Un premio
Recuerdo perfectamente mi primera vez. Ya no me acuerdo del primer pitillo que me fum¨¦, de la primera copa que me beb¨ª, de la cara de mi primer novio. Pero recuerdo, igual que si los hubiera visto ayer, unos pies blancos y dorados, mullidos, ondulantes, que se mov¨ªan como peces desnudos ante los ojos desarmados, enamorados, absortos, de un adolescente peruano. Recuerdo mi propio asombro desarmado, enamorado, adolescente, y la idea fija, obsesiva, que instal¨® entre mis cejas. Si yo pudiera, si yo supiera, si alg¨²n d¨ªa yo fuera capaz de escribir algo parecido al inmortal baile de estos pies dorados que jam¨¢s se marchitar¨¢n... Nunca me atrev¨ªa a concluir esa frase.
La literatura es vida y tiene que ver con la vida. La m¨ªa habr¨ªa sido distinta, y peor, sin unas cuantas docenas de libros inolvidables y, despu¨¦s de La ciudad y los perros, Mario Vargas Llosa sigui¨® escribiendo, como si lo hiciera solo para m¨ª, novelas s¨®lidas como rocas, Conversaci¨®n en La Catedral, sutiles como p¨¦talos, ?Qui¨¦n mat¨® a Palomino Molero?, luminosas, La Fiesta del Chivo, como el destello de un faro en una noche de tormenta. Tambi¨¦n art¨ªculos radicalmente opuestos a los que yo suelo escribir, aunque hasta en ellos se adivinan las virtudes que le han hecho tan grande, la exigencia, el rigor, la b¨²squeda permanente de la perfecci¨®n. Y el fervor de la juventud, porque Mario es el escritor m¨¢s joven que conozco, el ¨²nico de su tama?o capaz de arriesgarlo todo, de inventarse de nuevo en cada libro.
Los maestros son las personas que dan lecciones. Las que yo he recibido de Vargas Llosa son tantas, y tan buenas, que el Nobel me parece poco para ¨¦l. Lo celebro, sin embargo, porque dar¨¢ a los adolescentes de hoy la oportunidad de descubrir unos pies blancos, dorados, capaces de nadar ante sus ojos como peces desnudos. Y eso s¨ª que ser¨¢ un premio.
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