Ruby Rompecorazones y el Gran Mand¨ªbulas
En mi infancia no era propio de los ni?os que disfrutaran con los payasos. Me causaban cierta aprensi¨®n cuando no directamente temor, en especial aquellos tipos entre tristes y malcarados que llevaban la cara embadurnada con pintura blanca y amonestaban continuamente a todo el mundo. Pero el peor de todos era un individuo que se propuso hacernos re¨ªr en las fiestas veraniegas durante un par de a?os. Lo llamaban, o se hac¨ªa llamar, el Gran Mand¨ªbulas, y aparte de la condici¨®n f¨ªsica de la que se deduc¨ªa el nombre, ten¨ªa los ojos peque?os, los dientes muy blancos y una acentuada calvicie que disimulaba pegando con gomina en el cr¨¢neo los cuatro cabellos que le quedaban. Nunca vi a ninguno de los atemorizados ni?os re¨ªr con las gracias del Gran Mand¨ªbulas, pero ¨¦l, por el contrario, deb¨ªa de creerse extremadamente ingenioso pues gritaba todo el rato como si la aprobaci¨®n de sus palabras fuera general. En realidad ¨¦l era el ¨²nico que re¨ªa sus propios chistes, si bien es verdad que lo hac¨ªa con tanto convencimiento y griter¨ªo que parec¨ªa que el auditorio se rend¨ªa a sus pies.
El triunfo de Berlusconi ha sido su contrarrevoluci¨®n de la sensibilidad
Su golpe de gracia: no hay alternativa a la feliz banalidad de Berlusconi
Como tantas otras cosas de la infancia olvid¨¦ al Gran Mand¨ªbulas durante a?os hasta que hace poco lo rescat¨¦, reencarnado en un contempor¨¢neo bien conocido. Estaba en Italia y vi en un diario una foto de Silvio Berlusconi riendo de forma ostentosa. De inmediato una presencia cruz¨® mi cerebro y me dije: ?el Gran Mand¨ªbulas! ?C¨®mo no hab¨ªa reparado antes en el asunto? Me fij¨¦ en los detalles de la foto de Berlusconi a toda plana (el diario era de su propiedad, como tantos) y todo coincid¨ªa. Las mismas mand¨ªbulas, los mismos ojitos, la dentadura blanqu¨ªsima, la gomina impecable. Y, por encima de todo, esa risa indefiniblemente siniestra y ese gesto en que lo falso se viste de espont¨¢neo. ?C¨®mo pod¨ªa hab¨¦rseme escapado que Berlusconi era ¨²nicamente un avatar del Gran Mand¨ªbulas?
?De qu¨¦ re¨ªa ese d¨ªa el avatar de El Mand¨ªbulas? Otro peri¨®dico, que no era propiedad de Berlusconi, informaba de la cuesti¨®n: se supon¨ªa que el presidente del Gobierno italiano hab¨ªa tenido alg¨²n tipo de relaci¨®n con una muchacha siciliana de origen marroqu¨ª que respond¨ªa al vistoso apodo de Ruby Rompecorazones. La historia ha sido suficientemente aireada por los medios de comunicaci¨®n y no vale la pena volver sobre ella. M¨¢s interesante y conmovedor es el testimonio del padre de Ruby, a quien los periodistas han acechado hasta conseguir una declaraci¨®n. Mohamed el Mahroug es un vendedor ambulante de vestidos en la provincia siciliana de Messina. De sus palabras es f¨¢cil hacerse una idea de c¨®mo su dignidad se ha visto afectada con el revuelo que ro-deado su vida. Est¨¢ avergonzado. De Ruby Rompecorazones, su hija, solo es capaz de sugerir que "est¨¢ enferma de televisi¨®n".
No es poco. Parece un diagn¨®stico demasiado simplista pero es muy posible que Mohamed el Mahroug haya dado en el clavo para explicar c¨®mo un pa¨ªs con la enorme tradici¨®n cultural de Italia gire, desde hace 20 a?os, en torno a un personaje que no es sino avatar del Gran Mand¨ªbulas. Al igual que este Berlusconi siempre est¨¢ dispuesto a re¨ªr sus chistes, y a su alrededor hay otros que hacen lo propio, como el ministro de Econom¨ªa, Giulio Tremonti, quien al ser preguntado por el derrumbe de la Casa de los Gladiadores en Pompeya ha contraatacado diciendo que la cultura no sirve para comer: "pruebe a hacerse un bocadillo con la Divina comedia" es su hist¨®rica frase, toda una declaraci¨®n de principios sobre la civilizaci¨®n en los mismos d¨ªas en que Ruby Rompecorazones suspira por ser presentadora de televisi¨®n.
Y, desde luego, es mucho m¨¢s probable que Ruby alcance su objetivo, que no que el avatar del Gran Mand¨ªbulas lea un verso de Dante. Este ha sido el gran triunfo de Berlusconi: su contrarrevoluci¨®n de la sensibilidad. A finales del siglo XVIII, Friedrich Schiller, partidario al principio de la Revoluci¨®n Francesa pero desencantado luego por el Terror, escribi¨® un op¨²sculo decisivo, Cartas sobre la educaci¨®n est¨¦tica de la humanidad. En ¨¦l sosten¨ªa que toda revoluci¨®n futura estaba condenada necesariamente al fracaso, si no ven¨ªa antecedida por una revoluci¨®n de la sensibilidad. De acuerdo con sus principios, Schiller abogaba por una educaci¨®n ilustrada que al modificar el modo de sentir abriera el camino a ulteriores cambios en el terreno social. Ya sabemos que las revoluciones de los siglos XIX y XX no hicieron demasiado caso de sus consejos.
Pero Berlusconi, s¨ª. Berlusconi, quien es muy probable que nunca haya o¨ªdo hablar de Schiller, ha logrado llevar a la pr¨¢ctica un programa sistem¨¢tico de contrarrevoluci¨®n de la sensibilidad en un sentido contrario, por supuesto, al promovido por el poeta alem¨¢n.
Al final del camino lo escandaloso es que nada sea lo suficientemente escandaloso para una sociedad anonadada, ni las apariciones de Ruby Rompecorazones ni las mucho peores manifestaciones bufonescas del poderoso ministro de Econom¨ªa, Giulio Tremonti, corresponsable de la destrucci¨®n, por desidia, de lo que el Vesubio conserv¨®. Ah¨ª, en esta contrarrevoluci¨®n de la sensibilidad, es en donde encuentra su lugar el diagn¨®stico de Mohamed el Mahroug. "Mi hija est¨¢ enferma de televisi¨®n" es un ¨²ltimo y desesperado intento por librar a Karima el Mahroug -nombre real de la muchacha- de esa epidemia de la sensibilidad que los Berlusconi y Tremonti llaman felicidad o ¨¦xito y en la que Rudy Rompecorazones cree fervientemente, constituida por una avalancha de groser¨ªa espiritual y vulgaridad vital que acaba aplastando cualquier resistencia.
Berlusconi -quiz¨¢ por ser el avatar del Gran Mand¨ªbulas- vio con clarividencia hace tres d¨¦cadas que no val¨ªa la pena hacerse con el poder pol¨ªtico si no pod¨ªa apoderarse al mismo tiempo del alma de la sociedad italiana. As¨ª empez¨® esa peculiar historia de mefistotelismo de masas que, si bien se extiende en todos los pa¨ªses, en Italia se hace extraordinariamente transparente. Una vez obtuvo el pr¨¢ctico monopolio de la comunicaci¨®n, nuestro grotesco Mefisto ya estuvo en condiciones de dar el golpe de gracia que ha arruinado la vida p¨²blica de Italia a lo largo de los a?os. Se puede resumir en pocas palabras: no hay alternativa a la feliz banalidad de Berlusconi porque vosotros, italianos, tal como os muestra mi televisi¨®n, tambi¨¦n aspir¨¢is a una feliz banalidad. O, como dir¨ªa, Mohamed el Mahroug: "est¨¢is enfermos de televisi¨®n" (como en Espa?a, desde luego).
Lo peor de este ¨²ltimo episodio de mefistotelismo de masas es que ahora que Berlusconi parece deslizarse hacia su final no hay opciones claras para el relevo. Si exceptuamos a personajes como Gianfranco Fini, pol¨ªtico competente aunque con un pasado demasiado peligroso. La maravillosa Italia est¨¢ aturdida tras tantos a?os de prestidigitaci¨®n y griter¨ªo, aunque afortunadamente es un pa¨ªs que siempre sabe reinventarse a s¨ª mismo. Tambi¨¦n el Gran Mand¨ªbulas nos dejaba aturdidos en aquellas veladas veraniegas. Sus risotadas, sus aspavientos, sus horribles chistes nos acababan hundiendo en la melancol¨ªa. ?Qu¨¦ pesadilla tener que escuchar a un p¨¦simo payaso, y qu¨¦ delicia librarse de ¨¦l!
Rafael Argullol es escritor.
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