La ley de la calle
La protagonista del actual boom de lectura en Estados Unidos se llama Amanda Hocking, una chica de 26 a?os que est¨¢ vendiendo al mes unos 100.000 libros. Amanda era una trabajadora asistencial que dedicaba su tiempo libre a escribir (unas 17 novelas) hasta que decidi¨® autoeditarlas en Kindle. Como Amazon se queda con el 30% de los tres d¨®lares que cuesta cada una, la chica ingresa unos 200.000 d¨®lares al mes, sin que ninguna editorial haya apostado por ella, no ya promocion¨¢ndola, sino ni siquiera imprimiendo sus obras.
A m¨ª me parece bien, y no lo veo como la primera brecha que el libro electr¨®nico abre en la muralla que salvaguarda el prestigio del autor. Peor me parece la dictadura autoral que hace que gente con el ¨²nico m¨¦rito conocido de aparecer en la televisi¨®n venda por ello miles de ejemplares de libros cuyo posible valor literario reside en la esperanza de que se los haya escrito otro con menos talento ante las c¨¢maras, pero mayor ante el teclado. Incluso me parece un est¨ªmulo para que los editores inviertan la actual tendencia a satisfacer la demanda y se arriesguen a incrementar la oferta. Pero, sin prejuzgar el valor literario de lo que hace Amanda (de hecho, confiesa buenos gustos: Salinger, Chuck Palahniuk, Sylvia Plath, Gertrude Stein y ay, Richard Bach), una cosa es alegrarse de su ¨¦xito y cruzar los dedos para que sus lectores sigan ascendiendo en la escala evolutiva de la literatura, y otra confundir la cantidad con la calidad, y viceversa (la impenetrabilidad tampoco supone calidad).
La medida contra el velo no se aplicar¨ªa igual si la ni?a se apellidase Regueiro y no Redouane
Y lo mismo vale para pol¨ªticos y ciudadanos, en estos d¨ªas que impera la ley de la calle. Esa que invocan determinados personajes para barajar un supuesto pase a la pol¨ªtica, desde Bel¨¦n Esteban a C¨¦sar Cabo (o Ruiz Mateos en su d¨ªa, no sabemos si tambi¨¦n ma?ana). A esa que se acogi¨® la diputada del PP Celia Villalobos para justificar el haber llamado "tontitos" a los discapacitados. Yo no s¨¦ qu¨¦ calles frecuenta la ex ministra de Sanidad (yo me congratulo de haberme criado en otras en las que el calificativo que se usaba popularmente para definir a los "tontitos" era "inocente" o "non ¨¦ ben"), pero considero que deber¨ªa cambiar de ruta o de influencias.
La mayor¨ªa de la gente prefiere entonar en sus momentos de expansi¨®n Una vieja y un viejo van p¨¢ Albacete que el Himno galego, pero esa preferencia popular no es argumento para introducir ese cambio en la Lei de S¨ªmbolos de Galicia. Tambi¨¦n los an¨¢lisis de barra de bar llegan frecuentemente a la conclusi¨®n de que "matarlos era poco", pero la clase pol¨ªtica deber¨ªa entender que no es una exigencia social de reimplantar la pena de muerte. Ante todo, un pol¨ªtico debe establecer lo que es correcto y lo que no, y no caer en la tentaci¨®n de lo que el premier conservador John Major denostaba como pol¨ªticas de consenso: hacer algo que no se cree que sea correcto, porque eso mantiene a la gente callada cuando se hace.
En Galicia hemos visto hace poco -y me temo que solo ha sido un adelanto- las consecuencias de que un Gobierno dimita de su funci¨®n en base a la ley de la calle: la defensa que la Conseller¨ªa de Educaci¨®n hace de los representantes de los usuarios del colegio de Arteixo, que han decidido (me resisto a creer que solitos) incluir en el reglamento una norma dudosamente constitucional como prohibir el uso del velo. La ley de la calle establece que el que viene de fuera tiene que adaptarse a nuestras costumbres, aunque la afectada haya nacido aqu¨ª (y todos sepamos que no se le aplicar¨ªa la medida si se apellidase Regueiro y no Redouane). Pero no es cierto: de momento no es obligatorio emocionarse con La Roja o con los toros, ni disfrutar del Entroido, y lo que ind¨ªgenas o for¨¢neos tienen que acatar son las leyes promulgadas. Es de esperar la misma comprensi¨®n de las autoridades el d¨ªa en que la mayor¨ªa de los padres de un centro decidan que es mucho m¨¢s ¨²til que sus ni?os aprendan taekwondo que lat¨ªn.
"La pol¨ªtica fue en principio el arte de impedir a la gente meterse en lo que le importaba. En una ¨¦poca posterior agreg¨®sele el arte de comprometer a la gente a decidir sobre lo que no entiende", ya defin¨ªa Paul Val¨¦ry hace un siglo. O sea, que las autoridades despejen sus responsabilidades hacia los administrados no es nada nuevo, pero de un recurso ocasional est¨¢ pasando a ser la purga de Benito.
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