?Simples beneficios o grandes palabras?
Cuando el neoconservadurismo reclam¨® el adelgazamiento del Estado se consider¨® a la cultura como un ¨¢rea de negocios m¨¢s. Ahora, sin embargo, se combaten las descargas con el argumento de defender al creador
Uno. Tengo por principio una prevenci¨®n ya casi instintiva hacia los argumentos que se encarnizan con especial vehemencia y delectaci¨®n en lanzar su c¨®lera contra todo lo que es gratuito o se alcanza sin especial esfuerzo, porque en ellos se detecta a menudo la subrepticia mendacidad que consiste en suponer que el mero sufrimiento santifica a las cosas obtenidas por medio de ¨¦l y a las personas que lo padecen, confiriendo valor a lo que de por s¨ª no lo tiene y virtud a quien carece de ella. Hay muchas cosas buenas que, por desgracia, no pueden obtenerse sin esfuerzo, pero no es el esfuerzo lo que las hace buenas, del mismo modo que quien ha sufrido much¨ªsimo preparando un examen de piano no merece por ello una nota m¨¢s alta que quien lo ha preparado igualmente pero disfrutando de lo lindo. As¨ª pues, a pesar del mezquino axioma de Graci¨¢n ("lo que no cuesta, no vale"), el que algo -por ejemplo, la descarga de un archivo en Internet- sea gratuito (en el caso de que en verdad lo sea) no hace de ello un hecho intr¨ªnsecamente malo ni de quien lo practica un monstruo moral. As¨ª que, aunque sea gratis, les recomiendo que vean en Internet el cortometraje de Jordi Pereiras La m¨¢quina de copiar jamones, para eliminar algunos prejuicios innecesarios.
Los poderes p¨²blicos han defendido que las nuevas tecnolog¨ªas nos har¨¢n m¨¢s sabios y m¨¢s libres
Existe la sospecha de que se quiere intervenir en la Red para defender intereses privados
Dos. Obviamente, tampoco es cierto que porque algo sea tecnol¨®gicamente viable haya de convertirse de inmediato en moralmente recomendable, legalmente aceptable, culturalmente valioso o pol¨ªticamente progresista. En este punto, los poderes p¨²blicos de nuestro pa¨ªs (independientemente de su sesgo ideol¨®gico) se encuentran presos en una paradoja. Durante a?os, han aceptado y difundido entusi¨¢sticamente el evangelio de que las nuevas tecnolog¨ªas de la comunicaci¨®n por s¨ª mismas nos har¨ªan m¨¢s libres, m¨¢s sabios, m¨¢s democr¨¢ticos y m¨¢s creativos, ya fuera porque de buena fe cre¨ªan en semejante papanatismo (aunque solo hay que pensar un poco para comprender que la tecnolog¨ªa no es m¨¢s que un instrumento, y que por s¨ª sola no le basta a nadie para aprender f¨ªsica de part¨ªculas, hacer buenas pel¨ªculas o ejercer una opini¨®n p¨²blica cualificada), porque quer¨ªan buscar simpat¨ªas electorales en la franja social de los internautas o porque quer¨ªan impulsar el desarrollo de las empresas inform¨¢ticas.
El caso es que, no solo de palabra, sino de obra y de inversi¨®n de dineros p¨²blicos, se identific¨® la extensi¨®n del ADSL con el progreso del conocimiento y de la libertad, sin preguntarse para nada por el uso efectivo que los consumidores hac¨ªan de tal instrumento, que por supuesto es perfectamente compatible con la maldad, la estupidez, la trivialidad y la procacidad. Y a¨²n quedan huellas de este discurso en un reciente art¨ªculo de la actual ministra de Cultura (El adversario es otro, EL PA?S, 18 de enero de 2011) donde afirma que la Red "es un espacio aut¨®nomo de creaci¨®n, libertad y democracia". Pero es la propia Gonz¨¢lez Sinde la que, en el mismo art¨ªculo, se ve obligada a reconocer y a enunciar con una valent¨ªa hasta ahora desusada que Internet -tanto por el r¨¦gimen jur¨ªdico de las empresas que dominan su espectro como por la utilizaci¨®n que de ella hacen los usuarios- pertenece esencialmente al ¨¢mbito de lo privado, hasta el punto de que alguna de esas empresas dominantes se ha excusado del cumplimiento de sentencias condenatorias ampar¨¢ndose en la "imposibilidad t¨¦cnica" de acatarlas (una bonita justificaci¨®n que hasta ahora no estaba al alcance de los ciudadanos privados de a pie), o de que el Estado se ha mostrado hasta hoy incapaz de extender la protecci¨®n jur¨ªdica de las comunicaciones postales o telef¨®nicas al conjunto de la Red.
Y si bien hay que celebrar que, aunque sea con retraso, los poderes p¨²blicos reconozcan ahora la falsedad de aquel evangelio que antes jalearon (y cuyo jaleo forma parte del bullicio que ahora tanto lamentan porque entorpece sus iniciativas parlamentarias), su legitimidad para intervenir en el terreno de lo privado depende de que todos tengamos claro que lo hacen en defensa del inter¨¦s p¨²blico. Y es en este ¨²ltimo punto en el que se acusa una evidente falta de legitimaci¨®n de las estrategias pol¨ªticas hasta ahora desplegadas o, dicho de otra manera, en donde se ha extendido la sospecha de que se trata de defender ciertos intereses privados, sospecha que de no disiparse no dejar¨¢ de ensombrecer esas iniciativas.
Tres. En aras de esta claridad convendr¨ªa despejar el car¨¢cter al menos parcialmente demag¨®gico de los discursos que justifican la restricci¨®n de las descargas en Internet apelando al inter¨¦s superior del Arte, de la Cultura o de la Inteligencia. Pues el mismo papanatismo afecta a quienes esperan que la tecnolog¨ªa en cuanto tal nos haga ricos que a quienes temen que nos haga pobres. Puede que Cervantes escribiera la segunda parte del Quijote para combatir la pirater¨ªa literaria, pero el beneficio cultural que ello trajo a nuestras letras no depende de esa intenci¨®n, sino del contenido de la obra, y hasta ahora ni los defensores ni los detractores de las dichosas descargas han dado prueba de que aquello que defienden nos haya tra¨ªdo una tercera parte del Quijote que suponga un incremento culturalmente sensible. Porque no fueron las descargas en la Red sino una vez m¨¢s los poderes p¨²blicos -y una vez m¨¢s en obscena connivencia con los privados- quienes, precisamente cuando triunfaba el neoconservadurismo que reclamaba el adelgazamiento del Estado (y ante todo la supresi¨®n de los Ministerios de Cultura), se complacieron en modificar cualitativamente el estatuto de los bienes culturales (cuyo valor se consideraba hasta ese momento relativamente exento de la l¨®gica mercantil), tendiendo a considerar la cultura como un ¨¢rea de negocios exactamente igual que cualquier otra, exaltando por ejemplo el "valor econ¨®mico del espa?ol" como lengua instrumental (con el consiguiente detrimento acad¨¦mico y social de la literatura), y propiciando la reducci¨®n del sector editorial a las t¨¦cnicas de gesti¨®n empresarial y de marketing.
Y esta progresiva reducci¨®n del ¨¢mbito de la cultura al de los negocios, que ha hurtado a los productores de cultura y de conocimiento los medios para evaluar aut¨®nomamente sus producciones al margen del mercado, es la que ha terminado por reducir la pol¨¦mica -ahora exacerbada por el tema de las descargas- a la sola cuesti¨®n del negocio (editorial, cinematogr¨¢fico o discogr¨¢fico), que es la ¨²nica que se discute hoy en este campo, en donde bajo las grandes palabras como el Libro, el Cine o la Cultura, de lo que se trata b¨¢sicamente es de los m¨¢rgenes de beneficio. Pero no hac¨ªa falta ning¨²n cibergur¨² de las finanzas para decirnos que la cultura no es un buen negocio (o, m¨¢s exactamente, que no puede ser ¨²nicamente un negocio, que su l¨®gica no se reduce a la de la producci¨®n de mercanc¨ªas o a las cotizaciones burs¨¢tiles, y que no por ello equivale al despilfarro), pues esa fue precisamente la raz¨®n por la cual se crearon los Ministerios de Cultura.
Cuatro. Claro que, all¨ª donde la cultura cambia de estatuto para convertirse en negocio, no es extra?o que tambi¨¦n los ministerios del ramo tiendan a trastocar su funci¨®n por la de garantes de esa conversi¨®n y, en definitiva, por la de garantes del negocio, que vienen hoy -precisamente cuando las arcas del Estado no est¨¢n para invertir en cultura porque tienen otras prioridades- a declarar abiertamente que la cultura que no sea negocio no podr¨¢ sobrevivir. Es seguro que quienes as¨ª nos exhortan tienen toda la raz¨®n, como la tienen quienes nos aseguran que hemos de sacrificar las pensiones, los servicios p¨²blicos o las universidades para evitar la quiebra. Pero no pueden esperar que, manteniendo ese discurso, puedan conservar la legitimidad suficiente para hablar, actuar y legislar en el nombre de la cultura, del conocimiento o de la libertad, ni mucho menos convencernos de que las descargas en Internet son la causa de que tales cosas est¨¦n amenazadas. Mucho me temo que tendr¨¢n que ir acostumbr¨¢ndose a este ruido, que emana de un malestar del cual sus pol¨ªticas (o su falta de ellas) son una de las principales causas.
Jos¨¦ Luis Pardo es fil¨®sofo.
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