La era del buf¨®n
Para tener derecho a la existencia y a prosperar los medios ahora no deben dar noticias sino ofrecer espect¨¢culos, y detr¨¢s de ellos se desbaratan las fronteras entre la verdad y la mentira
Terry Jones, un oscuro pastor protestante de Gainsville, Florida, cuya iglesia cuenta apenas con medio centenar de parroquianos, anuncia que se dispone a conmemorar el aniversario de los atentados de Al Qaeda del 11 de septiembre quemando ejemplares del Cor¨¢n y, en pocos d¨ªas, se convierte en una celebridad mundial. No creo que exista un s¨ªmbolo m¨¢s elocuente de la civilizaci¨®n del espect¨¢culo, que es la del tiempo en que vivimos.
Lo normal, ante una provocaci¨®n, estupidez o payasada como la del pastor Jones, dictada por el fanatismo, la locura o un fren¨¦tico apetito de publicidad, hubiera sido el silencio, la indiferencia, o, a lo m¨¢s, una menci¨®n de dos l¨ªneas en las p¨¢ginas de chismograf¨ªa y excentricidades de los medios. Pero, en el contexto de violencia pol¨ªtica y fundamentalismo religioso del mundo de hoy, la noticia alcanz¨® pronto las primeras planas y la imagen del predicador incendiario con su cara sombr¨ªa, su terno entallado y sus dedos ensortijados dio la vuelta al globo. Cientos de miles de musulmanes enfurecidos se echaron a la calle en Afganist¨¢n, la India, Indonesia, Pakist¨¢n, etc¨¦tera, amenazando con represalias contra Estados Unidos y sus aliados si ard¨ªa el libro sagrado de su religi¨®n. Cundi¨® la alarma en las canciller¨ªas y altas instancias pol¨ªticas, militares y espirituales de Occidente. El Vaticano, el secretario de Defensa Robert Gates, la Casa Blanca y hasta el general David Petraeus, comandante en jefe de la OTAN en Afganist¨¢n, exhortaron al pastor Jones a que depusiera su designio inquisitorial. ?ste cedi¨®, por fin, y, de inmediato, volvi¨® al anonimato del que nunca debi¨® salir. Hubo un suspiro de alivio planetario y qued¨® flotando en el ambiente la sensaci¨®n de que el mundo se hab¨ªa librado de un nuevo apocalipsis.
Una ambici¨®n creciente impulsa cada vez a m¨¢s gente a actuar de modo que escape del anonimato
El pastor Jones puede ser un fan¨¢tico o un mero payaso, pero todos fuimos sus c¨®mplices
?Hubiera podido ocurrir? Desde luego. Uno de los rasgos determinantes del fanatismo es la incapacidad del fan¨¢tico de tener una tabla de prioridades sensata y racional; en la suya, la primera prioridad es siempre una idea o un dios al que todo lo dem¨¢s puede y debe ser sacrificado. Por lo tanto, una pira de libros sagrados abras¨¢ndose en un parque de Gainsville ante un centenar de c¨¢maras de televisi¨®n y fot¨®grafos justifica la tercera guerra mundial y hasta la desaparici¨®n de la vida en este valle de l¨¢grimas. Cuando el general Petraeus pidi¨® al pastor Jones que no quemara los coranes porque si lo hac¨ªa los soldados estadounidenses que combaten en Afganist¨¢n correr¨ªan muchos m¨¢s riesgos, sab¨ªa muy bien lo que dec¨ªa.
?C¨®mo hemos podido llegar a una situaci¨®n tal en que la iniciativa descabellada de un pobre infeliz, sin credenciales de ning¨²n orden, ha podido poner en vilo al mundo entero pues, de materializarse, habr¨ªa desatado una org¨ªa de violencia terrorista en varios continentes? Seg¨²n algunos, la responsabilidad es de los medios de comunicaci¨®n, que, si hubieran actuado de manera m¨¢s atinada, no habr¨ªan catapultado al pastor Terry Jones al centro de la actualidad, publicitando su amenaza como si ¨¦sta hubiera sido lanzada por una superpotencia at¨®mica. Es verdad que diarios, radios y canales de televisi¨®n actuaron sin responsabilidad alguna, pero ¨¦sta no es la raz¨®n primera del esc¨¢ndalo, porque, en este caso como en muchos otros que padecemos a diario, los medios de comunicaci¨®n no pueden actuar de otro modo. Est¨¢n obligados a hacer lo que hacen porque eso es lo que esperan -lo que exigen- de ellos los lectores, oyentes o televidentes en el mundo entero: noticias que salgan de lo com¨²n, que rompan con la rutina de lo cotidiano, que sorprendan, desconcierten, escandalicen, asusten, y -sobre todo- entretengan y diviertan. ?No es divertido acaso que un predicador pentecostalista de Gainsville, Florida, declare, ¨¦l solo, como un Amad¨ªs de Gaula medieval, la guerra total a los cientos de millones de musulmanes que hay en el mundo?
La informaci¨®n en nuestros d¨ªas no puede ser seria, porque, si se empe?a en serlo, desaparece o, en el mejor de los casos, se condena a las catacumbas. La inmensa mayor¨ªa de esa minor¨ªa que se interesa todav¨ªa por saber qu¨¦ ocurre diariamente en los ¨¢mbitos pol¨ªticos, econ¨®micos, sociales y culturales en el mundo, no quiere aburrirse leyendo, oyendo o viendo sesudos an¨¢lisis ni complejas consideraciones, llenas de matices, sino entretenerse, pasar un rato ameno, que lo redima de la coyunda, las frustraciones y trajines del d¨ªa. No es casual que un peri¨®dico como Le Monde, en Francia, que era uno de los peri¨®dicos m¨¢s serios y respetables de Europa, haya estado varias veces, en los ¨²ltimos a?os, a las puertas de la bancarrota. Se ha salvado recientemente una vez m¨¢s, pero qui¨¦n sabe por cu¨¢nto tiempo, a menos que se resigne a dar m¨¢s espacio a la noticia-diversi¨®n, la noticia-chisme, la noticia-frivolidad, la noticia-esc¨¢ndalo, que han ido colonizando de manera sistem¨¢tica a todos los grandes medios de comunicaci¨®n, tanto del primer como del tercer mundo, sin excepciones. Para tener derecho a la existencia y a prosperar los medios ahora no deben dar noticias sino ofrecer espect¨¢culos, informaciones que por su color, humor, car¨¢cter tremendista, ins¨®lito, subido de tono, se parezcan a los reality shows, donde verdad y mentira se confunden igual que en la ficci¨®n.
Divertirse a como d¨¦ lugar, aun cuando ello conlleve transgredir las m¨¢s elementales normas de urbanidad, ¨¦tica, est¨¦tica y el mero buen gusto, es el mandamiento primero de la cultura de nuestro tiempo. La libertad, privilegio de que gozan los pa¨ªses occidentales y hoy, por fortuna, un buen n¨²mero de pa¨ªses del resto del mundo, a la vez que garantiza la convivencia, el derecho de cr¨ªtica, la competencia, la alternancia en el poder, permite tambi¨¦n excesos que van socavando los fundamentos de la legalidad, ensanchando ¨¦sta a extremos en que ella misma resulta negada. Lo peor es que para ese mal no hay remedio, pues mediatizar o suprimir la libertad tendr¨ªa, en todos los casos, consecuencias todav¨ªa m¨¢s nefastas para la informaci¨®n que su trivializaci¨®n.
Las secuelas no previstas de la entronizaci¨®n de la cultura del espect¨¢culo -sus da?os colaterales- son varias, y, principalmente, el protagonismo que en la sociedad de nuestro tiempo han alcanzado los bufones. ?sta era una nobil¨ªsima profesi¨®n en el pasado: divertir, convirti¨¦ndose a s¨ª mismo en una farsa o comedia ambulante, en un personaje ficticio que distorsiona la vida, la verdad, la experiencia, para hacer re¨ªr o so?ar a su p¨²blico, es un arte antiguo, dif¨ªcil y admirable, del que nacieron el teatro, la ¨®pera, las tragedias, acaso las novelas. Pero las cosas cambian de valencia cuando una sociedad hechizada por la representaci¨®n y la necesidad de divertirse, su primer designio, ejerce una presi¨®n que va modelando y convirtiendo poco a poco a sus pol¨ªticos, sus intelectuales, sus artistas, sus periodistas, sus pastores o sacerdotes, y hasta sus cient¨ªficos y militares, en bufones. Detr¨¢s de semejante espect¨¢culo, muchas cosas comienzan a desbaratarse, las fronteras entre la verdad y la mentira por ejemplo, los valores morales, las formas art¨ªsticas, la naturaleza de las instituciones y, por supuesto, la vida pol¨ªtica.
No es sorprendente, por eso, que en un mundo marcado por la pasi¨®n del espect¨¢culo, Damien Hirst, un se?or que encierra un tibur¨®n en una urna de vidrio llena de formol sea considerado un gran artista y venda todo lo que su astuta inventiva fabrica a precios fabulosos, o que las revistas de mayor difusi¨®n en el mundo entero, y los programas m¨¢s populares, sean los que desnudan ante el gran p¨²blico las intimidades de la gente famosa, que no es, claro est¨¢, la que destaca por sus proezas cient¨ªficas o sociales, sino la que por sus esc¨¢ndalos, excesos o extravagancias callejeras, consigue aquellos quince minutos de popularidad que Andy Warhol -otro de los iconos de la civilizaci¨®n del espect¨¢culo- predijo para todos los habitantes de la sociedad de nuestro tiempo.
Es improbable que su or¨¢culo se cumpla a cabalidad, pero s¨®lo porque hay demasiada gente en el mundo y los medios no se dar¨ªan abasto concedi¨¦ndoles a todos esa pasajera inmortalidad. Pero s¨ª se est¨¢ cumpliendo, en un sentido m¨¢s discreto e ¨ªntimo, pues una ambici¨®n creciente impulsa cada vez a m¨¢s gente, de distintos ¨¢mbitos, a actuar de modo que le permita escapar del anonimato y acceder a esa ef¨ªmera popularidad de que gozan los bufones, a los que, si son buenos en el arte de entretener, se les aplaude y da propinas y se les olvida para siempre. Es dif¨ªcil escapar a este mandato que impulsa, incluso a los mejores, a echarse en brazos de los creativos de la publicidad -del espect¨¢culo- aun cuando lo que hagan sea serio y parezca fuera del alcance de la frivolidad. ?No hemos visto recientemente a alguien tan poco superficial como el cient¨ªfico Stephen Hawking promocionar su pr¨®ximo libro con la llamativa propaganda de que en ¨¦l se demuestra que la creaci¨®n del universo puede prescindir de Dios?
?ste es el entorno en el cual se explica lo ocurrido con Terry Jones, el pastor pentecostal que sacudi¨® al mundo y que pudo habernos arrastrado a otra cat¨¢strofe b¨ªblica (nunca mejor dicho). Puede ser un fan¨¢tico, un loco o un mero payaso. Pero, en cualquier caso, debe quedar claro que no actu¨® solo. Todos fuimos sus c¨®mplices.
? Mario Vargas Llosa, 2010. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PA?S, SL, 2010.
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