EN AGOSTO NUNCA PASA NADA
El ser humano es ese animal que hace listas: en cuanto tiene un minuto libre se pone a preparar su propia selecci¨®n de f¨²tbol o un canon de lecturas fundamentales. En esa l¨ªnea, desde enero y hasta final de a?o, la BBC emite cada semana Una historia del mundo en 100 objetos. Esos objetos van desde aproximadamente el a?o dos millones antes de Cristo hasta casi ayer por la tarde, es decir, de un hacha de piedra del australopiteco africano a la tarjeta de cr¨¦dito pasando por la momia de Hornedjitef, el rinoceronte de Durero y, por supuesto, la piedra Rosetta. La iniciativa tiene dos particularidades. Una: todas las piezas pertenecen al Museo Brit¨¢nico. Dos: el programa es de radio, con lo que supone de confianza en la imaginaci¨®n y la inteligencia de sus oyentes. Un vistazo en la web de la cadena a las listas alternativas del p¨²blico -hoy una m¨¢scara olmeca, ma?ana un tel¨¦fono- basta para probar que esa confianza tiene su fundamento.
"La bomba parec¨ªa casi un desastre natural", dice John Hersey e 'HIROSHIMA', considerado el mejor reportaje del siglo XX. Algo que trascend¨ªa toda explicaci¨®n racional no pod¨ªa ser obra de mentes razonables
Al hilo de los 100 objetos, el historiador Simon Schama, bi¨®grafo de Rembrandt, ha aprovechado incluso para imaginar la incertidumbre de un hipot¨¦tico arque¨®logo del siglo XXIV al descubrir una reliquia de nuestro presente: la calavera a la que Damien Hirst incrust¨® 8.000 diamantes hace tres a?os. ?Qu¨¦ idea de nosotros se har¨¢n en el futuro los que encuentren esa obra? ?Pensar¨¢n que es una invocaci¨®n a la deidad de la que habla el t¨ªtulo -Por el amor de Dios- o la prueba de que en el siglo XXI el otro nombre del Todopoderoso es Dinero? ?S¨ªmbolo de ascetismo o de despilfarro, de refinamiento o de vulgaridad? ?Obra de una sociedad de iconoclastas o de fetichistas? ?Pensar¨¢n que es verdaderamente representativa de nuestra ¨¦poca?
Lo cierto es que si algo no le ha faltado a la era en la que vivimos son iconos, por m¨¢s que unos suban de cotizaci¨®n -la Coca-Cola: adonde no llega el agua potable llega ella- y otros bajen -los cristianos, por ejemplo: las palomas que antes trabajaban para el Esp¨ªritu Santo ahora lo hacen para los pacifistas-. Al margen de Warhol y Picasso, los artistas modernos han tenido en las ¨²ltimas d¨¦cadas una competencia dur¨ªsima. Si hubiera que pensar en una imagen artificial -es decir, creada por el hombre- y global -aunque parezca mentira, todav¨ªa en algunos pa¨ªses un bal¨®n de f¨²tbol no significa mucho-, pocas podr¨ªan rivalizar con la huella humana en la Luna o el hongo at¨®mico en Hiroshima.
Tomada de la televisi¨®n (otro hito), la pisada de Neil Armstrong en el Mar de la Tranquilidad re¨²ne la forma m¨¢s primitiva del rastro humano con la tecnolog¨ªa m¨¢s avanzada. Dio lugar, adem¨¢s, a aquel aforismo tan ocurrente de "un peque?o paso para el hombre y un gran paso para la humanidad". Las utop¨ªas futuristas de Cyrano de Bergerac, Julio Verne, M¨¦lies y todos los poetas de la historia se concretaron en un segundo aquel d¨ªa de verano de 1969 gracias a una misi¨®n con nombre de dios griego, Apolo. Nuestro solitario sat¨¦lite sigue, sin embargo, conservando todo su misterio. Poco antes de que el ordenador Deep Blue convirtiera en realidad la hip¨®tesis de que una m¨¢quina ganase al ajedrez a un ser humano, el campe¨®n azerbayano Gari Kasp¨¢rov plante¨® la pregunta esencial: "?Acaso es menos hermosa la Luna porque el hombre haya puesto sus pies en ella?".
Como reverso de la huella lunar, el hongo at¨®mico es la cara terrible del progreso: un gran paso para la inhumanidad, la demostraci¨®n de que a veces la carrera por prolongar la vida transcurre por la misma v¨ªa capaz de aniquilarla. El arte contempor¨¢neo, en efecto, ha generado pocas im¨¢genes capaces de competir en potencia con la foto de una gigantesca seta radioactiva. Para muy pocos el fil¨®sofo es ya Arist¨®teles; la voz, Frank Sinatra y el partido, el comunista. Para todos, sin embargo, la bomba sigue siendo la at¨®mica. Adem¨¢s representa, por terrible que sea, uno de los ¨²nicos actos en los que el ser humano puede igualarse con la naturaleza en capacidad de destrucci¨®n instant¨¢nea. "La bomba parec¨ªa casi un desastre natural", dice John Hersey en Hiroshima resumiendo la impresi¨®n de los supervivientes del primer cap¨ªtulo de la era at¨®mica. Algo que trascend¨ªa toda explicaci¨®n racional no pod¨ªa ser obra de mentes razonables.
El libro de Hersey es, por cierto, otro icono desde que en 1946 The New Yorker public¨® el primer monogr¨¢fico de su historia con ese reportaje como ¨²nico contenido. Cuando a principios de nuestro siglo la Universidad de Nueva York realiz¨® una encuesta para elaborar la lista de los mejores libros de periodismo de la centuria hab¨ªa, como suele decirse, una sola duda: ?qu¨¦ t¨ªtulo ocupar¨ªa el segundo lugar detr¨¢s de Hiroshima?
En la obra del corresponsal de guerra -existe traducci¨®n en Turner y Debolsillo a cargo de Juan Gabriel V¨¢squez- se recoge la vida en la ciudad japonesa aquel 6 de agosto de 1945 a trav¨¦s de los ojos de seis de sus habitantes. Sin efectismo y casi sin adjetivos, Hersey consigue transmitir toda la crudeza de la devastaci¨®n que el Enola Gay vomit¨® a las ocho y cuarto de aquella ma?ana clara y c¨¢lida sobre una urbe a la que los siete brazos de un r¨ªo dan forma de ventilador. Primero el resplandor, luego el silencio -nadie recordaba haber o¨ªdo nada cuando cay¨® la bomba-, finalmente, la oscuridad: "?Por qu¨¦ se ha hecho de noche tan temprano?", pregunt¨® Myeko, la hija de cinco a?os de una de las protagonistas.
Y la confusi¨®n. Los que sobrevivieron a una temperatura que alcanz¨® en el centro del impacto los 6.000 grados cent¨ªgrados tardaron en comprender que acababan de asistir al estreno mundial de un modo de matar sin precedentes. A cuatro kil¨®metros de ese lugar, los postes de tel¨¦fono fabricados con madera de cedro japon¨¦s, cuya resistencia alcanza los 240 grados, acabaron carbonizados. Los ojos de los soldados de la defensa antia¨¦rea estallaron dentro de sus cuencas. Las ni?as que a esa hora limpiaban las calles en previsi¨®n de un ataque incendiario murieron o quedaron desfiguradas. Como si se tratara de papel fotogr¨¢fico -el blanco reflejaba el calor, el negro lo absorb¨ªa-, en la piel de algunas mujeres se imprimi¨® el dibujo de flores de sus quimonos. Cien mil muertos, otros tantos heridos. Los que salvaron la vida se vieron condenados a los efectos de la radiaci¨®n. Se evit¨® usar con ellos el t¨¦rmino supervivientes para no ofender a los muertos. Pasaron a llamarse hibakushas, literalmente "personas afectadas por una explosi¨®n".
?Hab¨ªan sido v¨ªctimas, como cre¨ªan al principio, de un veneno secreto, de una lluvia de gasolina, de un arma mort¨ªfera del tama?o de una caja de cerillas? Todas las hip¨®tesis eran buenas hasta que el presidente Truman confirm¨® que Little Boy ten¨ªa 2.000 veces m¨¢s potencia que las bombas m¨¢s grandes usadas hasta entonces en una guerra. Y las llamaban s¨ªsmicas. Tres d¨ªas despu¨¦s otro artefacto fue lanzado sobre Nagasaki. El emperador Hirohito habl¨® por radio el 15 de agosto. Nunca lo hab¨ªa hecho antes. Jap¨®n se rend¨ªa. Muchas cosas pasaron por primera vez. A la carrera nuclear se fueron sumando la URSS, Francia, Gran Breta?a, India, China...
John Hersey no necesita subrayados, prefiere dejar que los hechos desnudos hagan su trabajo. Ni el m¨¢s ac¨¦rrimo defensor de la teor¨ªa de que el fin justifica los medios ser¨ªa capaz de mantenerla sin cinismo al doblar la esquina de la p¨¢gina 100. Y el libro no tiene muchas m¨¢s. Otra teor¨ªa, incomparablemente m¨¢s inofensiva por supuesto, es la que dice que el verano es un tiempo anodino. Es posible. Basta hacer memoria para comprobar que, salvo el robo de la Gioconda en el Louvre (1911), el estallido de la I Guerra Mundial (1914), el primer bombardeo nuclear (1945), el suicidio de Marilyn (1962) y la invasi¨®n de Kuwait a cargo de Sadam Husein (1990), en agosto nunca pasa nada.
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