No me cuentes el final
Lo malo del verano es que ya sabemos c¨®mo termina: con una tormenta que baja la temperatura cinco grados irrecuperables. Seguiremos llevando sandalias con los pies congelados hasta que nos convenzamos de que no hay vuelta atr¨¢s, lo mismo que sufrimos los calcetines hasta el bendito 40 de mayo. Todo esto para decir que, seg¨²n la brillante deducci¨®n de Schopenhauer, las cosas tienen un final.
Tambi¨¦n los libros tienen un final. Otra brillante deducci¨®n. De hecho, la diferencia entre un libro malo y uno bueno es que los malos solo tienen eso, final. Claro que antes de la p¨¢gina 301 el autor se ha preocupado de escribir otras 300, pero tanto para ¨¦l como para sus lectores, el trabajo de escribirlas y el de leerlas no es m¨¢s que una fatiga absurda, un peaje. A la gente le gustan los finales, pero nadie pagar¨ªa solo por ellos.
Uno solo da por le¨ªdos los libros mediocres. Nadie deja de ir a ver 'Las Meninas' porque ya las vio
Los libros buenos, sin embargo, a veces tienen el final en la primera p¨¢gina. Aunque este sea de armas tomar. Un ejemplo: "La ma?ana del s¨¢bado 9 de enero de 1993, mientras que Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asist¨ªa con los m¨ªos a una reuni¨®n en el colegio de Gabriel, nuestro hijo mayor. Luego nos fuimos a comer a casa de mis padres y Romand a la de los suyos, a los que mat¨® tras el almuerzo". As¨ª arranca El adversario, de Emmanuel Carr¨¨re (Anagrama), un libro sin trampa ni cart¨®n que ni siquiera tiene la desfachatez, y hubiera sido f¨¢cil, de hacerse pasar por ficci¨®n. En ocasiones el elogio m¨¢s venenoso que puede hacerse de una obra literaria es que se lee como una novela. La etiqueta es min¨²scula. ?Pero si ni siquiera Los hermanos Karamazov se lee como una novela!
El caso es que todo lo que cuenta El adversario es real. Romand vive hoy en una c¨¢rcel francesa y Carr¨¨re lo conoci¨® cuando decidi¨® escribir sobre ¨¦l. Aquel 9 de enero el escritor estaba terminando otro libro inquietante: Yo estoy vivo y vosotros est¨¢is muertos (Minotauro), la biograf¨ªa de Philip K. Dick, el autor del cuento en el que se basa Blade runner y uno de los tipos m¨¢s extra?os del gremio literario, negociado en el que, como se sabe, no faltan los raritos (ni los que se lo hacen). K. Dick estaba convencido, como Plat¨®n, de que ¨¦l conoc¨ªa la verdad que sustenta el universo y de que Nixon le persegu¨ªa por ello. Ten¨ªa motivos para la paranoia, pero no los que ¨¦l imaginaba: cuando muri¨® su hermana gemela, con un mes de vida, sus padres la enterraron bajo una l¨¢pida en la que escribieron tambi¨¦n el nombre de Philip. Para ir adelantando.
Romand, sin embargo, no es un perturbado, ni siquiera un genio perturbado. No es m¨¢s que un mentiroso. Se pas¨® 18 a?os haciendo creer a todos -a sus padres primero, a su esposa despu¨¦s, a sus hijos m¨¢s tarde- que era quien no era y, sobre todo, que ten¨ªa el trabajo que no ten¨ªa. Y ese trabajo era el de m¨¦dico, nada menos. Cada ma?ana se desped¨ªa de los suyos y se iba a una oficina de la OMS en la que no paraban de lloverle los ascensos, con sus consiguientes subidas de sueldo. Los libros de verdad interesantes no responden a la pregunta de qui¨¦n sino de por qu¨¦. Carrer¨¨, de paso, responde a otra m¨¢s: c¨®mo. No c¨®mo mata Romand a su familia cuando ve que su mentira va a derrumbarse sino c¨®mo viv¨ªa hasta entonces. Resumiendo: de d¨®nde sacaba el dinero. Todo eso cabe en 200 folios en los que lo realmente bueno es que al final ni siquiera las preguntas importan, importa el camino hasta ellas, la vida de un padre de familia ejemplar que no puede salir de la enorme ficci¨®n que ¨¦l mismo ha construido.
Dec¨ªa Northrop Frye que la gran literatura se distingue de la que no lo es porque aquella es due?a de una visi¨®n m¨¢s vasta que la de sus mejores lectores. En las grandes obras, en efecto, el horizonte siempre es inalcanzable. En las peque?as puedes llegar a la l¨ªnea en la que acaba el oc¨¦ano para tocar el decorado, como en El show de Truman. Solo en las novelas menores no hay agua detr¨¢s de esa l¨ªnea. Basta echar un vistazo a la historia de la literatura para comprobar que casi todo el mundo sabe ya el final de los libros importantes. Incluso de los que no ha le¨ªdo. Nadie ignora c¨®mo terminan la Odisea, el Quijote o Madame Bovary. En el fondo, el verdadero detector de libros-que-merecen-la-pena no es la lectura sino la relectura. Y releer es leer sabiendo el final. Uno s¨®lo da por le¨ªdos los libros mediocres. Nadie deja de ir a ver Las meninas porque ya las ha visto.
Durante a?os se edit¨® en el extrarradio de Madrid una revista cuyo colaborador m¨¢s ilustre era Leopoldo Mar¨ªa Panero, pero cuya secci¨®n m¨¢s revolucionaria era la de cine. En ella no hab¨ªa cr¨ªticas largas ni clasificaciones con estrellas, todo se reduc¨ªa a una relaci¨®n de pel¨ªculas en las que cada t¨ªtulo iba acompa?ado de su correspondiente desenlace. El sexto sentido: as¨ª. Ocho mujeres: as¨¢. Los otros: tambi¨¦n as¨ª. Es imposible no a?adir, cada tanto, una pel¨ªcula o un libro a esa lista: El lector, El ni?o con el pijama de rayas, Cr¨®nica de una muerte anunciada, Familia... Solo los mejores pasan la prueba. No es nada popular, es cierto, pero en tiempos en los que la excelencia compite con la publicidad, contar el final de los libros tal vez sea la ¨²ltima forma de cr¨ªtica literaria que nos queda. O la primera.
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