Cosas que desaparecen
Cuando no hay m¨¢s l¨®gica que la econ¨®mica y solo ella dicta las normas, muchas cosas desaparecen. Desaparece la gente de las ventanas, porque el tiempo que hasta mediados del siglo XX se empleaba para ver pasar a la gente por la calle o para escuchar el canto de un p¨¢jaro se necesita ahora para hacer algo provechoso, es decir, para ganar algunos euros, o para preparar un examen, o para solucionar un asunto, o dos asuntos. Desaparece tambi¨¦n la conversaci¨®n, porque, al haber siempre un quehacer, la gente lo deja para otro d¨ªa, otro s¨¢bado, otro verano. Desaparece igualmente la amistad, porque es dif¨ªcil quedar, porque la gente tiene la agenda rellena. Por la misma raz¨®n desaparece la vida familiar. Como dec¨ªa un tango, la gente llega a casa deshecha por la m¨¢quina, sin m¨¢s gana que la de ver televisi¨®n. Adem¨¢s, siempre hay una llamada telef¨®nica pendiente.
Las dos horas que requer¨ªa la visita daban la impresi¨®n de ser 12 o 14
Chillida-Leku era un lugar donde los amigos o la familia pod¨ªan pasear tranquilamente, contemplando el paisaje y las esculturas y hablando de lo que, en general, no se toma en cuenta. De la ingravidez que el artista confer¨ªa a la materia, por ejemplo, o del contraste entre la hierba y el hierro, o de la tradici¨®n de los herreros y ferrones del Pa¨ªs Vasco. Pero, ?qui¨¦n pod¨ªa permitirse el lujo de ir hasta all¨ª y pasar la tarde? Resultaba dif¨ªcil incluso para la gente de San Sebasti¨¢n, porque diez kil¨®metros son diez kil¨®metros, y treinta esculturas -treinta esculturas abstractas- como ochenta o como cien, porque no puedes mirarlas y exclamar: "?Una vaca!". Sin esa clase de expansiones, las dos horas que requer¨ªa la visita daban la impresi¨®n de ser 12 o 14. Aunque, en realidad, aunque las dos se quedaran en dos, ?no era mucho tiempo? Ah, qui¨¦n pudiera ser vaca, y disfrutar de la bonita tarde o de la bonita ma?ana, y rumiar, y mugir despreocupadamente.
El caser¨ªo de Chillida-Leku se llama Zabalaga. Estuve all¨ª con el escultor cuando todav¨ªa estaba en ruinas. Hablamos del "pa¨ªs" y de sus problemas, y de la marcha del arte vasco. Le vi un poco triste, y tuve el impulso de hacerle una confidencia. Hab¨ªa estado aquella semana en una reuni¨®n de artistas vanguardistas vascos, y uno de ellos hab¨ªa dicho: "No coincido con Chillida en muchas de sus posturas, pero como artista le admiro profundamente". A esa declaraci¨®n le hab¨ªan seguido otras, todas en el mismo sentido. Insist¨ª con vehemencia: no estaba solo, no m¨¢s de lo que suelen estarlo los verdaderos artistas.
Apareci¨® un campesino que trabajaba para ¨¦l, un hombre mayor, y Chillida lo salud¨® efusivamente. Me pareci¨® que estaba emocionado: "?Sabes? Yo siempre he querido mucho a mi pa¨ªs. Por eso quiero hacer esto. Ser¨¢ mi aportaci¨®n, una forma de corresponder". El recuerdo resulta ahora descorazonador. Como dicen los ingleses, ninguna buena acci¨®n queda impune.
No ha muerto Chillida-Leku por ninguna desidia, ni por la mala cabeza de nadie, sino por un aire que corre y que todo traspasa, por esa l¨®gica econ¨®mica que nos promete el para¨ªso y que sin embargo, a¨²n en el mejor de los casos, nos quita lo ¨²nico importante, el tiempo. Si esta materia preciosa vuelve al mundo, el museo resucitar¨¢, y con ¨¦l muchas cosas maravillosas del pasado, ahora desaparecidas.
Babelia
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