Tiempo en los relojes
Ma?ana de lluvia helada y cordilleras de nieve sucia en la periferia m¨¢s industrial de Chelsea, la menos maquillada, ya cerca de la autopista y de las ¨²ltimas instalaciones portuarias junto al r¨ªo, todav¨ªa con m¨¢s almacenes y garajes y tiendas de repuestos de coches que galer¨ªas de arte, bajo los pilares de hierro de un puente de ferrocarril. En Chelsea, con mucha frecuencia, los colosales almacenes con muros de ladrillo y ventanas de cristales rotos o los garajes cavernosos en los que se reparan los taxis son m¨¢s atractivos visualmente que las galer¨ªas, del mismo modo que los espacios interiores de ¨¦stas tienen un poder¨ªo que empeque?ece o deja directamente en rid¨ªculo bastantes de las obras que se exponen en ellas: c¨®mo competir con esos suelos de hormig¨®n bru?idos, con esas vigas enormes como m¨¢stiles de buques balleneros, esos techos de cristal bajo los cuales se almacenaban hasta hace no mucho las mercanc¨ªas tra¨ªdas por cargueros de cualquier extremo del mundo. Por las aceras se cruzan como en universos simult¨¢neos pero invisibles entre s¨ª obreros herc¨²leos con cascos como de espele¨®logos y cinturones de herramientas y modernos p¨¢lidos del arte, mec¨¢nicos sijs con turbantes color canela y manazas manchadas de grasa y ese tipo de se?oritas que act¨²an como vestales o cari¨¢tides detr¨¢s del mostrador de entrada de las galer¨ªas, sin levantar nunca la mirada hacia el visitante, perdidas en la contemplaci¨®n de una pantalla de MacBook; perdidas en ella como en un nirvana sin regreso, con gafas de concha muchas veces, con cuellos largos y ojos p¨¢lidos, con cortes de pelo exclusivos.
Christian Marclay ha construido un 'collage' de tiempo con fragmentos de m¨¢s de tres mil pel¨ªculas de toda la historia del cine
Esta ma?ana la se?orita vestal me sonr¨ªe abiertamente cuando entro a la galer¨ªa Paula Cooper. Pero lo que hay m¨¢s all¨¢ de la entrada no es una sala di¨¢fana con cuadros o con instalaciones o esculturas sino un cortinaje negro en el que me cuesta encontrar mi camino. El tacto de la cortina muy pesada y la oscuridad en la que de pronto me veo sumergido me devuelven autom¨¢ticamente al estado de ¨¢nimo con que empujaba de ni?o cortinajes parecidos en los cines de invierno: una negrura m¨¢s all¨¢ de la cual me aguardaba la penumbra y los resplandores de otros mundos. Est¨¢ muy oscuro al final del pasadizo de cortinajes o telones negros pero la pupila se adapta enseguida. De la pantalla que casi cubre entera la pared del fondo irradia esa fosforescencia lunar del cine en blanco y negro. Veo unas cuantas filas de butacas, cabezas inm¨®viles perfiladas contra el ancho rect¨¢ngulo de claridad. Encuentro un asiento y me hundo en ¨¦l, con infinita delicia, muy cansado despu¨¦s de una caminata. En la pantalla hay el primer plano de un reloj de pulsera en una pel¨ªcula en blanco y negro que indica exactamente la misma hora a la que yo he entrado en esta sala: la una y veintid¨®s minutos.
Un segundo despu¨¦s han estallado los colores crudos y algo turbios del cine de los a?os setenta y es la una y veintid¨®s minutos y unos segundos en el reloj de un panel digital de Times Square; un momento m¨¢s tarde es blanco y negro de nuevo y Londres en los a?os treinta y un ni?o lleva un paquete en las manos en un autob¨²s de dos pisos y ve por la ventanilla la una y veintitr¨¦s en el Big Ben. La imagen es familiar: la pel¨ªcula es de Hitchcock, una adaptaci¨®n de The Secret Agent, de Joseph Conrad, y lo que el ni?o lleva en ese paquete es una bomba de relojer¨ªa que estallar¨¢ dentro de unos minutos. Pero no hay tiempo para sosegarse, o m¨¢s bien, lo ¨²nico que hay es tiempo: a continuaci¨®n cambia de nuevo la imagen y Marcello Mastroianni mira el reloj de una estaci¨®n comparando la hora con la de su reloj de pulsera, en la que sigue siendo la una y veintitr¨¦s. Es el director neur¨®tico de Ocho y Medio y ve venir como una mole solemne que despide chorros de vapor y ocupa la pantalla entera la locomotora del tren en el que llega su amante.
Las voces se mezclan con las im¨¢genes y las m¨²sicas, con los tictacs o las campanadas o los pitidos sint¨¦ticos de los relojes digitales, con las pisadas, con los motores de los coches, con los murmullos y los jadeos de los amantes que miran furtivamente el reloj en la mesa de noche. En el interior de un autom¨®vil negro unos bandidos con sombreros calados consultan sus relojes y se tapan las caras con pa?uelos id¨¦nticos. El ni?o caprichoso y neur¨®tico de Hook aplasta con un martillo de madera las esferas de los relojes que marcan la una y media en una especie de camarote barroco en el que Dustin Hoffman le anima en su fiesta de destrucci¨®n disfrazado con una peluca como de Luis XIV. A las dos menos veinticinco Charles Chaplin, con el pelo blanco y los moh¨ªnes de Monsieur Verdoux, escapa del polic¨ªa que lo llevaba esposado en un tren. En otro tren a las dos menos veinticuatro Steve McQueen mira el reloj y cavila en la mejor manera de librarse de los forajidos o los polic¨ªas que lo persiguen en La huida de Sam Peckinpah. Pero tambi¨¦n ahora mismo -la hora exacta la compruebo en un fogonazo de claridad mirando mi reloj- son las dos menos veinticuatro en el Big Ben y el ni?o que lleva el paquete con la bomba est¨¢ m¨¢s cerca de morir y sigue sin saberlo, y un hombre en otra pel¨ªcula con aires de serie B est¨¢ atado a una columna en algo que parece un s¨®tano y suda y gime bajo una mordaza mirando el despertador conectado a unas barras de explosivo...
La historia, las historias infinitas, contin¨²a sin reposo a lo largo de veinticuatro horas. Lo que estoy viendo se titula The Clock y es una invenci¨®n desaforada del artista y m¨²sico Christian Marclay: ha construido un collage de tiempo con fragmentos de m¨¢s de tres mil pel¨ªculas de toda la historia del cine en los que aparecen relojes o se dice o se pregunta la hora o se escuchan campanadas o tictacs y los ha ordenado en una secuencia precisa, de tal manera que en cada momento la hora que se ve en las im¨¢genes es la misma en la que est¨¢ vi¨¦ndolas el espectador. El tiempo fant¨¢stico de las pel¨ªculas y el de la vida coinciden al segundo. Todas las ficciones del cine se enredan entre s¨ª como en una sola trama que abarca siglos y dura veinticuatro horas. Yo me dec¨ªa que iba a levantarme y a marcharme y no me separaba del asiento, y me conced¨ªa unos minutos m¨¢s. Todo era tiempo y nada m¨¢s que tiempo y a la vez el tiempo estaba suspendido. Sal¨ª al cabo de casi tres horas y ya declinaba la luz gris de la tarde, y en mi reloj de pulsera y en mi tel¨¦fono m¨®vil agujas y n¨²meros segu¨ªan marcando un momento exacto. La calle de Chelsea y mi figura solitaria en ella compon¨ªan una fracci¨®n de otra historia sin l¨ªmites, sin principio ni fin.
The Clock. Christian Marclay. Paula Cooper Gallery. Nueva York. Hasta el 19 de febrero. www.paulacoopergallery.com. antoniomu?ozmolina.es
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