Hombres y lobos
Desde aquel d¨ªa corri¨® la especie en el pueblo de que yo era un monstruo. Vino una cuadrilla de cazadores con mi amo a la cabeza con la intenci¨®n de abatirme. Pero la lucha entre los hombres y los lobos se sald¨® con la muerte de veinte cazadores. Mi amo, una vez m¨¢s se salv¨® porque yo orden¨¦ a los lobos que lo respetasen. Tuvimos entonces siete d¨ªas y siete noches de calma, de silencio total. Hasta que una ma?ana vi aparecer por la ladera del monte a la m¨¢s peque?a de las hijas de mi amo: Amalia. Su padre la enviaba para interceder ante m¨ª.
-Mi padre me manda para que hable contigo -me dijo.
Le hice pasar. Orden¨¦ a mi amigo el lobo que se mantuviera lejos, que mantuviera a raya a toda la manada. Solo est¨¢bamos ella y yo en la caba?a de juncos que hab¨ªa construido. Una c¨²pula de dos metros nos envolv¨ªa con una luz verde que se filtraba por los intersticios del enramado y que a veces rebotaba en una hoja como una moneda de plata colgada del cielo. Hab¨ªa dos tallos para sentarse, uno frente al otro. Yo tom¨¦ asiento primero en mi sitio, y ella se sent¨® luego frente a m¨ª. No estaba vestido como sol¨ªa ir cuando trabajaba de criado en su casa. Llevaba un taparrabos. Toda ella estaba envuelta por una luz verde fosforescente, menos los ojos que emit¨ªan reflejos de diamante.
-Mi padre me manda -me repiti¨®-, para que me quede aqu¨ª.
Al principio no lo entend¨ª. Pero ella se levant¨® del tallo, dej¨® caer su vestido al suelo, vi su cuerpo verde completamente al desnudo, y luego la vi que se echaba boca arriba en el camastro donde yo dorm¨ªa. Me levant¨¦ y la cubr¨ª con mi cuerpo para protegerla de los animales que azuzaban en la entrada de la caba?a. Mi sexo cobr¨® vida prop¨¬a y se introdujo en su sexo y comenc¨¦ a insuflarle mi vida, pues parec¨ªa muerta. La o¨ª gemir apenas, luego not¨¦ que todo su cuerpo convulsionaba y vi que se aferraba con brazos y piernas a m¨ª. Desde ese momento la tom¨¦ como esposa y la proteg¨ª por encima de todos los animales de la monta?a. Nunca, ni siquiera cuando viv¨ªa de criado en su casa, y ellas, las hermanas, jugaban a entrar en mi cuarto y sorprenderme en la noche meti¨¦ndose en mi cama, ni siquiera entonces hab¨ªa tenido con ellas un desliz. Por eso, a continuaci¨®n de haberme unido a ella le dije:
-Si tu padre viene a pedirme algo, solo porque eres su hija se lo dar¨¦, pero que no me pida cosas que yo no le puedo dar, porque entonces te dejar¨¦.
Ella refunfu?¨®. Hizo un gesto de desagrado, como un ni?o maleducado que no acepta reconvenciones, y se fue a dormir a una esquina de la tienda, despu¨¦s de extender un velo del techo al suelo para que no la viera dormir y para preservar as¨ª su intimidad.
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