42 a?os esperando la muerte
No entiendo c¨®mo los otros jueces ignoraron las pruebas. El mayor dijo: 'Es culpable'. Eso bast¨®. Me orden¨® escribir la sentencia. Durante una semana estuve hecho un l¨ªo. Redact¨¦ 300 p¨¢ginas y le condenamos a muerte. En un anexo a?ad¨ª que no estaba de acuerdo, pero me obligaron a callar", recuerda Norimichi Kumamoto, ex magistrado japon¨¦s. El crimen juzgado, el asesinato de cuatro personas de una misma familia en 1966 en Shimizu (Jap¨®n). El acusado, Iwao Hakamada, un ex boxeador profesional que lleva proclamando su inocencia desde entonces. Su destino, la horca. Los magistrados, tres: dos a favor y uno en contra, el m¨¢s joven, Kumamoto. La prueba de peso, la confesi¨®n firmada por Hakamada tras 23 d¨ªas de interrogatorio: 277 horas frente a 37 minutos de consejos para su defensa.
Hideko lleva cuatro d¨¦cadas visitando a iwao, incluso durante los 14 a?os que ¨¦l se neg¨® a verla
"Creemos que la polic¨ªa meti¨® la ropa en el miso y la sac¨® despu¨¦s para incriminar a hakamada"
No s¨¦ si las ejecuciones que vi fueron crueles o m¨¢s bien si fueron repugnantes"
El 85% de los japoneses apoya la pena de muerte, seg¨²n la ¨²ltima encuesta del gobierno
"Por la ma?ana, cuando ven¨ªan a decir qui¨¦n era el siguiente, pens¨¢bamos: '?me tocar¨¢ a m¨ª?"
Durante seis d¨ªas, la polic¨ªa me at¨®, me pate¨® y me tortur¨® para que confesara"
Iwao Hakamada, de 74 a?os, es hoy el preso que m¨¢s tiempo lleva condenado a muerte en todo el mundo, m¨¢s de 42 a?os, seg¨²n Amnist¨ªa Internacional. Jap¨®n es la otra gran democracia industrializada donde todav¨ªa se aplica la pena capital, adem¨¢s de EE UU. Pero, a diferencia de all¨ª, en el pa¨ªs asi¨¢tico impera el secretismo. Encarcelados en solitario, sin comunicaci¨®n con otros reclusos, en una celda del tama?o de tres tatamis (menos de cinco metros cuadrados) de la que no salen m¨¢s de 45 minutos diarios, cada amanecer es una tortura psicol¨®gica. Porque la mayor particularidad de la pena de muerte en Jap¨®n es que los presos desconocen cu¨¢ndo ser¨¢n ejecutados. Se les avisa con una hora de antelaci¨®n, por la ma?ana, el mismo d¨ªa del ahorcamiento, el ¨²nico m¨¦todo utilizado desde 1873. No hay despedidas ni ¨²ltima cena. Solo un breve stop frente a un altar budista. Familiares directos y abogados, los ¨²nicos que pueden visitar al reo durante su condena, son informados a posteriori de la ejecuci¨®n. Se trata de "evitar que el preso se perturbe", defienden en el Ministerio de Justicia, aunque ir¨®nicamente consigan lo contrario, un estr¨¦s aterrador.
A principios de los ochenta le lleg¨® el turno al compa?ero de la celda de al lado de Hakamada. Cuando los guardias se lo llevaron entre chillidos, Iwao empez¨® a volverse loco. Dej¨® de escribir cartas a su familia y durante 14 a?os rechaz¨® las visitas. "No tengo hermana", dec¨ªa cuando Hideko Hakamada se acercaba a verle al Centro de Detenci¨®n de Tokio. A pesar de las negativas, la mujer, ahora de 77 a?os, sigui¨® yendo una vez al mes a la c¨¢rcel, un gris complejo de hormig¨®n junto al r¨ªo Arakawa, de unas diez plantas y cinco galer¨ªas principales, construidas en cruz y organizadas alrededor de un eje central. Cuando Hideko retom¨® los encuentros con su hermano, el preso estaba quebrado. Sus charlas carecen hoy de sentido. "?Estoy construyendo un castillo!", exclam¨® el pasado agosto. Ella le sigui¨® la corriente: "Me alegro. Ojal¨¢ lo termines a tiempo".
"Hace 39 a?os comet¨ª una grave equivocaci¨®n", escribi¨® el ex juez Kumamoto en un libro en 2007, dinamitando un largo silencio. Dejaba atr¨¢s el secreto, el alcohol, el sentimiento de culpa y lo que perdi¨®: su carrera, sus dos mujeres, sus dos hijas. Sus palabras impactaron a la sociedad. Encontramos al hombre, puntual, junto a Kazuko Shimauchi, su actual pareja, en un restaurante junto a la estaci¨®n de tren de Fukuoka a finales del a?o pasado. ?l, de 74 a?os, viste pantal¨®n, camisa y corbata. Ella, de 70, quimono. Como la mayor¨ªa de los japoneses, no dan la mano ni mucho menos dan dos besos. Solo inclinan el cuerpo, en reverencia: Yorusko (encantados). El ex juez, apoyado en un bast¨®n, habla poco. Mira temeroso. Solo r¨ªe cuando se alaba su elecci¨®n del men¨²: arroz, verduras, sopa... Hace a?os, cuenta con un hilo de voz, pidi¨® perd¨®n a la madre y la hermana del condenado Iwao. Se tir¨® al suelo, arrodillado, agachando la cabeza a los pies de las dos mujeres. Ellas aceptaron el gesto, el mayor en el grado de arrepentimiento seg¨²n las costumbres. "No dejes que lo asesinen", le dijo la madre.
"El Gobierno simplemente est¨¢ esperando a que Hakamada muera, sin matarlo", piensa Nobuto Hosaka, un parlamentario socialdem¨®crata que nos recibe en su destartalada oficina alejada del centro de Tokio. En un pa¨ªs donde las reglas son oro, este pol¨ªtico (que cree en la inocencia del reo) consigui¨® esquivarlas. El 10 de marzo de 2003 tuvo un ins¨®lito cara a cara con el preso, "bajito, pero con un cuerpo robusto", del que nos ofrece una transcripci¨®n:
-Se?or Hakamada, hoy es su cumplea?os.
-No tengo edad. Nac¨ª antes que el mundo.
-?Sabe qui¨¦n es usted?
-Soy dios todopoderoso. Iwao no existe.
-?Se lleva bien con los funcionarios?
-No hay guardias. Yo mando aqu¨ª.
-?Hace ejercicio?
-Camino. Pienso en las bacterias nocivas.
-?Quiere que vuelva a verle?
-Estoy muy ocupado.
-Gracias por recibirme.
-Me han tra¨ªdo enga?ado.
El condenado, el m¨¢s peque?o de seis hermanos, naci¨® en 1936. Cuando ten¨ªa ocho a?os, la familia huy¨® desde Yuto hasta Hamakita, en la provincia de Shizuoka, para refugiarse de las bombas de la II Guerra Mundial. Hoy, las dos ciudades han sido engullidas por otra: Hamamatsu. Desde Tokio se llega en una hora y media de shinkansen, el tren bala. Por el camino surge el monte Fuji, nevado en diciembre, rompiendo la monoton¨ªa de un paisaje urbano aburrido y cuadriculado. La hermana de Iwao saluda desde un tercer piso. Al subir nos descalzamos y pisamos el tatami. All¨ª esperan miles de cartas y fotograf¨ªas.
A los 16 a?os, Iwao entr¨® a trabajar en una f¨¢brica de coches, al tiempo que dejaba el yudo por el boxeo. H¨¢bil en el ring, se hizo profesional, y en 1957, con 21 a?os, era el sexto mejor japon¨¦s en el ranking de peso pluma. Conoci¨® a una bailarina de cabar¨¦ y se cas¨®. Tuvieron un hijo, Akira. En 1962, una lesi¨®n en la rodilla fulmin¨® su carrera. Abri¨® un bar y luego lo cerr¨®, su matrimonio se rompi¨® y el hijo qued¨® bajo su tutela.
Acuciado por las deudas, en 1965 conoci¨® a Fumio Hashiguchi, due?o de una f¨¢brica de miso -pasta de soja utilizada para hacer sopa- en Shimizu, al otro lado de la provincia. El amo quer¨ªa a alguien fuerte?para remover el l¨ªquido pastoso. Iwao acept¨® y se instal¨® en un pabell¨®n para empleados, mientras que su hijo se qued¨® en Hamakita con los abuelos. Un a?o m¨¢s tarde, el 30 de junio de 1966, el propietario; su esposa, Chizuko, y dos de sus?tres hijos, Machiko y Yuichiro, aparecieron apu?alados: sus cuerpos y vivienda, en llamas. Faltaban 200.000 yenes (unos 1.900 euros).
La polic¨ªa se?al¨® a Hakamada desde el inicio. Porque era el ¨²nico forastero. Porque hab¨ªa sido boxeador. Porque estaba divorciado. Porque deb¨ªa dinero. Porque ten¨ªa un corte en un dedo... Y porque su pijama ten¨ªa una peque?a gota de sangre. ?l asegur¨® que la herida se la hab¨ªa hecho trabajando. Tras dos interrogatorios le dejaron ir. Pero el 18 de agosto de 1966, Hakamada es detenido de nuevo. Y hasta hoy. Hab¨ªa tenido dos meses para huir, pero no lo hizo, ni siquiera cuando los peri¨®dicos empezaron a informar, al dictado de la polic¨ªa, de que el sospechoso era "H., de Hamakita": "Sab¨ªa que era Iwao. ?Pero por qu¨¦ iba a escapar? ?Era inocente!", clama su hermana. Seg¨²n ella, varios agentes le torturaron hasta el 9 de septiembre, en jornadas de 11, 14 y 16 horas.
La polic¨ªa japonesa sigue teniendo un poder desproporcionado. La ley le permite retener a cualquier sospechoso durante 23 d¨ªas en los daiyo kangoku, celdas dentro de las comisar¨ªas donde se realizan interrogatorios sin l¨ªmite temporal, sin abogado y sin la garant¨ªa de una c¨¢mara que grabe todo. La federaci¨®n que une a los abogados del pa¨ªs lleva a?os denunciando el m¨¦todo, que, dicen, favorece las confesiones falsas. Naciones Unidas, Amnist¨ªa Internacional y la Federaci¨®n Internacional para los Derechos Humanos les dan la raz¨®n y han divulgado duros informes al respecto, en los que mencionan a Hakamada. Seg¨²n indican, fue v¨ªctima del sistema coercitivo.
En el testimonio que firm¨® el 9 de septiembre de 1966, el ex boxeador se autoinculpa del robo, la matanza y el incendio. Asegura, entre otras cosas, ir vestido con el pijama al cometer el crimen. Reconoce tambi¨¦n haber apu?alado a sus v¨ªctimas con un (fr¨¢gil) cuchillo de pelar las alubias de soja.
Cuando se admite un crimen en Jap¨®n, el acusado puede darse por sentenciado. Si se trata de un asesinato m¨²ltiple o de uno con violaci¨®n y robo, los jueces -y desde 2009 tambi¨¦n los jurados populares- lo condenar¨¢n a muerte con seguridad. En un apabullante 99,7% de los casos, el veredicto judicial dictar¨¢ la culpabilidad. Yugi Ogawara -letrado famoso por representar a Shoko Asahara, l¨ªder espiritual de la secta que atent¨® con gas sar¨ªn en el metro tokiota en 1995- sonr¨ªe cuando se le subraya ese 0,3% de margen para el ¨¦xito: "En 26 a?os solo he logrado la libertad de dos clientes", cuenta en una peque?a salita de su oficina en Tokio. Con esa marca, no se le considera un incompetente: "El problema tambi¨¦n son los jueces, no solo los fiscales o la polic¨ªa. Creen que de los interrogatorios sale la verdad. Piensan que nunca ascender¨¢n si dictan la inocencia". Una presi¨®n a la que cedieron los magistrados Ishii y Takami, los dos ex compa?eros del juez arrepentido en el caso Hakamada.
El acusado, como sucede con una mayor¨ªa de japoneses hoy, no ten¨ªa ni idea de esos porcentajes tan desfavorables. Crey¨® a la polic¨ªa y al fiscal cuando le prometieron, tras m¨¢s de tres semanas de palizas, que firmara la acusaci¨®n, que no se preocupara porque en el juicio, si era inocente, se sabr¨ªa. Un agente escribi¨® lo que quer¨ªan o¨ªr, y Hakamada, extenuado, estamp¨® sus huellas.
En 1967, durante la celebraci¨®n de la vista, un especialista de laboratorio testific¨® que la gota de sangre encontrada en el pijama de Iwao era insuficiente para ser analizada. La prueba que hab¨ªa servido para detenerle durante 23 d¨ªas se desech¨®. Pero el fiscal, que bajo la ley japonesa no est¨¢ obligado a mostrar todas las evidencias, present¨® unas nuevas. La polic¨ªa, dijo, hab¨ªa encontrado seis prendas de Iwao manchadas de sangre dentro de un tanque en la f¨¢brica de miso. El acusado no reconoci¨® la ropa como suya.
Kumamoto, el juez arrepentido, recuerda que mont¨® en c¨®lera. "?Por qu¨¦ hay m¨¢s sangre en los calzoncillos que en los pantalones? ?Deber¨ªa ser al rev¨¦s!", preguntaba a sus compa?eros. Pero Ishii y Takami ya hab¨ªan decidido. Confes¨®, recordaron. Minti¨® en lo del pijama, pero el resto que firm¨® es cierto, afirmaron. Cometi¨® el crimen con el pantal¨®n que ahora est¨¢ manchado de sangre, insistieron. Es culpable, zanj¨® Ishii, que orden¨® a Kumamoto redactar la sentencia. El 11 de septiembre de 1968, dos a?os despu¨¦s de su detenci¨®n, Hakamada fue condenado a la horca. "No pude mirarle", recuerda el ex juez en el restaurante de Fukuoka. Un a?o despu¨¦s, cuenta, renunci¨® a su carrera.
Cuando el abogado de Hakamada apel¨®, en 1976, la Corte Suprema de Tokio pidi¨® al preso que se probara los pantalones manchados de sangre y miso. Curiosamente, no eran de su talla: "No soy el asesino", repet¨ªa. Dio lo mismo. "Han encogido por culpa del miso o el se?or Hakamada ha engordado en la c¨¢rcel", razonaron los jueces. "Confes¨® el crimen", recordaron. Y confirmaron la condena. En paralelo, el ya ex juez Kumamoto, inundado por el sentimiento de culpa, entr¨® en un proceso de autodestrucci¨®n. "Jam¨¢s dije nada a mi familia", reconoce ahora.
Obsesionado, viaj¨® hasta Shimizu para investigar por su cuenta. Compr¨® ropa similar a la encontrada en el miso y la meti¨® en los barriles, y se ensa?¨® a cuchilladas con un trozo de carne de animal. Vio que la tela no encog¨ªa, se volv¨ªa oscura y la sangre no se distingu¨ªa. Y los cuchillos, enclenques, no soportaron la cantidad de pu?aladas acaecidas en el crimen. An¨®nimamente envi¨® la informaci¨®n al abogado de Hakamada.
Que Iwao es inocente y que la polic¨ªa mont¨® las pruebas no solo lo piensan hoy su hermana y el juez que lo conden¨®. Tambi¨¦n lo creen la ex ministra de Justicia Keiko Chiba o la asociaci¨®n de abogados de Jap¨®n, 22 de cuyos miembros luchan desinteresadamente por un nuevo juicio. Katsuhiko Nishijima, l¨ªder del equipo, lleva m¨¢s de 30 a?os batallando. Nos atiende en un enorme espacio acristalado de un rascacielos tokiota, junto a dos compa?eros. Enumera los fracasos anteriores -1976, 1980, 1994, 2004 y 2008- y conf¨ªa en que a la sexta apelaci¨®n vaya la vencida: "Creemos que la polic¨ªa meti¨® la ropa en el miso para incriminar a Iwao".
Si Nishijima y su equipo consiguen la libertad para Hakamada, ser¨¢ casi un milagro. Desde el final de la II Guerra Mundial y la firma de la nueva Constituci¨®n en 1946, 668 personas han sido ejecutadas en Jap¨®n (EE?UU lleva 1.236 desde 1976), con independencia de su edad o estado mental, y otras 111 aguardan su hora. Solo cuatro condenados han salido exonerados del corredor en la historia, todos en los a?os ochenta. Desde entonces, ni uno m¨¢s. Porque admitir un error, por muy claro que sea, tambalear¨ªa el sistema. Hirotami Murakoshi, parlamentario del Partido Democr¨¢tico (PD) -socialdem¨®crata, progresista y liberal, en el poder desde 2009-, piensa que sigue habiendo inocentes encarcelados, como Hakamada.
La idea la comparten m¨¢s pol¨ªticos, pero pocos se atreven a cuestionar las pautas en un pa¨ªs donde el Partido Liberal (PLD) -de derechas- ha gobernado casi sin interrupciones desde 1955. En su moderna, grande y limpia oficina de la Dieta Nacional (compuesta por C¨¢mara Baja y Alta), Murakoshi explica las dificultades de su puesto como secretario general de la Liga de Parlamentarios contra la Pena de Muerte y r¨ªe cuando recuerda que todos los que le han precedido en el cargo han perdido despu¨¦s las elecciones. Alrededor de 80 (de 722) representantes de la Dieta pertenecen a la Liga. Solo unos diez lo han reconocido en p¨²blico. Hay dos razones: el miedo a perder los votos de una poblaci¨®n muy favorable a la pena capital (un 85% de los japoneses la apoyan, seg¨²n una encuesta realizada en febrero de 2010 por el Gobierno) y el temor a los bur¨®cratas, funcionarios ministeriales que tienen, en la pr¨¢ctica, la batuta de la democracia nipona.
Cuando el PD venci¨® en los comicios de 2009 y Yukio Hatoyama se convirti¨® en primer ministro en septiembre, la abogada Keiko Chiba -contraria a la pena de muerte- se convirti¨® en ministra de Justicia. La minor¨ªa abolicionista se esperanz¨® y durante meses no hubo ejecuciones. Pero el 11 de julio de 2010, Jap¨®n tuvo elecciones a la C¨¢mara Baja y Chiba perdi¨® su asiento. Para no agudizar la ya de por s¨ª inestable pol¨ªtica japonesa, el nuevo primer ministro, Naoto Kan, la mantuvo en su puesto hasta septiembre, fecha de las elecciones internas en el PD.
Durante dos meses, Chiba, debilitada, tom¨® tres decisiones controvertidas. Primero: firm¨® las ejecuciones de Kazuo Shinozawa e Hidenori Ogata, condenados por los asesinatos de seis y dos personas, respectivamente. Seg¨²n la ley, se necesitaba su r¨²brica para que se llevaran a cabo. "No tuve presiones de nadie", defiende ahora, cinco meses despu¨¦s. Aunque reconoce: "El poder en s¨ª lo tiene el ministro. Pero en la pr¨¢ctica, las decisiones se inclinan del lado de los bur¨®cratas". El 28 de julio, los dos hombres fueron ejecutados en Tokio, en el mismo penal donde vive Hakamada y por el que la ministra poco pudo hacer durante su mandato. Segundo: tras la firma, Chiba decidi¨® asistir a los ahorcamientos, siendo la primera vez que un ministro lo hac¨ªa. Y tercero: un mes despu¨¦s abri¨® a los periodistas (ninguno extranjero) la sala de ejecuci¨®n tokiota, una de las siete que hay repartidas por el pa¨ªs. De norte a sur: Sapporo, Sendai, Nagoya, Osaka, Hiroshima y Fukuoka son las otras. Jam¨¢s antes el p¨²blico hab¨ªa visto una. Chiba dinamitaba as¨ª parte de la f¨¦rrea opacidad que envuelve a la pena de muerte en Jap¨®n, incomodando al funcionariado del ministerio.
?Decidi¨® Chiba las ejecuciones para luego tomar las otras dos medidas y as¨ª agitar el debate? ?O m¨¢s bien se vio obligada a firmar los ahorcamientos y a partir de ah¨ª se lanz¨® a dos decisiones que al menos llamaran la atenci¨®n de la sociedad antes del final de su mandato? "No ser¨ªa adecuado utilizar las ejecuciones solo como un medio para avivar el debate. Toda mi vida cargar¨¦ con muchas contradicciones, pero yo solo ten¨ªa la responsabilidad de cumplir la ley. A fin de cumplir con ella, pens¨¦ que era importante estar presente hasta el final", zanja ahora cuando se lo preguntamos, en una de las pocas entrevistas que ha concedido desde julio.
Es de noche y llueve en Kobe. En una calle poco iluminada y vac¨ªa est¨¢ el despacho de Yoshikuni Noguchi, abogado y antiguo oficial del Centro de Detenci¨®n de Tokio. Como Chiba o el ex juez Kumamoto, este hombre considera que a los japoneses se les oculta deliberadamente lo relacionado con la pena de muerte. Est¨¢ decidido a elevar la voz, aunque se lo prohibieran en 1974. Como jefe de uno de los pabellones de la c¨¢rcel -no existe f¨ªsicamente un corredor de la muerte, sino que hay condenados mezclados en las diferentes estancias-, le toc¨® escoltar a un preso hasta la sala de ejecuciones: "No ten¨ªa que quedarme. Pero quer¨ªa verlo. Le taparon los ojos y le ataron las manos. En el centro estaba la soga y el suelo ten¨ªa una puerta trampa.?Lo colocaron justo encima y le ataron el nudo al cuello. Tres oficiales tiraron de tres cuerdas (ahora se aprietan tres botones, sin saber cu¨¢l de ellos abre la puerta trampa) y el suelo se abri¨®. El preso dio un peque?o salto hacia arriba e inmediatamente cay¨® y desapareci¨® de la vista hacia un piso inferior. Baj¨¦ y all¨ª estaban un representante de la oficina del fiscal y un m¨¦dico. Abri¨® la camisa al hombre y auscult¨® su coraz¨®n. Todav¨ªa lat¨ªa. Durante quince minutos vi c¨®mo se mov¨ªa. Cuando par¨®, me march¨¦". El m¨¦todo es hoy el mismo. Con menos detalles, Chiba adjetiva lo que presenci¨® hace medio a?o: "Hasta la fecha no he encontrado una expresi¨®n adecuada para lo que yo vi... No s¨¦ si lo correcto es decir que fue cruel o si m¨¢s bien lo puedo describir como repugnante".
"?Se puede saber qui¨¦n les ha contado eso?", interrogan Masayuki Shou e Hidefumi?Shirakawa con la sonrisa forzada. El nuevo edificio del Ministerio de Justicia es una mole cercana al recinto del Palacio Imperial y a la sede central de la Polic¨ªa japonesa. Dicen las ONG que es otra demostraci¨®n de su convivencia. Shou y Shirakawa, dos altos responsables de las c¨¢rceles niponas, no parecen felices de conocernos y mucho menos de que alguien haya resquebrajado el silencio y detallado c¨®mo es un ahorcamiento. "Las ejecuciones no son inconstitucionales", afirma Shou con la mirada esquiva, mientras no para de pasar hojas del c¨®digo penal. Cierto, el Tribunal Supremo as¨ª lo estableci¨® en 1948, dos a?os despu¨¦s de que se firmara la Constituci¨®n, que proh¨ªbe las pr¨¢cticas crueles contra los japoneses. "Nunca nos han ejecutado, ?verdad? As¨ª que nadie sabe lo duro que es", ironiza. ?Ha presenciado alguna?, preguntamos. "No puedo responder a experiencias personales", dice. ?Conoce el caso de Iwao Hakamada?, continuamos. "No podemos hablar de casos individuales", despeja. Mientras, Shirakawa apunta el pregunta-respuesta en un cuaderno, obediente.
Sakae Menda, de 85 a?os, es la persona m¨¢s parecida a Hakamada que existe. Durante 35 estuvo en la c¨¢rcel, injustamente condenado a muerte por un doble asesinato. Vive cerca de donde le detuvieron, en Omuta, cerca de Nagasaki, en una modesta edificaci¨®n rodeada de huertas que ¨¦l mismo trabaja. Durante la II Guerra Mundial, recuerda, trabaj¨® en una f¨¢brica de aviones del ej¨¦rcito. Aparatos que luego ser¨ªan pilotados "por los kamikazes, las alas de Dios".
El ser divino y adorado no era otro que el emperador Hirohito, el mismo al que escuch¨® Menda declarar por radio la rendici¨®n de Jap¨®n en agosto de 1945, d¨ªas despu¨¦s de la bomba at¨®mica en Nagasaki. "Lleg¨® un sonido y una luz masiva. Salimos a la calle y vimos la nube en forma de champi?¨®n. Estar¨ªamos como a 40 kil¨®metros de la ciudad", recuerda: "Fue una guerra terrible". Tres a?os m¨¢s tarde, Menda sufri¨® una detenci¨®n brutal. Su caso parece un calco del de Iwao: "Me ataron. Me pegaron. Me patearon. Me golpearon. Me arrastraron por los pies. Me torturaron durante seis d¨ªas. No me dejaron dormir, comer ni beber. Me destrozaron la cara. Sangraba. Los polic¨ªas, cinturones negros de yudo o kendo, me atacaban uno tras otro, como serpientes contra una rana".
Sentado en una alfombra, Menda se frota las manos contra sus piernas, nervioso: "A las ocho de la ma?ana, cuando ven¨ªan a decir qui¨¦n era el siguiente, pod¨ªas escucharles venir. Todos pens¨¢bamos: ?me tocar¨¢ a m¨ª? Si no te daban el sobre, pod¨ªas respirar". En una caja de melones guarda sus recuerdos como un tesoro. Todav¨ªa conserva el original de su confesi¨®n -nos se?ala su firma- devuelto cuando lo liberaron, en 1983. Fue el primero que sali¨® con vida del corredor en la historia japonesa, despu¨¦s de que le concediera un nuevo juicio, algo que tambi¨¦n buscan los abogados de Hakamada. "Cuando sal¨ª de la c¨¢rcel, lo primero que hice fue irme a beber 10 cervezas. Bueno, en realidad fueron tres", r¨ªe. Tumbado por el alcohol, que hac¨ªa a?os que no probaba, apur¨® la noche en un karaoke, donde grab¨® algunas canciones. Una casete polvorienta empieza a rodar. Suena Tokio blues, una melanc¨®lica melod¨ªa japonesa de desamor y soledad...
En Jap¨®n, la armon¨ªa y el beneficio del grupo son importantes. Mientras que hacerse da?o a uno mismo -como el suicidio- es aceptado socialmente, perjudicar a los dem¨¢s, rompiendo el clima de concordia, est¨¢ muy mal visto. Por eso los japoneses son tan educados en su mayor¨ªa, aunque algunos acepten que a veces solo es una fachada. En el caso de la pena de muerte, cuando una persona es condenada, su familia suele abandonarle, por la verg¨¹enza y el deshonor.
Menda perdi¨® a su familia para siempre. Al ex juez Kumamoto, tambi¨¦n, a su manera, se le desmoron¨® la vida: solo recientemente, tras reconocer p¨²blicamente lo sucedido, una de sus hijas le llam¨® tras a?os sin hacerlo. Para los Hakamada tampoco fue distinto:?"No pod¨ªamos salir a la calle. ?ramos discriminados y nos sent¨ªamos avergonzados. Iwao estaba en los peri¨®dicos. Daba igual que fuera verdad o no. La gente nos se?alaba como criminales", rememora su hermana. La situaci¨®n era tan insostenible que enviaron a Akira, el hijo de Iwao, a una instituci¨®n: "Los abuelos prefer¨ªan sacarlo de la familia. Era mejor para el ni?o vivir alejado y quitarse la etiqueta para el resto de su vida. Ten¨ªa dos o tres a?os". Hoy, Akira, que todav¨ªa conserva el apellido Hakamada, est¨¢ casado y tiene hijos. Jam¨¢s les ha dicho qui¨¦n es Iwao. "Conoce la situaci¨®n de su padre. Pero solo quiere vivir su vida. No quiere implicarse", explica, fr¨ªa, la hermana del preso.
Si un d¨ªa Hakamada es declarado inocente, como le sucedi¨® a Menda, y la justicia admite el error, el crimen de la familia Hashiguchi en la f¨¢brica de miso quedar¨¢ irresuelto. Una pel¨ªcula llamada Box, proyectada en los cines japoneses el a?o pasado -tambi¨¦n se pudo ver en los festivales de Roma y Toronto en 2010-, intenta dar unas pistas sobre qui¨¦n o qui¨¦nes fueron los verdaderos culpables. La teor¨ªa, tambi¨¦n mencionada por la hermana de Iwao, es que pudo haber sido un montaje de la ¨²nica hija superviviente de los asesinatos, enfrentada a su familia y amante del contable de la empresa. Supuestamente, solo ella sab¨ªa la existencia de un seguro de vida y el lugar donde estaban los 200.000 yenes. Quiz¨¢, aventura el filme, se compincharon. Al parecer, ella cobr¨® la p¨®liza, mientras que el hombre huy¨® inmediatamente a la isla japonesa m¨¢s al norte, la fr¨ªa Hokkaido. Ese lugar aparece en la ¨²ltima escena de Box, cuando de una manera enigm¨¢tica el ex juez Kumamoto y el condenado Hakamada comparten un paisaje nevado. Tatsunori Natsui, el guionista, nos explic¨®, mientras ca¨ªa la noche en Tokio, sus sutiles intenciones: "Ojal¨¢ esa persona en Hokkaido, sin necesidad de que le coja la polic¨ªa, vea la pel¨ªcula y comprenda el da?o causado. Ojal¨¢ entienda que debe morir por lo que hizo. Ojal¨¢ deje escrito que Hakamada es inocente. Ojal¨¢ despu¨¦s se suicide. Eso es lo que har¨ªa un buen japon¨¦s".
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