Publicidad electoral
En Sevilla, la campa?a electoral dio inicio con una especie de met¨¢fora. El PP fue denunciado por empapelar una avenida antes de la fecha prescrita por la Junta Electoral, y un grupo de ac¨®litos afanosos se apresur¨® a dejar las tapias en blanco; esa misma noche, los mismos ac¨®litos volvieron a colocar los mismos retratos sobre las tapias de antes: no hab¨ªa diferencia. A m¨ª me da la impresi¨®n de que nadie advirti¨® la variaci¨®n: nadie se para a mirar los rostros ¨¦picos de los candidatos ni repasa los esl¨®ganes, nadie se detiene a reflexionar con ojo cr¨ªtico sobre la conveniencia de determinados colores, formas o adjetivos. La publicidad electoral es algo inevitable a lo que la poblaci¨®n se resigna como a las borrascas o los impuestos: un aluvi¨®n de papeles feos que de repente, cada cuatro a?os (o dos, si se alternan las convocatorias), empuerca nuestros muros y aceras convirtiendo por contraste los grafitis en obras de arte de aut¨¦ntica distinci¨®n. Esta ceremonia inaugural de la pega de carteles se antoja un gesto comprimido, un emblema o resumen, de la entera campa?a: acto in¨²til, molesto y hortera que s¨®lo tiene por objeto generar autobombo en torno a un sistema pretendidamente eficaz, la democracia parlamentaria, que cada cierta cuota de tiempo permite al ciudadano elegir qui¨¦n desea que le fastidie el almuerzo desde el televisor un mediod¨ªa y otro. Por lo que sabemos, el Estado pone a disposici¨®n de los partidos ciertas cantidades destinadas a publicidad, m¨ªtines, indigesti¨®n de buzones y esas cosas: dinero p¨¦simamente invertido, y m¨¢s en estos tiempos de hambruna, que podr¨ªa aprovecharse de mucho mejor modo en otras faltriqueras. La publicidad electoral (o propaganda, que no me queda claro, y que me perdone el doctor Goebbels) cumple a la perfecci¨®n todos los requisitos de esterilidad pura y dura que tanto achaca el ciudadano a nuestro juego pol¨ªtico: cifras industriales derrochadas en imprentas, tablados, micr¨®fonos, pancartas con el fin exclusivo de entusiasmar a los que ya creen o de repugnar a los contrarios, sin que el espectro de voto var¨ªe un solo ¨¢pice por su causa.
Que Zoido haya ocupado un trozo de pared antes de lo que le corresponde no me parece un atentado de enorme gravedad contra la democracia. No hay lesi¨®n en que un partido tenga 20 cent¨ªmetros m¨¢s de cartel que otro, en que se hable de este 10 segundos m¨¢s que del de enfrente antes del f¨²tbol o la telenovela. La perversidad radica en la mera idea de que esas minucias posean importancia: la de que el sistema de elecciones se base en focos, altavoces y caretos a escala fara¨®nica en vez de en la pr¨¢ctica responsable de gobernar o ejercer la oposici¨®n. Aparte de espuria y falsa, la publicidad electoral es tambi¨¦n tramposa, porque invita al votante a olvidar los cuatro a?os previos de desmanes y batacazos para cambiarlos por una bella imagen plastificada; porque confunde la pol¨ªtica y el sistema representativo en un desfile de vedettes o la gala de Miss Espa?a. En un pa¨ªs responsable, con sentido de las cosas, siempre deber¨ªa mirarse antes la gesti¨®n del candidato que la montura de sus gafas y reparar en los discursos del esca?o antes que en los de la tribuna. En estos tiempos de econom¨ªa invernal que nos ha tocado padecer, la consideraci¨®n de la clase pol¨ªtica anda por los suelos, junto con las hojas muertas de las moreras, y yo, sinceramente, entiendo que sea as¨ª: comienza de nuevo el in¨²til despilfarro de las marcas, las chapas y los bol¨ªgrafos, ese mundo paralelo del que el ciudadano quedar¨¢ excluido hasta que, muy amablemente, se le exija introducir en una urna el burdo trocito de papel en el que podr¨ªa garrapatear la lista de la compra.
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