La ciudad sin Sigfrido
Desde su cuarto piso sin ascensor, Sigfrido Mart¨ªn Begu¨¦ segu¨ªa como un diablo burl¨®n la lenta marcha del mundo del barrio de Salamanca, sin necesidad de sobrevolarlo con escoba ni fisgar bajo los tejados pudientes de los edificios, como hac¨ªa aquel demonio cl¨¢sico de V¨¦lez de Guevara. Aunque ten¨ªa coche, y lo conduc¨ªa con determinaci¨®n, citando a la vez a Cocteau, fumando y posiblemente cantando un aria de Rossini, Sigfrido era un caminante de su ciudad, y por eso se cay¨® un d¨ªa en una zanja de Jorge Juan, donde viv¨ªa y ha muerto, a los 51 a?os, en la ma?ana del d¨ªa de San Silvestre. Contaba su percance sin inquina municipal, pese a la gran lata que le dieron, como a todos los vecinos de esa zona, las interminables obras subterr¨¢neas de la calle de Serrano. Al caer en el hoyo mal se?alizado, Sigfrido, que era un esteta hasta en las desgracias, se fij¨® -y as¨ª me lo descubri¨®- en la calidad floral, como de amapola mec¨¢nica, que ten¨ªan unos conductos de largo tallo pintados de rojo. "Flores del mal, sin duda".
He conocido a pocos artistas del talento de Mart¨ªn Begu¨¦ y con menos pretensi¨®n de 'firmar'
Le conoc¨ª en los primeros a?os ochenta, y me sorprendi¨® que fuera autentificadamente madrile?o. Ya es sabido que esta ciudad pertenece a sus perif¨¦ricos (yo soy uno de ellos), lo cual le da sus se?as de identidad m¨¢s acendradas. Lo frecuente era, y a¨²n sigue siendo, trabar amistad con castellano-leoneses, con andaluces, con el contingente eleg¨ªaco de los gallegos, y alg¨²n que otro vizca¨ªno desarbolado. Encontrar en medio del Madrid de la Movida a un nativo impecablemente vestido de ingl¨¦s -aunque con calcetines de un color que ni Beau Brummell habr¨ªa asumido- causaba desconcierto y daba consuelo: crec¨ªa entre nosotros, as¨ª pues, un dandi que pintaba cuadros con metaf¨ªsica y ten¨ªa en su casa, siempre abierta, un florilegio de escenas de las peores pel¨ªculas de la historia montadas por ¨¦l mismo en la cinta de modo que el p¨¦plum, la astracanada espa?ola o los tel¨¦fonos blancos de la comedia italiana cobraban en el collage un surrealismo m¨¢s hondo que el de los poetas autom¨¢ticos franceses.
Pintor, arquitecto, dise?ador de objetos, muebles y exposiciones, he conocido a pocos artistas de su inmenso talento con menos pretensi¨®n de afirmarlo o firmar. Nunca me pude hacer con ninguna de sus alfombras o c¨®modas en forma humana, ya demasiado caras o agotadas cuando supe de ellas, aunque s¨ª le encargu¨¦ la portada de uno de mis libros, para alegr¨ªa del editor, Jorge Herralde, que admiraba mucho la obra de Mart¨ªn Begu¨¦ y quiso en un momento dado comprarle cuadros y tenerle de portadista regular en Anagrama. El libro, El cine estilogr¨¢fico, sali¨® con su estupendo dibujo del mu?eco f¨ªlmico, pero el negocio, lo contaba hace pocos d¨ªas Herralde, no se cerr¨®, como a menudo no se cierran, por nonchalance, estas cosas que uno, despu¨¦s de acabarlas, no encuentra la voluntad de vender. Los lectores memoriosos de El Pa¨ªs Semanal recordar¨¢n sin embargo las preciosas ilustraciones que cada domingo hac¨ªa Sigfrido para acompa?ar los art¨ªculos de Antonio Mu?oz Molina; dos temperamentos art¨ªsticos sin duda diferentes que adquir¨ªan en la p¨¢gina del suplemento la complicidad de los opuestos.
Sus ilustraciones, sus exposiciones, sus publicaciones, sus decorados y vestuarios esc¨¦nicos, su obra de pintor. Todo eso queda y ser¨¢ difundido o redescubierto. Lo que la muerte de seres tan especiales como ¨¦l significa es la p¨¦rdida, m¨¢s que de la persona, de la personalidad literalmente irrepetible, dotada de una ocurrencia constante, inteligente, que no imped¨ªa, por sard¨®nica que fuera, la dulce y sabia entrega que sus amigos, sus amores y, en los ¨²ltimos a?os, sus alumnos de la Facultad de Bellas Artes de Cuenca, disfrutamos. Y se pasaba el tiempo tan bien a su lado. Su originalidad no se deten¨ªa ni en el antiguo reino de Valencia, por el que manifestaba un aprecio global dif¨ªcil de entender en el septentri¨®n. No solo le gustaba mucho, incluso como concepto, Benidorm, sino que le lleg¨® a encontrar un punto a Rita Barber¨¢, aunque no creo que fuese el punto G.
Su gente m¨¢s cercana sab¨ªa lo impaciente que era, lo atropellado. Yo por ejemplo, habiendo estado toda mi vida rodeado de fumadores compulsivos, no recuerdo a nadie con un ansia de nicotina menos resolutiva que la suya; Sigfrido sosten¨ªa siempre el cigarrillo en la mano, sin llegar a fumarlo, por tener otras cosas en las que ocuparse, y causando as¨ª la desesperaci¨®n de algunos propietarios de alfombras persas del siglo XVIII, sobre las que ¨¦l, mientras peroraba incansablemente en cenas y fiestas de rango, iba dejando caer la ceniza ardiente del tabaco.
Por desgracia, esa impaciencia, ese frenes¨ª de apurarlo todo, se ha manifestado tambi¨¦n en su muerte, escandalosamente prematura. Pero conviene que nos detengamos aqu¨ª. Seguir hablando de ¨¦l podr¨ªa ponernos tr¨¢gicos, o hura?os, y a Sigfrido hay que rendirle, ahora que ya no est¨¢, el honor merecido: el de su alma alegre y confiada.
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