El imperativo de la felicidad
Los individuos de las sociedades modernas buscan con fervor el sue?o inalcanzable de ser felices, por encima incluso de la libertad, la justicia o la alegr¨ªa. Esa obsesi¨®n termina por culpabilizar toda desdicha
En esa piedra angular de la reflexi¨®n de la modernidad crepuscular que es Dial¨¦ctica de la Ilustraci¨®n, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer no dudaron en retroceder hasta las fuentes m¨ªticas del mundo antiguo para rastrear el origen asc¨¦tico de una racionalidad instrumental orientada al trabajo y al sacrificio del goce. En 1947, a?o de sombr¨ªos balances en el que se public¨® la obra, la arriesgada comparaci¨®n entre Ulises y el buen burgu¨¦s sonaba tan intempestiva como en la actualidad, pero tuvo gran eco. Para escuchar el canto seductor de las sirenas, pero sin ceder a su destructora invitaci¨®n a la felicidad, el h¨¦roe se hac¨ªa atar al palo mayor despu¨¦s de haber tapado con cera los o¨ªdos de sus subordinados. Del mismo modo que Ulises se sustra¨ªa a la fatal seducci¨®n del canto de las sirenas at¨¢ndose a este r¨ªgido m¨¢stil, el ascetismo burgu¨¦s alejaba de s¨ª tanto m¨¢s obstinadamente su dicha cuanto m¨¢s cerca sent¨ªa su inquietante presencia.
Si la viagra se ocupa de tu erecci¨®n, ya no tienes excusa alguna: ?tienes que disfrutar del sexo!
La consecuencia es una sociedad fr¨¢gil, infantilizada por la necesidad de protecci¨®n
?Se caracteriza nuestro sistema cultural por su af¨¢n asc¨¦tico, por su austeridad respecto a todo goce? Parece m¨¢s bien lo contrario: Ulises se ha soltado del m¨¢stil. Bajo la intimidatoria tiran¨ªa del imperativo de felicidad nuestras sociedades no solo habr¨ªan renunciado a todo horizonte tr¨¢gico de sentido; tambi¨¦n han criminalizado como patolog¨ªa toda humana e ineludible desgracia. Habr¨ªamos pasado, en suma, de habitar los insondables abismos religiosos de la culpa carnal a un mundo kitsch donde nuestra ¨²nica verg¨¹enza ser¨ªa no conquistar el sue?o de la felicidad.
Muchas veces considerados como "las p¨¢ginas en blanco de la historia", los d¨ªas felices nunca fueron vistos con buenos ojos por los grandes cl¨¢sicos. Entend¨¢monos: no se trata de echar mano de moralina ni de volver a los buenos tiempos del sacrificio, destruyendo este nuevo becerro de oro de las sociedades tardocapitalistas. No, la felicidad es demasiado importante como para que domine como valor exclusivo. El problema radica en la ausencia de l¨ªmites de un cuerpo feliz a secas. Cuando las sociedades modernas persiguen con tanto fervor ese sue?o inalcanzable y abstracto llamado "felicidad individual" -incluso por encima de la libertad, la justicia o incluso la alegr¨ªa-, la b¨²squeda compulsiva de esa sombra esquiva no tiene m¨¢s remedio que culpabilizar toda desdicha.
En este contexto de sospecha la ¨®ptica del psicoan¨¢lisis es indispensable. Desde el momento en el que se nos exhorta a ser felices, ?no se vuelve el sexo, por ejemplo, un deber incluso m¨¢s insidioso que cualquier orden moral? Con Slavojiek podr¨ªamos decir que el mejor s¨ªmbolo del imperativo de felicidad actual es la viagra. Una vez que esta se ocupa de modo autom¨¢tico de tu erecci¨®n, ya no hay excusa: ?tienes que disfrutar del sexo! ?Y si no eres sexualmente feliz, es por tu culpa!
Alguna responsabilidad ha tenido tambi¨¦n cierto optimismo tecnol¨®gico, ilusoriamente convencido de poder construir a golpe de voluntad cielos sobre la tierra. M¨¢xime cuando el paso siguiente de este proyecto prometeico fue identificar toda aflicci¨®n como "anomal¨ªa". ?La consecuencia? Una sociedad fr¨¢gil, excesivamente preocupada por la amenaza del dolor, siempre "en riesgo", desvalida, infantilizada por la necesidad de protecci¨®n.
En calidad de maestro de la paradoja, el pensador Odo Marquard nos ayuda a perfilar nuestra febril hipersensibilidad hacia la desdicha, un singular malestar que tal vez se explique a la luz de esta ambivalencia: puesto que los avances de la era moderna en derechos, reivindicaciones y la democratizaci¨®n del reconocimiento han despertado unas expectativas casi infinitas, la decepci¨®n de los seres humanos parece aumentar paulatinamente tambi¨¦n con cada progreso. Una vez que se reconoce al hombre la capacidad de fundamentar su propia felicidad y se desploma toda teodicea; cuando la insatisfacci¨®n respecto al mundo, dirigida anta?o hacia lo trascendente, se orienta hacia la contingencia hist¨®rica, no se tarda mucho en descubrir siempre a alg¨²n chivo expiatorio como mancha que obstaculiza el curso necesario hacia el para¨ªso terreno. "En el mundo de la vida de los hombres", concluye Marquard, "la felicidad siempre est¨¢ junto a la infelicidad, a pesar de la infelicidad o directamente por la infelicidad". Dicho de otro modo: cuando los progresos culturales son un ¨¦xito y eliminan el mal, raramente despiertan entusiasmo. M¨¢s bien se dan por supuestos, centr¨¢ndose la atenci¨®n exclusivamente en los males que perduran. Cuanta m¨¢s infelicidad desaparece de la realidad, m¨¢s nos ofende la infelicidad que a¨²n persiste como resto. No habr¨ªa felicidad, pues, sin sus correspondientes sombras.
Puede que esta sea nuestra "venganza de lo reprimido": cuanto m¨¢s buscamos el lecho de Procusto de la felicidad, m¨¢s atrapados e inermes nos sentimos frente al dolor. Iron¨ªa de las buenas intenciones: ?no somos nosotros los primeros seres humanos de la historia que empezamos a ser infelices por no ser felices? Para unas sociedades que buscan ante todo asegurar una vida feliz frente a los posibles excesos, el dolor no puede ser m¨¢s que una presencia obscena, un desagradable tab¨².
Pero bajo la bandera de la salud y de la protecci¨®n avanza por medio de esta eliminaci¨®n de "riesgos" un poder biopol¨ªtico que blanquea el lenguaje jur¨ªdico o pol¨ªtico en m¨¦dico. Se explica desde este punto de vista nuestra necesidad heter¨®noma de expertos. Terapeutas y charlatanes medi¨¢ticos de la felicidad llenan este hueco a la vez que nos reconfortan de nuestras cobard¨ªas cotidianas. El actual mercado cultural de la espiritualidad que est¨¢ transformando silenciosamente las secciones de filosof¨ªa de las librer¨ªas en apartados de autoayuda es un buen s¨ªntoma de ello.
No terminan aqu¨ª las paradojas. Es curioso que la obsesi¨®n individual por ser felices en el ¨¢mbito dom¨¦stico coincida con la necesidad de aparecer a los ojos de los dem¨¢s como incurables quejosos. Peter Sloterdijk ha bautizado esta ideolog¨ªa como la "comedia de la desdicha": la pantomima de seguir un gui¨®n victimista en sociedad a fin de blindarnos de las virtudes contaminantes del don de la felicidad genuina, por definici¨®n ext¨¢tica, intersubjetiva. Nos quejamos por vicio, en verdad, pero, sobre todo, porque mostrarnos como felices ante los dem¨¢s nos obligar¨ªa -noblesse oblige- a ser m¨¢s generosos.
Si en la ideolog¨ªa cl¨¢sica el subyugado por el mundo de la necesidad se refugiaba en el opio de la ilusi¨®n, ahora ocurre justo lo contrario: muchos que viven c¨®modamente miran de reojo simulado sus desgracias. Si un Moli¨¨re redivivo tuviera que escribir su s¨¢tira, ser¨ªa la del obseso de la felicidad que quiere parecer m¨¢s infeliz de lo que es. Con malicia Sloterdijk subraya que lo ¨²nico que cabe hacer "cuando uno es feliz, rico y libre es suicidarte o hacerte corredor de marat¨®n". Interesante reflexi¨®n para comprender c¨®mo el culto vigor¨¦xico al cuerpo se convierte en la coartada para no compartir la dicha. Cuando la cultura de la queja huye del dolor lo trivializa present¨¢ndolo como absolutamente ajeno a nuestro presunto derecho a la felicidad.
?Recetas contra esta abusiva "feliz dependencia"? Lejos de esa autom¨¢tica b¨²squeda de intensidad de los nuevos sacerdotes del goce, quiz¨¢ se tratar¨ªa de conquistar los tonos grises, de limitar el avasallador derecho a la felicidad con un cierto sentimiento de gratitud por los regalos de la existencia. "Toda la felicidad", escrib¨ªa Chesterton evocando las arbitrarias exigencias de los cuentos de hadas, "depende de abstenerse de hacer algo que en cualquier momento podr¨ªa hacerse y que con frecuencia no es evidente por qu¨¦ raz¨®n no ha de hacerse". Esta funci¨®n del l¨ªmite, por gratuito que sea, nos recuerda que la felicidad es un milagro, un regalo. No suena mal para concluir esta proclama infantil como principio de oposici¨®n a una sociedad cada vez m¨¢s normalizada en torno a este estresante imperativo. Parafraseando el c¨¦lebre inicio de Ana Karenina: todos los felices son felices de la misma manera, pero cada uno es desgraciado de modo singular.
Germ¨¢n Cano es profesor de Filosof¨ªa en la Universidad de Alcal¨¢ de Henares y editor de las obras completas de Nietzsche que publica Gredos.
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