El que no trabaja
Para Lafargue el destino del hombre pasaba tambi¨¦n por el sagrado derecho a hacer 'menos'
Hay un hombre negro, joven, grueso, afable, que reside en los bancos de mi barrio. No se trata de uno de esos sin techo que, llegado el anochecer, sientan plaza con sus cartones y sus mantas en los vest¨ªbulos de los cajeros autom¨¢ticos de tantas entidades bancarias; mi vecino, pues as¨ª lo considero ya, sin haber cruzado una palabra con ¨¦l, duerme en los bancos de madera, aunque a veces le veo tambi¨¦n recostado en las escaleras de acceso al metro con su impedimenta, que incluye garrafas de agua, nunca un botell¨®n. Va limpio, igual de abrigado ahora que en el verano y, excepto cuando tiene los ojos cerrados, mira siempre a los que pasamos cerca de ¨¦l con el gesto risue?o que le caracteriza. No vende nada en la calle.
Me resulta imposible, dada la frecuencia de su figura en mi peripecia cotidiana, no hacer c¨¢balas sobre su origen, su inmediato pasado, su actualidad de hombre que arrastra sus pocas pertenencias sin alejarse nunca del per¨ªmetro m¨¢s pr¨®ximo a mi casa. Con motivo de un trabajo cinematogr¨¢fico, el a?o pasado entrevist¨¦ y trat¨¦ a muchos j¨®venes del Senegal, de Mal¨ª, de Nigeria y Costa de Marfil, en su mayor¨ªa emigrantes que hab¨ªan llegado a Espa?a en patera y, tras diversos avatares, vend¨ªan -ya legalizados- bolsos y paraguas en el llamado top manta. A todos les estaba golpeando duramente la crisis, privados adem¨¢s de un n¨²cleo familiar y enfrentados a la perspectiva de un casi imposible retorno sin medios a sus pa¨ªses de procedencia.
El paro es desde luego angustioso para esos y otros muchos trabajadores sin esperanza, pero su onda expansiva nos afecta a todos, excepto quiz¨¢ a algunos altos directivos de la banca (la otra, la que no es de madera ni est¨¢ a la intemperie). La carencia de empleo, los recortes salariales, los contratos precarios, las forzosas jubilaciones anticipadas, la inseguridad de las prestaciones sociales y sanitarias; ese es el horizonte que se divisa mientras a nuestro alrededor, y no solo por televisi¨®n, es posible observar el espect¨¢culo del enriquecimiento de unos pocos y el blindaje intocable de quienes tanto han contribuido al mal econ¨®mico de la mayor¨ªa.
Puede, por tanto, resultar una paradoja, si no una afrenta, que en esta situaci¨®n tan desesperada uno recurra a Ambrose Bierce y Paul Lafargue, dos grandes libertarios decimon¨®nicos (fallecidos ambos en la primera parte del siglo XX) que en tiempos no menos convulsos hicieron de la necesidad burla y le sacaron al drama de la miseria el coraz¨®n de la risa. Creo que el mulato antillano de origen franc¨¦s Lafargue est¨¢ hoy m¨¢s olvidado que el anglo-americano Bierce, aunque el primero brill¨® m¨¢s en vida, por su matrimonio y compartido suicidio con la hija de Carlos Marx, sus viajes de agitaci¨®n por Europa y sus importantes contactos con el socialismo espa?ol de la ¨¦poca. Rele¨ªdos ahora, sus dos breves op¨²sculos El derecho a la pereza y La religi¨®n del capital parecen haber sido escritos para nosotros, y algo similar puede decirse de algunos de los textos breves de Ambrose Bierce que, traducidos y presentados por Miguel Catal¨¢n, acaba de publicar la editorial madrile?a Sequitur bajo el t¨ªtulo La mirada c¨ªnica.
Lafargue conoc¨ªa bien los pormenores de la explotaci¨®n masiva de la mano de obra en el siglo de la revoluci¨®n industrial, pero m¨¢s que creer, como su suegro, en la estricta dicotom¨ªa de un trabajo enajenado y un trabajo liberado, prefer¨ªa recordar que el destino del hombre antes de la condena de Dios en el Ed¨¦n y la codicia del jefe en la cadena de producci¨®n pasaba tambi¨¦n por el sagrado derecho humano a hacer menos: el ocio placentero como ant¨ªdoto o alivio del trabajo embrutecedor. La historia de las reivindicaciones sociales desde el nacimiento de la conciencia obrera hasta el d¨ªa de hoy en las calles de Francia incluye la defensa de una vida laboral mejor y de un mayor derecho al reposo y, por qu¨¦ no, al relajo.
Complementario m¨¢s que antit¨¦tico a El derecho a la pereza preconizado por Laforgue es El derecho a trabajar, un sarc¨¢stico di¨¢logo entre La Ley y El Vagabundo que Bierce imagina, y en el que la primera, hablando con la voz del orden establecido, le recuerda al segundo la prohibici¨®n legal de robar pero tambi¨¦n de mendigar, a lo que aquel contesta: "Cuando en la calle te obedezco y me paso todo el d¨ªa hambriento y por la noche temblando de fr¨ªo, y me quedo callado para no molestar, me arrestan por 'hallarme sin medios conocidos de sostenimiento econ¨®mico". ?Ser¨¢ ese el caso del hombre grueso y negro que vagabundea por los aleda?os de Francisco Silvela? ?Es un homeless que ha elegido su domicilio en la multitud, como el dandi de Baudelaire? Seguir¨¦ pregunt¨¢ndomelo, y confiando en que, al contrario que al vagabundo de Bierce, a ¨¦l no le arresten. No trabaja y no hace da?o a nadie. Quiz¨¢ ni a s¨ª mismo.
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