a?os setenta. Bloom es un hebreo creyente, aunque sus hip¨®tesis sobre el autor (en rigor, la autora) del Pentateuco, sustentadas en 1990, causaron no peque?o revuelo. Pero tambi¨¦n por entonces George Steiner, jud¨ªo y agn¨®stico, lament¨® en su libro Presencias reales (1989) y en Gram¨¢ticas de la creaci¨®n (1992) las debilidades de nuestro actual concepto de la creaci¨®n literaria. Y tras escribir un luminoso prefacio a la Biblia hebrea, en su deslumbrante ensayo Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (2005) ha reconocido -y la frase es admirable de veras- que "la historia de los sucesivos intentos de probar la inmortalidad o la existencia de Dios equivalen a una de las cr¨®nicas m¨¢s embarazosas de la condici¨®n humana". En tal sentido, Bloom alberga, sin embargo, muy pocas dudas y anda m¨¢s cerca de otro de los gur¨²s de la cr¨ªtica contempor¨¢nea, su maestro Northrop Frye, ministro de la Iglesia presbiteriana canadiense, que demostr¨® en El gran c¨®digo: la Biblia y la literatura la ascendencia de los grandes conflictos que ha hecho el camino y la gloria de la literatura profana.
?Han sido las religiones -parece preguntarse Steiner- una fascinante invenci¨®n de los seres humanos que, con el prop¨®sito de conferir un sentido a la vida, han contribuido poderosamente a amargar la existencia de sus fieles (y, m¨¢s que a menudo, la de sus pr¨®jimos)? ?Vuelven acaso, dir¨¢n los ac¨®litos de Bloom, para darnos respuestas en tiempos de incredulidad por el ins¨®lito camino de la cr¨ªtica literaria? Supongo que no es casual que la ¨²ltima y excelente entrega de la revista filol¨®gica de la cat¨®lica (y opusde¨ªsta) Universidad de Navarra, RILCE, se haya dedicado a la memoria de Frye. Su heredero Bloom merecer¨ªa, sin duda, otro n¨²mero monogr¨¢fico..., aunque no ser¨¢ en virtud este libro desigual y destemplado, Ensayistas y profetas (El canon del ensayo), que parece que precedi¨® la escritura de El canon occidental. En sus p¨¢ginas, el autor simplifica irritantemente al esc¨¦ptico Montaigne y al contradictorio Pascal, pero sabe apuntar una l¨²cida "ansiedad de la influencia" en el segundo con respecto al primero. No dice casi nada de inter¨¦s sobre Kierkegaard, ni sobre Rousseau (aunque concedi¨¦ndole haber fijado el paradigma de la literatura autobiogr¨¢fica moderna) y apenas se detiene en La genealog¨ªa de la moral, el ¨²nico libro de Nietzsche que parece haberle interesado. Nos deja a medias de un prometedor tratamiento del legado de Sigmund Freud, se desde?a a Aldous Huxley (que no solo es autor de Las puertas de la percepci¨®n y La filosof¨ªa perenne), se afirma que Jean-Paul Sartre est¨¢ pasado de moda y se proclama El extranjero, de Camus, libro "m¨¢s liviano de lo que pens¨¢bamos" y "demasiado f¨¢cil de interpretar".
Aunque aceptemos que el ensayo es un g¨¦nero vinculado a la profec¨ªa y a una eminente presencia de la moral en la literatura, echamos de menos una reflexi¨®n sobre el g¨¦nero en lo que tiene de fagocitaci¨®n de otras modalidades de escritura -la narraci¨®n intimista, los modos autobiogr¨¢ficos, la s¨¢tira- y, sobre todo, a?oramos que nunca se reconoce lo que el ensayismo tiene de risue?a proclamaci¨®n de la profanidad y hasta del placer ego¨ªsta: en estos lugares acampan desde Voltaire y Diderot a Bertrand Russell, Ortega, Josep Pla y el tr¨¢gico Walter Benjamin, por ejemplo. Y esos dominios, nunca frecuentados por Harold Bloom, son los poblados por el escepticismo, el humor, el nihilismo y el agnosticismo, muy honrosa parte del canon de la humanidad. Primeras p¨¢ginas de Ensayistas
y profetas, de Harold Bloom.
(1) La traducci¨®n refleja bien el estilo abrupto del autor; l¨¢stima que tenga alg¨²n error (la Septuaginta se llama en castellano Biblia de los Setenta) y que insista en a?adir una hache intercalada supernumeraria a "exuberancia" y "exuberante".
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