Yo besar¨ªa sus manos
Sale del portal con dos voluminosas bolsas, una colgando de cada mano. Parece que pesan bastante pero ella las lleva con esa ligereza con que las personas m¨¢s fuertes manipulan las cosas grandes y aparatosas. Casi menuda, dice que las caminatas nocturnas la mantienen en forma. Lleva un pantal¨®n de ch¨¢ndal, un forro polar azul y un par de zuecos de goma, de esos con agujeros por arriba que antes solo calzaba el personal sanitario o el de la limpieza y que de pronto empezamos a ver en los pies de los turistas yanquis y de las modelos m¨¢s d¨ªscolas. Ella se los pone para no empaparse en los charcos, para poder meterse por el barro. Hace ya al menos dos horas que anocheci¨® y no se ve ni un alma. Se dir¨ªa que la ¨²nica vida alrededor es la que se enmarca en las ventanas iluminadas por la luz anaranjada de las salas de estar y los fogonazos azules de los televisores. Pero hay una vida m¨¢s peque?a, una existencia m¨¢s modesta que impulsa a nuestra amiga cuesta abajo, cargada con sus bolsas, y hacia la que camina con el pelo algo desordenado y la sonrisa en su sitio.
Frente a quienes agreden a los gatos callejeros, ella protege a estos bellos y misteriosos compa?eros
No puedo decir su nombre. Tampoco puedo desvelar el lugar en el que nos encontramos. La sigo con una devoci¨®n similar a la que supongo se profesa a los santos, mientras ella me explica que hace siete paradas en su ruta. Todas las noches, cuando los dem¨¢s se han ido de vacaciones o han salido a divertirse o remolonean en su sof¨¢ o se encuentran debilitados por la gripe. Todas las noches, haga fr¨ªo o calor.
Hoy estamos de suerte: no nos empapa la lluvia ni nos azota el viento ni la helada nos corta la respiraci¨®n. Es solo una simple noche de invierno, pero advierto que ella debe de estar hecha de un material m¨¢s resistente, pues varias veces, al agacharse, el pantal¨®n del ch¨¢ndal y el forro polar se separan un poco en su espalda y dejan al aire una franja de carne donde yo tengo la impresi¨®n de sentir el fr¨ªo m¨¢s que ella misma: como si la concentraci¨®n en lo que hace le impidiera sentirlo, ni una sola vez acerca la mano al borde de la ropa para estirar, hacer ese gesto de taparse. Mientras distribuye la comida (una seca que suena -lo ¨²nico que se oye en esta soledad- al caer sobre el recipiente de pl¨¢stico que recupera de entre los matorrales y que coloca sobre unos cartones con los que sustituye los mojados, y otra, que sirve de una lata -una de ese mont¨®n de latas que le trae regularmente su c¨®mplice, su amigo-) me digo que no hay material m¨¢s resistente que el amor y que por eso ella no siente el fr¨ªo.
Tampoco tiene miedo. Se lo pregunto porque suele hacer el recorrido sola y nuestra primera parada es en un parque, al borde de una carretera. La luz de unas pocas farolas ilumina apenas un lugar que de noche es de sombras: las de los ¨¢rboles, las de un quiosco de bebidas, las de los fantasmas que me acechan. A ella no. Ella solo teme a los envenenadores y se le ha iluminado la cara cuando un enorme gato corre a lo lejos hacia donde estamos. Le ha avisado con un tono especial y unas palabras dulces, que ¨¦l ha reconocido r¨¢pido. Le llama Coco. Le habla. Cree que queda poco para acabar con su periodo de socializaci¨®n y que entonces podr¨¢ aplicarle el m¨¦todo CES, que la anima desde hace a?os a continuar con su esfuerzo: capturar-esterilizar-soltar, el ¨²nico eficaz para controlar el crecimiento de la poblaci¨®n de gatos callejeros y gestionar de la mejor manera sus colonias.
Ella realiza una tarea que debiera ser obligaci¨®n de las instituciones locales. Lo hace sola y casi clandestina, con la mera connivencia de algunos vecinos que toleran su generosidad frente a la hostilidad, y hasta el acoso, de la mayor¨ªa. Frente a quienes persiguen y agreden a los gatos callejeros o asilvestrados. Pero sabe que son la educaci¨®n, la sensibilizaci¨®n y la responsabilidad las v¨ªas para proteger a estos bellos, misteriosos y pac¨ªficos compa?eros. Actualmente alimenta a unos 50 y trata de ganarse la confianza de unos cuantos a los que esterilizar y devolver a su colonia si no encuentra adopci¨®n para ellos. Ha perdido la cuenta de los que ha salvado, devolvi¨¦ndolos o no a la calle. Los desparasita regularmente. Se lleva a casa a los enfermos. Rescata camadas hu¨¦rfanas que lloran por sobrevivir.
Despu¨¦s del parque vamos a un par de descampados. Luego, a una azotea mugrienta, inundada y s¨®rdida, a la que se accede por unas escaleras met¨¢licas y donde solo distingo aparatos de aire acondicionado. All¨ª la esperan otros seis, que me recuerdan el calor de las mantas y el cari?o en que he dejado envueltos en casa a mis dos gatos, que tambi¨¦n fueron callejeros. Siento angustia, tristeza y rabia. Ella les recoloca el refugio de poliuretano que su amigo ide¨® para ellos hace unos d¨ªas. Ya solo queda un punto, en plena calle. All¨ª rescat¨® a H¨¦ctor, al que puso el nombre del ni?o con el que jugaba. La silueta de su hermano se recorta al final de la acera. Solo entonces se enciende ella un cigarrillo de liar que saca de una cajita de metal. Y solo entonces me fijo en sus manos: algo toscas, con la piel seca y cortada. Son las manos de alguien cuya profesi¨®n sugiere manos finas y delicadas. Y cuando veo esas manos que algunos considerar¨ªan estropeadas, me dan ganas de bes¨¢rselas.
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