Mi vida con los m¨¦dicos
Mientras todo el g¨¦nero humano est¨¢ en el paro o en crisis, la medicina sigue tan campante. Es el ¨²nico sector del empleo, junto con el m¨¢s inapelable de las pompas f¨²nebres, que nunca pierde vigor ni clientela, exceptuando, claro, a la banca o, mejor dicho, a los directivos bancarios. He o¨ªdo ¨²ltimamente una buena cantidad de chistes de m¨¦dicos, y he llegado a pensar que el galeno ha sustituido, como figura emblem¨¢tico-c¨®mica, a la suegra. La cosa tendr¨ªa su l¨®gica; el matrimonio tambi¨¦n ha ca¨ªdo en picado, y el declive de la instituci¨®n arrastra consigo suegras, cu?ados y dem¨¢s familia. Lo m¨¢s divertido (a la par que aterrador) que he o¨ªdo en mi vida no es ning¨²n chiste deliberado, sino lo que dice un querido m¨¦dico amigo, quien, siempre que se le propone algo que le resulta aburrido, inc¨®modo o abominable, responde as¨ª: "Antes me opero".
No comparto la noci¨®n de sacerdocio que algunos pacientes atribuyen a los doctores
Operarse, y toda la amenazadora variedad de prestaciones que se da en los hospitales, son, en efecto, circunstancias de las que huir si se puede, por lo que no s¨¦ explicarme a m¨ª mismo el apego que siento -gen¨¦ricamente- por los m¨¦dicos. El primer culto de latr¨ªa que me inculcaron en la infancia, antes que el de San Pascual Bail¨®n o el beato Marcelino Champagnat, fue el de un doctor que en mitad de una noche de invierno alicantino acudi¨® a nuestra casa a pasar consulta y, seg¨²n la novela familiar, que tiene todos los visos de ser ver¨ªdica, salv¨® a mi madre -con la receta de un medicamento reci¨¦n aparecido- de morir de una grave infecci¨®n pulmonar. Para hacer m¨¢s rom¨¢ntica la noche, la visita y el medicamento, que hubo que traer en coche desde Valencia, aquel m¨¦dico, el doctor Ribas Soberano, era un represaliado republicano que, al perder su puesto cl¨ªnico y su c¨¢tedra en Barcelona, hab¨ªa recalado oscuramente en Alicante. Y ahora, hace pocos d¨ªas, le¨ª en las p¨¢ginas correspondientes de este peri¨®dico una nota necrol¨®gica que -a modo de remembranza o caldo proustiano sin tropezones- me ha devuelto a un personaje, otro m¨¦dico, que fue muy importante en la primera parte de mi vida y hab¨ªa completamente olvidado. De hecho, la impresi¨®n inicial fue de sorpresa, pues nada me hac¨ªa pensar que el doctor Luis Rivera hubiese estado vivo hasta ahora; ha muerto, lo he sabido por la muy informada nota de Ezequiel Molt¨®, a la generosa edad de 97 a?os. Lo que dec¨ªa el doctor Rivera sobre cualquier dolencia o s¨ªntoma era palabra de dios (m¨¢s que mano de santo) entre los m¨ªos, aunque ahora descubro a posteriori que en eso no ¨¦ramos originales; cientos de miles de alicantinos de varias generaciones le tuvieron la misma fe. Rivera fue un reputado endocrino, y saber de su especialidad y de su eminencia en ella tambi¨¦n me asombra; era tan asequible y tan general que yo le daba solo el rango de un m¨¦dico de familia.
No s¨¦ si influye en mi disposici¨®n favorable el hecho de vivir en una zona de Madrid llena de hospitales y cl¨ªnicas. Al principio me daba regomello tener tan cerca esa red de edificios en su mayor¨ªa feos y se?alados por la presencia en la madrugada de personas que fuman atribuladamente o lloran abrazados ante la puerta de Urgencias. Luego eso me dej¨® de llamar la atenci¨®n, y por acostumbrarme me acostumbr¨¦ hasta a la rondalla diaria de sirenas bajo mi ventana, que no para a ninguna hora, en intensidades que van desde el estertor rapero al ulular dodecaf¨®nico. Tambi¨¦n empec¨¦ a ir a esos centros hospitalarios, al principio como visitante de enfermos en distinto grado de gravedad, reparando en las floristas de ocasi¨®n que se ponen a la entrada del m¨¢s grande de todos, y quiz¨¢ por ello el m¨¢s letal de todos. Despu¨¦s, con los achaques que a uno le vienen, me hice m¨¢s asiduo de alguna cl¨ªnica o ambulatorio, top¨¢ndome en ellos con la especie real, ya no rom¨¢ntica ni salv¨ªfica, de los facultativos que nos atienden.
A partir de una cierta edad, y en unas culturas m¨¢s que en otras, la medicina se convierte en el gran relato de nuestra existencia. No comparto, sin embargo, la noci¨®n de sacerdocio que algunos pacientes atribuyen a los m¨¦dicos; eso implica -aparte de una veneraci¨®n por los curas que las constantes actuales desaconsejan- una creencia en poderes o visiones taumat¨²rgicas. Prefiero ver a los m¨¦dicos como practicantes de la profesi¨®n m¨¢s dif¨ªcil que pueda haber, la de curar el dolor de sus semejantes, sin dejar a la vez de ser individuos normales del g¨¦nero humano, tan antip¨¢ticos algunos como los escritores o los jueces, tan tristes o chistosos como nuestros cu?ados, tan generosos como ese doctor que, al verme preocupado por una herida que no cerraba antes de salir yo de viaje, me dio su m¨®vil, con el recordatorio de que pod¨ªa consultarle a cualquier hora: la imagen de la temida n¨¦mesis medical convertida en un seven/eleven de la asistencia. En un tiempo de crisis y de quiebra de los cuentos de la gran pol¨ªtica, la alta econom¨ªa y la religi¨®n trascendental, yo mantengo mi confianza en los narradores de la medicina, que se aventuran con su conocimiento, su experiencia y sus errores en la novela de nuestra vida, tratando siempre de darle un happy end.
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