El silencio de los animales
En una escena de Mi t¨ªo, la pel¨ªcula de Jacques Tati, monsieur Hulot tropieza con un ladrillo al atravesar un solar olvidado. Le vemos detenerse, tomar el ladrillo y volver a colocarlo en su sitio, antes de alejarse. En las ¨²ltimas p¨¢ginas de El cuento de nunca acabar, Carmen Mart¨ªn Gaite nos cuenta una tarde de paseo con su hija, que es a¨²n una ni?a. Pasean cerca del agua y la ni?a ve un sapo sobre una piedra. Y se queda inusualmente silenciosa. Ya en casa, y cuando ambas est¨¢n acostadas, la ni?a despierta a la madre para decirle: "Qu¨¦ raro lo del sapito, ?verdad? ?C¨®mo nos miraba!"
Un ladrillo y un sapo, ?qu¨¦ tienen que ver con nosotros, los hombres? Hemos construido sobre el mundo natural un mundo de representaciones que nos permite intercambiar deseos, promesas y proyectos con los dem¨¢s. As¨ª define Savater la ¨¦tica: "El reconocimiento de lo humano por lo humano y el deber ¨ªntimo que nos impone". Sin embargo, ni el personaje de Tati ni la ni?a del recuerdo de Mart¨ªn Gaite dejan de ser humanos al ocuparse de un ladrillo o un sapo. La poes¨ªa, deudora del mundo del mito, habla de la relaci¨®n con nuestros semejantes pero tambi¨¦n con lo que es distinto a nosotros. Tiene que ver con ese saber tratar adecuadamente con lo otro al que los griegos llamaron piedad. "Cuando hablamos de piedad", escribe Mar¨ªa Zambrano, "siempre nos referimos al trato con algo o alguien que no est¨¢ en nuestro mismo plano vital; un dios, un animal, una planta, un ser humano enfermo o monstruoso, algo invisible o innominado, algo que es y no es. Es decir, una realidad perteneciente a otra regi¨®n o plano del ser en que estamos los seres humanos, o una realidad que linda o est¨¢ m¨¢s all¨¢ de los linderos del ser". James Joyce llam¨® epifan¨ªas a estos instantes de comunicaci¨®n profunda con lo real. Y tanto la escena del ladrillo como la del peque?o sapo nos aportan instantes as¨ª.
Tras la belleza del toreo est¨¢ el horror: un animal asustado que sufre
Somos humanos: no podemos evitar ponernos en el lugar de los otros. Incluso de los animales
Claudio Eliano naci¨® en el siglo II de nuestra era. Es famoso por su obra Sobre la naturaleza de los animales, una curiosa colecci¨®n, en 17 libros, de breves y sorprendentes historias seleccionadas para proporcionar lecciones morales. Las m¨¢s hermosas son las que narran los amores entre las muchachas y los animales. Eliano nos habla de una grajilla que en Soles de Sicilia cay¨® extenuada a los pies de una joven, tras volar sin descanso a su alrededor; de la citarista Glaucis, que fue amada, seg¨²n las versiones, por un cordero, un perroo un ganso; o la de aquel elefante que en Alejandr¨ªa lleg¨® a competir con Arist¨®fanes de Bigas por los favores de una mujer que era tejedora de guirnaldas. En un cuento de Isaac Bashevis Singer, un ciervo anuncia al llegar a una casa que su due?a concebir¨¢ un ni?o en esos d¨ªas, y en otro un peque?o cerdo regresa despu¨¦s de muerto para consolar a su amiga. Y Cervantes nos conmueve cuando narra en El Quijote c¨®mo el rucio de Sancho se acerca a Rocinante y apoya su hocico sobre su lomo para buscar su calor.
Uno de los deseos que de una forma m¨¢s constante e ¨ªntima han acompa?ado al hombre desde el origen de los tiempos es el deseo de comunicarse con los miembros de las otras especies. A ¨¦l se debe que bestias y animales hablen en los cuentos de hadas y que sus protagonistas humanos comprendan m¨¢gicamente su lenguaje. Tolkien afirma que desde muy antiguo se tiene una viva conciencia de la ruptura de esa comunicaci¨®n; pero tambi¨¦n la convicci¨®n de que fue traum¨¢tica. Los animales son como reinos con los que el hombre ha roto sus relaciones y que con los que, en el mejor de los casos, mantiene un dif¨ªcil e inestable armisticio.
El mundo es un inmenso matadero. Miles de animales se amontonan en granjas y piscifactor¨ªas, en condiciones infames, solo esperando su muerte. Singer reprochaba a su dios que hubiera creado un mundo en que las criaturas necesitaran matarse unas a otras para vivir y Canetti, dolorido por esta misma evidencia, dijo que deber¨ªamos comer llorando. En una obra de Tennesse Williams alguien reprocha a la protagonista, una de esas mujeres fr¨¢giles y maravillosamente disparatadas que pueblan el mundo del escritor sure?o, que su coraz¨®n no sea recto. "Recta puede ser una l¨ªnea o una calle -le contesta ella-. Pero el coraz¨®n del hombre nunca es recto".
En los cuentos hay ogros, y si est¨¢n ah¨ª no es solo para asustar a los ni?os, sino para hablar de lo que tambi¨¦n inevitablemente somos, aunque no nos guste: de esa naturaleza devoradora que nos define. Los cuentos son el verdadero realismo, dijo Chesterton. En ellos no solo hay criaturas aladas y dulces, incapaces de hacer da?o a nadie, sino tambi¨¦n ogros y sacamantecas. La vida del hombre es esa deriva interminable, esa proliferaci¨®n de identidades. Saber aceptar las contradicciones.
Y la caza y el toreo son pura contradicci¨®n, pues tanto el buen cazador como el buen torero no se acercan a los animales para hacerles da?o, aunque finalmente se lo hagan, sino para entrar en contacto a trav¨¦s de ellos con las fuerzas libres del mundo. Pocos han escrito p¨¢ginas m¨¢s hermosas sobre los animales que Isak Dinesen y, en nuestro pa¨ªs, que Miguel Delibes; y sin embargo, ambos eran unos contumaces cazadores. Los toros mueren en las plazas, pero ser¨ªa injusto olvidar que pocos los aman y respetan tanto como los toreros.
En un mundo en que los animales apenas cuentan para otra cosa que para animar nuestras excursiones dominicales o nuestras citas gastron¨®micas, las plazas de toros son de los pocos lugares donde no se les cosifica y se les respeta y ama por su belleza y su fuerza. Pero esto no quiere decir que debamos justificar c¨®mo se les trata en ellas. Tras la belleza del toreo est¨¢ el horror, y ser¨ªa absurdo negar que tras una limpia ver¨®nica no hay un animal asustado que sufre y quiere escapar como sea del lugar infernal al que se le ha conducido. ?Y qu¨¦ arte puede ser ese que en vez de salvar destruye lo que ama?
Fernando Savater, en su art¨ªculo La barbarie compasiva, critica con raz¨®n a los que no distinguen entre los animales y los hombres. "Sin duda -escribe-, biol¨®gicamente somos animales, no vegetales. Pero desde luego ni simple ni gozosamente. Por culpa de ello existen las novelas... y la ¨¦tica". Y es verdad, pero el problema reside justo en eso, en que somos noveleros. Es decir, que no podemos evitar ponernos en lugar de los otros y hacernos la ilusi¨®n de mirar por sus ojos. Mirar por los ojos de un ni?o, de un anciano, de una muchacha; pero tambi¨¦n por los ojos de un toro, de un perro, de una hormiga. William Faulkner, en p¨¢ginas inolvidables, nos narra la huida de un muchacho subnormal con una vaca; y el cuento m¨¢s hermoso de Clar¨ªn, Adi¨®s, Cordera, tiene por protagonista a una vaca a la que dos ni?os acuden a la estaci¨®n a despedir porque sus padres, que son pobres, la env¨ªan al matadero.
La vaca del cuento de Clar¨ªn no protesta cuando la arrancan de sus prados, como tampoco lo hacen los toros bravos que llevan a las plazas. ?C¨®mo podr¨ªan hacerlo si no pueden hablar? Pero que no puedan hablar no quiere decir que no seamos responsables de lo que les pasa. El silencio de los animales guarda historias que misteriosamente nos est¨¢n destinadas. No escucharlas es un acto de impiedad hacia esa vida que compartimos con las otras criaturas del mundo.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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