Pasar miedo
Hablaba desnuda frente al espejo mientras se secaba el pelo. Llamaba la atenci¨®n el desparpajo con el que durante tanto rato se exhib¨ªa sin ropa. Lo habitual es que la desnudez dure lo que dura el camino del casillero a la ducha o ese minuto que se emplea en untarse una hidratante y ponerse la ropa interior. As¨ª la vi muchos d¨ªas, enfrascada en una conversaci¨®n con alguien que, pens¨¦, deb¨ªa surgir de un peque?o auricular encajado en su o¨ªdo. No me pareci¨® extra?o, de la misma manera que ya no provocan asombro las personas que hablan solas por la calle. Al paseante que habla y gesticula mientras camina se le excusa la extravagancia imaginando que se trata de una conversaci¨®n telef¨®nica, real. Tal vez alg¨²n d¨ªa pruebe a colocarme un auricular con un cable visible que termine en el bolsillo. Sin tel¨¦fono, claro. Quiero experimentar lo que sienten los habladores solitarios, los verdaderos, los que rumian su vida por la calle. Ya supe c¨®mo era aquello de cantar a la intemperie. Puse un d¨ªa mi pie en Central Park, busqu¨¦ en el iPod el rastro de mis canciones favoritas y ech¨¦ a andar cantando como si estuviera inmersa en un musical, ese mundo en el que a veces nos gustar¨ªa vivir. Andaba yo tan satisfecha con mi proeza cuando se me cruzaron varios corredores tarareando alguna de esas canciones que estimulan la marcha. Cantar movi¨¦ndose no tiene m¨¦rito, pens¨¦; para lo que hay que tener agallas es para detenerse y componer una escena. Y cu¨¢l no ser¨ªa mi sorpresa cuando encima de una roca o bajo la copa de un ¨¢rbol encontr¨¦ a hombres j¨®venes y solitarios declamando un mon¨®logo. Actores. ?C¨®mo no va a ser esta tierra la cuna de la interpretaci¨®n? En Nueva York, el list¨®n de la extravagancia est¨¢ tan alto que una espa?ola como yo, nacida en el pa¨ªs que invent¨® eso que se llama "la verg¨¹enza ajena", tiene poco que hacer. En esta naci¨®n de pioneros, los verdaderos trastornados, los que padecen un hondo sufrimiento interior, pasan a menudo desapercibidos. Tanto, que me cost¨® descubrir que aquella belleza que ve¨ªa en el gimnasio conversando ante el espejo no hablaba con nadie. Con nadie real, quiero decir. Una ma?ana, despu¨¦s de mis ejercicios, me sent¨¦ en una colchoneta para mirar un rato la clase de danza contempor¨¢nea. Tras la cristalera, con el sonido de la m¨²sica amortiguado, ve¨ªa bailar a esas treinta personas que de manera r¨¢pida, admirable, atend¨ªan a cualquier gesto del profesor. Entre ellas estaba la habladora solitaria, concentrada en el baile, sonriendo para s¨ª misma, sin ninguna interacci¨®n con sus compa?eros. Un d¨ªa, mientras me duchaba, escuch¨¦ un llanto. El llanto surg¨ªa de otra ducha. Al llanto le siguieron gritos llenos de reproches, de desesperaci¨®n. Arropada con la toalla, sal¨ª al pasillo y all¨ª me encontr¨¦ con otras mujeres que hab¨ªan hecho lo mismo. Nos miramos y miramos la ¨²ltima ducha de la que proced¨ªa aquella especie de guerra de una sola combatiente. Alguien pregunt¨® en voz baja: "?qu¨¦ hacemos?". De pronto, el sonido del agua ces¨®. La bailarina sali¨® y sin mirarnos, sin reparar siquiera en nuestra presencia, se march¨® desnuda hacia el espejo donde habr¨ªa de conversar como todos los d¨ªas. El trastorno, cuando es verdadero, da miedo. En realidad, es un miedo a uno mismo, a que la persona cuerda que creemos ser nos abandone dej¨¢ndonos en manos de la locura. Pienso en la desdichada bailarina de mi gimnasio cuando en los cines Lincoln, los que est¨¢n frente al Lincoln Center, veo la pel¨ªcula The black swan (El cisne negro). Todo en el paisaje de la historia es familiar para m¨ª, y seguramente para el resto de espectadores, porque estamos en el barrio, el Upper West, que enmarca las idas y venidas de la bailarina torturada. Mi barrio. La misma parada de metro que tantas veces he tomado para subir a casa despu¨¦s de un concierto y de la pizza obligada en Fiorello; el mismo entorno que se vuelve de pronto amenazante tras haberlo visto a trav¨¦s de los ojos trastornados de Nina, la bailarina que encarna Natalie Portman. Nunca, repito, nunca he visto una entrega semejante de una actriz a un papel. Nunca una interpretaci¨®n tan comprometida. Nunca he asistido a una representaci¨®n del terror interior como en esta historia. No s¨¦ si con otra actriz hubiera sido convincente. Pero ver trabajar a Natalie Portman aqu¨ª es percibir c¨®mo el conseguir la excelencia en ese oficio, el de actriz, est¨¢ reservado solo a unas cuantas personas que al don con el que nacieron unen un esp¨ªritu concienzudo en extremo. Estoy convencida de que algunos padres habr¨¢n visto en Nina, la bailarina que busca obsesivamente la perfecci¨®n, a sus propios hijos, adolescentes brillantes que convirtieron su af¨¢n de superaci¨®n en una patolog¨ªa; c¨®mo creyeron perderlos, c¨®mo los sintieron perdidos en un tenebroso viaje interior. De camino al metro intento contrarrestar el escalofr¨ªo que me provoca el recuerdo de Nina con esa otra Natalie Portman que apareci¨® en los Oscar, gloriosa, embarazada, sonriente. Nada que ver con la muchacha fr¨¢gil que vomita todo lo que come. Pero al darme cuenta de que tendr¨¦ que bajarme en la 103, la misma parada cutre y sombr¨ªa de la que Nina se apea a diario, levanto la mano y tomo un taxi. Qu¨¦ poco saben del miedo los que nunca lo pasan.
El trastorno da miedo. Es un miedo a que la persona cuerda que creemos ser nos deje en manos de la locura
Nunca he visto una interpretaci¨®n tan comprometida como la de Natalie Portman en 'The black swan'
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