Otegi contra Espa?a y el lenguaje del odio
Si usted escribe, en un buscador de Internet, el nombre del anterior presidente de Estados Unidos de Am¨¦rica seguido de la palabra "torturador", encontrar¨¢ cientos de miles de referencias. Y si hace lo propio con el del actual, a¨²n encontrar¨¢ m¨¢s. Pero en aquel pa¨ªs a nadie se le ocurrir¨ªa perseguir criminalmente a los responsables de las direcciones de Internet que asocian los nombres de sus presidentes con la palabra en cuesti¨®n. As¨ª es la libertad de expresi¨®n, como todos vemos meridianamente claro cuando alguien arremete contra los presidentes norteamericanos.
No lo vemos as¨ª en nuestra propia casa, sin embargo: Espa?a acaba de ser condenada a pagar 23.000 euros a Arnaldo Otegi Mondrag¨®n, un pol¨ªtico vasco metido en mil conflictos con el Estado que aborrece. En 2003, Otegi dijo que el Rey de Espa?a era el "responsable de los torturadores" y un tribunal espa?ol le conden¨® a un a?o de prisi¨®n por un delito de injurias graves contra el Rey.
No sale a cuenta perseguir judicialmente a los descalificadores. M¨¢s vale hacer o¨ªdos sordos
Ha tenido que venir el Tribunal Europeo de Derechos Humanos a sacarnos los colores y resolver que el derecho a la libertad de expresi¨®n ampara a Otegi (Otegi Mondrag¨®n contra Espa?a, sentencia de 15 de marzo de 2011).
El problema eterno de la libertad de expresi¨®n es que cuando se aplica de verdad, invariablemente levanta ampollas: media Espa?a abomina de la sentencia del Tribunal Europeo y la otra media no la entiende. ?Entonces, cualquiera podr¨¢ atribuir a la m¨¢s alta autoridad del pa¨ªs la primera barbaridad que le pase por la cabeza y, luego, si el Estado le persigue por ello, los contribuyentes habremos de correr con los gastos? Efectivamente, pues lo ¨®ptimo es que el Estado haga o¨ªdos sordos a palabras necias. No sale a cuenta perseguir judicialmente a todos aquellos que van de ocurrencia en ocurrencia, descalific¨¢ndose nada m¨¢s abrir la boca, a ver qui¨¦n la dice m¨¢s gorda.
Es bien sabido que la libertad de expresi¨®n se invent¨® para proteger a la gente de sus Gobiernos, no a estos de aquella y, en esta ocasi¨®n, el tribunal, escocido por pr¨¢cticas poco presentables de algunos Estados europeos, ha dicho que la difamaci¨®n no deber¨ªa comportar penas de prisi¨®n y que ni las personalidades pol¨ªticas, ni los funcionarios deber¨ªan gozar de privilegios de acceso a v¨ªas judiciales distintas de las puestas a disposici¨®n de los particulares. La protecci¨®n reforzada de las autoridades es inadmisible.
El l¨ªmite, dice el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, est¨¢ en el insulto y, sobre todo, en el denominado discurso del odio. En puridad, odiar es sentir antipat¨ªa, aversi¨®n o repugnancia intensas hacia algo o hacia alguien, cuyo mal se desea. Manifestar odio est¨¢ perseguido por las leyes de la mayor parte de los Estados europeos. Todos los pol¨ªticos profesionales aprenden a sobrevivir en su oficio distinguiendo entre lo admisible -rechazar conductas o actitudes-, lo evitable -manifestar antipat¨ªa o aversi¨®n por una persona- y aquello que jam¨¢s pueden permitirse -desear males sin cuento al adversario-.
De nuevo hay aqu¨ª un abismo entre la pr¨¢ctica europea y la norteamericana, una cultura esta ¨²ltima en la cual el lenguaje del odio no es mayormente perseguible.
Un caso reciente, Synder contra Phelps, resuelto por el Tribunal Supremo federal estadounidense ilustra la diferencia: los miembros de una peque?a congregaci¨®n religiosa, hom¨®foba y anticat¨®lica, pidieron y obtuvieron de las autoridades locales permiso para manifestarse durante el funeral de un marine muerto en la guerra de Irak. El d¨ªa de la ceremonia, media docena de insensatos se presentaron a cierta distancia del lugar en el cual se celebraba portando carteles en los cuales se pod¨ªa leer: "Dios odia a los maricas", "los curas violan a los chicos" o "gracias a Dios por los soldados muertos".
Cuando el desventurado padre del soldado muerto recurri¨® a la justicia, el Tribunal Supremo le contest¨® dici¨¦ndole que la libertad de expresi¨®n ampara las manifestaciones sobre materias propias del debate p¨²blico, desarrolladas en un espacio tambi¨¦n p¨²blico y a distancia prefijada del objeto de su rechazo. Cierto, los manifestantes hab¨ªan atropellado la m¨¢s elemental regla de decencia en un entierro, aquella que dice reza o calla, pero el tribunal no se conmovi¨®. El remedio consistente en sofocar el discurso p¨²blico, resolvi¨®, es peor que el da?o causado por el lenguaje odioso y este es el camino escogido por Estados Unidos.
Europa no llegar¨¢ tan lejos, pues nos pesa, muy gravosa, nuestra historia inacabada de conflictos civiles. Mas acaso y frente a la banalidad del odio lo mejor ser¨ªa hacer o¨ªdos sordos.
Pablo Salvador Coderch es catedr¨¢tico de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.
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