Un caballero de Nueva Inglaterra
En El nadador, la pel¨ªcula de Frank Perry basada en el c¨¦lebre relato hom¨®nimo de John Cheever, aparece ¨¦ste haciendo un brev¨ªsimo cameo. La escena tiene lugar en un jard¨ªn en el que se est¨¢ celebrando una fiesta junto a la piscina. El protagonista, el iluminado nadador interpretado por Burt Lancaster, saluda a varios de los invitados y se detiene apenas un segundo para estrechar la mano de un caballero de chaqueta blanca y sonrisa insegura que se presenta como John Nesville. El tal Nesville, por supuesto, no es otro que Cheever, quien en 1966, a?o en que esas im¨¢genes fueron rodadas, atravesaba uno de los momentos m¨¢s dulces de su trayectoria de escritor: hab¨ªa publicado ya sus dos mejores novelas (Cr¨®nica de los Wapshot y El esc¨¢ndalo de los Wapshot) y varias recopilaciones de magn¨ªficos relatos, segu¨ªa siendo uno de los colaboradores emblem¨¢ticos de The New Yorker y, acaso por primera vez en su vida, no le faltaban el dinero ni el reconocimiento. ?C¨®mo ser¨ªa la imagen que por entonces John Cheever ten¨ªa de s¨ª mismo? Seguramente muy parecida a la que brevemente nos ofrece John Nesville: la imagen de un hombre pr¨®spero, mundano y distinguido que nunca ha tenido problemas de integraci¨®n en su entorno, una peque?a comunidad de clase media-alta del noreste de Estados Unidos. Esa imagen podr¨ªan completarla algunos de los detalles iconogr¨¢ficos con los que el propio Cheever gustaba de aderezar sus entrevistas (la casa de nobles y antiguas paredes, la vieja mecedora al calor del hogar, el paseo con los perros perdigueros), y el resultado final se acercar¨ªa mucho al arquetipo tradicional del decente caballero de Nueva Inglaterra.
Cheever: una vida
Blake Bailey
Traducci¨®n de Ram¨®n de Espa?a
Duomo Ediciones. Barcelona, 2010
885 p¨¢ginas. 42 euros
Sus fantas¨ªas de gozo y perfecci¨®n siguieron vivas en su alma hasta en las etapas de mayor ¨ªmpetu autodestructivo
El lector de esa obra maestra que son los Diarios de Cheever ya sabe de su aspiraci¨®n a la respetabilidad, y tambi¨¦n sabe c¨®mo ¨¦sta entraba constantemente en conflicto con su tormentosa vida interior. El buen vecino, el ciudadano de orden, el marido mod¨¦lico y padre ejemplar era tambi¨¦n un alcoh¨®lico compulsivo y un ardoroso homosexual secreto. La colisi¨®n entre las diferentes facetas de su compleja personalidad era inevitable, y el escritor, uno de los que con m¨¢s entusiasmo han celebrado en sus p¨¢ginas la dicha y el gozo de estar vivos, fue muchas veces una fuente de infelicidad y sufrimiento para su mujer y sus tres hijos. Cheever, que se ve¨ªa a s¨ª mismo como un paterfamilias cl¨¢sico, que se dec¨ªa preocupado por "dar sentido, orden y valor" a su vida, que aspiraba sobre todas las cosas a "amar lo adecuado", que exig¨ªa delicada feminidad a su hija Susie y recia virilidad a sus hijos Ben y Fred, etc¨¦tera, era un hombre que justo despu¨¦s se abalanzaba sobre el cuerpo desnudo de un conocido en una sauna o invitaba a alg¨²n estudiante o admirador de sus libros a masturbarle. Mary, su mujer, pasaba largas temporadas sin dirigirle la palabra, y eso alimentaba en el coraz¨®n de Cheever oscuros rencores que hac¨ªan m¨¢s dif¨ªcil la convivencia. Ya viuda, y tratando quiz¨¢s de ponderar la contribuci¨®n de su marido a la armon¨ªa dom¨¦stica, Mary declar¨®: "Puede que fuera infiel, puede que fuera borracho, pero siempre estaba en casa a la hora de cenar".
No hubo en la vida de Cheever grandes peripecias ni fue testigo de magnos acontecimientos hist¨®ricos (la Segunda Guerra Mundial la vivi¨® lejos del frente, la mayor¨ªa de los viajes los hizo como escritor invitado), pero es tal la complejidad de su figura que la lectura de esta biograf¨ªa resulta sencillamente apasionante. Blake Bailey tiene la delicadeza de no juzgar nunca al personaje. Con alguien como Cheever ser¨ªa demasiado f¨¢cil, pero sobre todo ser¨ªa injusto, porque el propio Cheever ya se juzgaba a s¨ª mismo con bastante severidad. Su literatura se construye, de hecho, sobre una tensi¨®n constante entre la ca¨ªda en la tentaci¨®n y el ansia por redimirse. Una tensi¨®n que es tambi¨¦n la que existe entre impostura y verdad. "Nac¨ª en una familia de medio pelo y, muy pronto en la vida, decid¨ª colarme en la clase media, como un esp¨ªa", reconoci¨® en alg¨²n momento el falso caballero de Nueva Inglaterra, alguien que tambi¨¦n admit¨ªa que, en las reuniones de clase de alta, pensaba en s¨ª mismo "como un paria, como un falsario sucio e insignificante, como un marginado que merece su suerte, como un impostor espiritual y sexual". La conciencia de su propia impostura, sin embargo, no hizo de Cheever una persona m¨¢s fuerte sino m¨¢s vulnerable, y por todas partes percib¨ªa ofensas reales o imaginarias contra las que no encontraba defensa posible. Pero sus fantas¨ªas de gozo y perfecci¨®n siguieron vivas en su alma hasta en las etapas de mayor ¨ªmpetu autodestructivo, en la ¨¦poca en la que se despertaba en mitad de la noche recitando como una jaculatoria: "?Valor, Amor, Virtud, Compasi¨®n, Esplendor, Bondad, Sabidur¨ªa, Belleza, Vigor!". Eso y nada m¨¢s que eso era lo que el bueno de Cheever le exig¨ªa a la vida.
+.com Primeras p¨¢ginas de Cheever: una vida, de Blake Bailey.
Cheever y sus colegas
Aunque los Diarios del autor no ocultan las simpat¨ªas y antipat¨ªas que le inspiran otros escritores norteamericanos, la biograf¨ªa de Blake Bailey aporta m¨¢s testimonios y m¨¢s nombres. Salinger, por ejemplo, era objeto habitual de sus vituperios, aparentemente motivados por los celos profesionales: "Ya puedes contratar a ese in¨²til de Salinger para que te escriba tu mierda de relatos", le dijo al editor de The New Yorker. Pero nadie le produc¨ªa una aversi¨®n tan intensa como Donald Barthelme, que en su opini¨®n se llevaba los m¨¦ritos de cierta experimentaci¨®n narrativa que ¨¦l ya hab¨ªa puesto en pr¨¢ctica con anterioridad. Entre Saul Bellow y Cheever, aunque nunca les uni¨® una amistad estrecha, existi¨® siempre una sincera admiraci¨®n mutua. Con John Updike, en cambio, mantuvo una amistad no del todo exenta de tensiones. El afecto acab¨® imponi¨¦ndose, y fue Updike quien ley¨® el discurso f¨²nebre sobre Cheever: "Am¨¦rica lo echar¨¢ de menos, pues fue el mejor fabulador de su generaci¨®n", dijo. En cuanto a Raymond Carver, con quien coincidi¨® en 1973 en los cursos de escritura creativa de la Universidad de Iowa, les un¨ªan la com¨²n adicci¨®n al alcohol y las prisas que se daban para comprar whisky tan pronto como abr¨ªa la licorer¨ªa m¨¢s madrugadora de la ciudad. Truman Capote, por el contrario, recurri¨® al Cheever ya ex alcoh¨®lico de los ¨²ltimos a?os para que le informara sobre la experiencia de la desintoxicaci¨®n, pero sus consejos no parecieron servirle de mucho. I. M. P.
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