Tentadora flor
Parece decidido que las alcachofas provienen del norte de ?frica, de los pa¨ªses ¨¢rabes, desde donde viajaron a nuestras latitudes. Pero aunque sus incursiones en las tierras de fieles debieron de iniciarse en la pen¨ªnsula Ib¨¦rica, parece que arraigaron con mayor poder¨ªo en la It¨¢lica o Apenina, de suerte que los pueblos que la habitan han hecho de la flor del cardo uno de sus m¨¢s se?eros alimentos.
Cuenta Elena Kostiukovitch -rusa, claro- que los agricultores del V¨¦neto las clasifican seg¨²n el momento en que se cortan de la planta, y seg¨²n ese peculiar y cient¨ªfico criterio las primeras en ser liberadas del yugo resultan ser en extremo tiernas y peque?as, por lo que se comen crudas, mojadas en pizzimonio, que es una salsa de aceite, pimienta y sal.
La alcachofa es comestible y suculenta hasta la saciedad
Las siguientes, llamadas castraduras, est¨¢n cercanas a la perfecci¨®n cuando se rebozan y fr¨ªen en ardiente aceite de oliva.
Las terceras, ya en saz¨®n, sirven para lo que sirven las alcachofas, esto es, para ser comidas despu¨¦s de haber sido cocidas, asadas, fritas, rebozadas o ali?adas.
Lo mismo sucede con las que las siguen en edad, aunque en esa circunstancia hay que ajustar al l¨ªmite la limpieza de su coraz¨®n, que es lo ¨²nico aprovechable.
Y las del quinto corte, florecidas que est¨¢n las plantas para desgracia y desesperaci¨®n de gastr¨®nomos y cocineros, solo aprovechan para confeccionar hermosos ramos, que adornar¨¢n la mesa donde son invitadas de excepci¨®n -en los platos- sus j¨®venes y placenteras hermanas.
Como hemos sutilmente se?alado con anterioridad, la alcachofa no es m¨¢s que la flor del cardo -de una de las muchas variedades que de las cynaras existen- y es comestible y suculenta hasta la saciedad. Adem¨¢s de esas innegables cualidades se le presum¨ªan otras que la hicieron objeto de culto y de consumo limitado a las clases m¨¢s nobles y pudientes. La fogosidad que seg¨²n indicios y mitos proporcionaba -a lo sexual referido, por supuesto- hizo que algunos y algunas nobles se entregasen a ellas con el ardor presumible, y as¨ª por ejemplo la cult¨ªsima gastr¨®noma Catalina de M¨¦dicis convenci¨® a su marido, el rey franc¨¦s Enrique IV, de que en su mesa nunca deb¨ªa faltar la tentadora flor, llegando a enfermar los c¨®nyuges de indigesti¨®n por la excesiva ingesta del producto, contrariedad sanitaria a la que no deb¨ªan ser ajenas las crestas de gallo que compon¨ªan la guarnici¨®n de los platos, y que confer¨ªan a la mezcla la grasa y la gelatina que la alcachofa precisa para otorgar plena satisfacci¨®n a los nada frugales comensales del Medioevo.
Las alcachofas, parece, deben comerse, en nuestros frugales tiempos, con la ajustada cocci¨®n y el m¨ªnimo ali?o, que permiten que su sabor natural, verde, y a la vez amargo y dulce, se ense?oree de nuestro paladar. Pero no siempre fue as¨ª: tiempo despu¨¦s de los M¨¦dicis, Juan Altamiras, a la vez cocinero y monje del siglo XVIII, las preparaba rellenas, por lo general de carne, en su defecto de tocino magro, y en ¨¦poca de Cuaresma, las rociaba con aceite y ajos fritos.
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