Demasiada sangre en Damasco
Los sirios han alzado sus voces contra el r¨¦gimen, uno de los m¨¢s opresivos de Oriente Pr¨®ximo. El r¨¦gimen ha impuesto el bloqueo informativo y tratado de acallar con sangre los disturbios. La periodista ?sne Seierstad ha logrado entrar en Siria y narra c¨®mo es la represi¨®n por dentro. La vigilancia, el espionaje, las torturas, las muertes.
Camina descalzo por las calles. El aire tiene el frescor de la noche, el cielo est¨¢ en su momento m¨¢s oscuro. Estira las piernas e inhala el olor de la primavera. Circulan algunos coches que iluminan la acera al pasar. Las suelas de sus pies hinchados est¨¢n cubiertas de arena y grava. Tiene intensos dolores en el est¨®mago. Le molesta el cuello.
"Esto no era m¨¢s que unas vacaciones", le dijeron. "La pr¨®xima vez ir¨¢ en serio".
Llega a una puerta de metal en Yarmouk, a las afueras de Damasco, y llama al timbre. En el ventanuco aparece un rostro confundido, que exclama: "?Te han cortado el pelo!".
Abid entra en el apartamento de un empuj¨®n. Los que estaban durmiendo llegan arrastrando los pies. Las risas no parecen tener fin. Abid ha salido de la c¨¢rcel.
La vigilancia domina todos los aspectos de la vida en Siria. La polic¨ªa secreta tiene una red de agentes que cubre el pa¨ªs
Abid ha arriesgado todo por la 'primavera siria': "O ahora o nunca. El tren de la libertad est¨¢ a punto de partir"
Tardaron una semana en dejar libres a los menores. Hab¨ªan sufrido un trato terrible. Les despellejaron los nudillos
"Las muertes han cambiado a la gente. Demasiada sangre. No podemos permitir que contin¨²en", dice Alia
Los francotiradores tiran a matar. Son los justos para atemorizar. Hay ¨®rdenes de que no haya m¨¢s de 20 al d¨ªa
Las chicas est¨¢n rodeadas. Decenas de hombres vestidos de civil surgen de no se sabe d¨®nde y les gritan: "?putas!, ?brujas!"
El estudiante de ingenier¨ªa es uno de los miles de detenidos y encarcelados desde que comenz¨® la revuelta en Siria, en marzo pasado. Han arrestado a gente en escuelas y mezquitas, calles y plazas p¨²blicas. Las autoridades llegan enseguida a los lugares de manifestaci¨®n. Unos hombres vestidos de civil, a los que llaman "los fantasmas", lo observan todo.
La vigilancia domina todos los aspectos de la vida en Siria. La polic¨ªa secreta -la Mujabarat- se divide en un complejo sistema de departamentos y subdepartamentos que permite que ning¨²n sector de la sociedad quede sin examinar. Una red de agentes cubre el pa¨ªs. Algunos son funcionarios, otros trabajan contratados. ?Qu¨¦ mejor observador que el verdulero de al lado de la mezquita o el vigilante de noche en el hospital? ?Qui¨¦n mejor para seguir los pasos a una familia que el maestro de escuela que pregunta al ni?o qu¨¦ dice su pap¨¢ del hombre de los carteles?
El hombre de los carteles tiene unos ojos p¨¢lidos, juntos, va arreglado y posee un cuello curiosamente largo. En una versi¨®n, lleva gafas de sol y uniforme. En otras, parece un banquero. Oftalm¨®logo de formaci¨®n, regres¨® a la muerte de su padre para sustituirle como dictador de Siria. Se llama Bachar el Asad. El objetivo de la incipiente revoluci¨®n es derrocarlo.
Un viernes, Abid se arm¨® de valor y se uni¨® a una manifestaci¨®n despu¨¦s de rezar. Apenas se dio cuenta de que estaban rodeados cuando sinti¨® un agudo dolor en el cuello. Las descargas el¨¦ctricas recorrieron su cuerpo. Cay¨® inconsciente. Al despertarse, vio a otras personas tendidas a su alrededor.
Hab¨ªan aparecido de la nada los mujabarats, unos agentes vestidos de civil. Le arrastraron, junto con un centenar m¨¢s, a unas camionetas blancas que aguardaban. Se llevaron a los manifestantes a las afueras de Damasco.
"Nos sentaron en filas en un riad, un patio, rodeado de altos muros. Ten¨ªamos las manos atadas a la espalda y nos obligaron a ponernos de rodillas. Yo contaba las llamadas a la oraci¨®n para conservar la noci¨®n del tiempo. Se nos durmieron las piernas. Cuando nos dijeron que nos pusi¨¦ramos de pie, despu¨¦s de la ¨²ltima llamada de la mezquita, no pudimos hacerlo. Yo me ca¨ª, me golpearon, me obligaron a levantarme y volv¨ª a caerme. Por la noche nos metieron en una celda. Est¨¢bamos de pie, 12 hombres en unos pocos metros cuadrados. A la ma?ana siguiente, volvieron a sacarnos al riad. Al cabo de tres d¨ªas est¨¢bamos a punto, como deseaban, y empezaron los interrogatorios".
A algunos los torturaban durante horas y volv¨ªan ensangrentados. Quien m¨¢s sufri¨® fue un alu¨ª, un hombre perteneciente a la misma minor¨ªa chi¨ª que los Asad, porque le consideraban un traidor.
Abid tuvo m¨¢s suerte. "Soy miembro del partido Baaz. Las palizas que recib¨ª no fueron tan terribles".
Abid entr¨® en el partido cuando era ni?o en Daraa, la ciudad en la que comenz¨® la revuelta. A veces es necesario ser miembro para entrar en la Universidad, conseguir trabajo o ascender en las estructuras de poder.
Pero Abid est¨¢ harto. Le queda un solo curso de sus estudios de ingenier¨ªa, pero lo ha arriesgado todo para participar en la "primavera siria". "O lo hacemos ahora o no lo haremos nunca. El tren de la libertad est¨¢ a punto de partir. Podemos subirnos a ¨¦l o dejar que pase de largo".
Se oye una voz desde el otro extremo del sof¨¢: "?O¨ªs lo que dice? ?Dos semanas en la c¨¢rcel y ya es Mandela!".
El prop¨®sito de las autoridades es evidente: cortar las protestas de ra¨ªz. No hacer como en El Cairo, donde esperaron hasta ver las plazas abarrotadas. Mientras que las concentraciones en T¨²nez y Egipto crecieron r¨¢pidamente hasta agrupar a miles de personas, las autoridades sirias golpean sin piedad a grupos de 20, 50 o 100.
"Sacar aqu¨ª a mil personas a la calle es como sacar a un mill¨®n en El Cairo", dice el anfitri¨®n de Abid.
Su sal¨®n es aproximadamente el doble de la celda de Abid. Tambi¨¦n aqu¨ª el aire es escaso. Todo el mundo fuma y enciende el cigarrillo con la colilla del anterior. Es medianoche. Fuera, los ni?os siguen en la calle. Algunos corretean por su cuenta, y hacen ruido al pisar la basura. Otros est¨¢n medio dormidos en brazos de sus padres, de camino a la cama. Un par de tiendas siguen abiertas. Tambi¨¦n sigue abierto un kebab. La vida sigue.
La vida pol¨ªtica en Siria gira en torno a Bachar el Asad. Los verdaderamente poderosos son ¨¦l y su hermano menor, Maher, comandante en jefe de la guardia presidencial, una fuerza de ¨¦lite en manos de los alau¨ªes, que es el ¨²nico cuerpo autorizado dentro de la capital. Su padre, Hafez el Asad, el piloto del Ej¨¦rcito que se hizo con el poder en 1970, fue un pol¨ªtico astuto. Pese a pertenecer a la minor¨ªa alau¨ª, que no constituye m¨¢s que el 12% de la poblaci¨®n, construy¨® una amplia base de poder. Su hijo no ha sabido conservar esa base, y su poder se reduce a un peque?o clan alau¨ª.
Vuelve a caer la noche. Alia tararea mientras se concentra en su mano y su caligraf¨ªa. Cuando se acerque el peligro, c¨¢ntale. Varias j¨®venes se re¨²nen alrededor de una mesa en un dormitorio de un edificio de apartamentos. Hay unas tijeras, hojas de papel negro, l¨¢pices y una caja de tizas. Alia traza una silueta con l¨¢piz y la rellena con tiza.
Las persianas de lamas est¨¢n echadas. Toda seguridad es poca, incluso en un s¨¦ptimo piso sin casas enfrente.
Las palabras van cobrando forma bajo las u?as pintadas de morado de Alia. "Basta de matar".
En otro cartel, escrito de derecha a izquierda: "Basta de violencia". Se suscita una discusi¨®n sobre el espacio entre palabras en el tercer cartel. No est¨¢n acostumbradas a las tijeras, pero su mensaje est¨¢ claro. "Basta de acosar a los ni?os en Daraa".
Daraa, una ciudad somnolienta en el desierto, en la frontera con Jordania, fue el lugar en el que todo comenz¨®. Una tarde de marzo, unos muchachos escribieron pintadas contra el Gobierno en un muro. Las fuerzas de seguridad los detuvieron y los llevaron a la comisar¨ªa local. Y luego, el silencio.
Sus padres los buscaron, preguntaron a todo el mundo. Nadie sab¨ªa nada. Acudieron a las autoridades, que les despacharon con cajas destempladas. El jeque local fue con los padres al despacho del jefe de seguridad de la ciudad.
"Devolvednos a nuestros hijos", dijo el l¨ªder religioso. Se quit¨® el cord¨®n del pa?uelo de la cabeza -el ogal- y lo puso en la mesa, un gesto simb¨®lico para indicar la importancia de la petici¨®n. Si pides algo, debes estar dispuesto a dar algo a cambio, dice el Cor¨¢n.
"Olvidaos de vuestros hijos. Conseguid otros", dijo, al parecer, el jefe de seguridad.
El jeque le pidi¨® que tuviera compasi¨®n, por Dios.
"Si no pod¨¦is hacer m¨¢s hijos, mandad a vuestras mujeres y nosotros nos encargaremos", dicen que exclam¨® el jefe de seguridad.
Los ni?os desaparecidos. Los insultos incre¨ªbles. Se fue juntando gente alrededor del edificio. Les dec¨ªan que se fueran, pero ellos volv¨ªan.
Tardaron una semana en dejar en libertad a los menores. Hab¨ªan sufrido un trato terrible. Les hab¨ªan despellejado los nudillos. Parece que a algunos les arrancaron las u?as. Se distribuyeron v¨ªdeos de los chicos a trav¨¦s de YouTube. Las protestas se extendieron a otras ciudades.
Damasco fue un islote de calma hasta finales de marzo, cuando empezaron a producirse manifestaciones espont¨¢neas tambi¨¦n all¨ª. No hab¨ªa coordinaci¨®n ni una direcci¨®n clara. La hora y el lugar de las concentraciones se transmit¨ªan a trav¨¦s del boca a boca, entre amigos. Y con la esperanza de que fueran verdaderos amigos.
Las chicas de la s¨¦ptima planta est¨¢n preparando la primera manifestaci¨®n solo de mujeres en el centro de Damasco. El lunes siguiente se reunir¨¢n en una de las mejores calles, en el barrio comercial de la capital. Permanecer¨¢n en las tiendas hasta las tres, y entonces se reunir¨¢n y desplegar¨¢n sus pancartas. Correr¨¢n cuando llegue la polic¨ªa. Y se desvanecer¨¢n como sombras, si todo sale seg¨²n lo previsto, por las callejuelas.
Los terroristas, las bandas armadas, Al Qaeda e Israel est¨¢n detr¨¢s de todo, seg¨²n los medios de comunicaci¨®n sirios. Algunos han confesado en la televisi¨®n estatal.
"Mi misi¨®n era hacer v¨ªdeos llenos de mentiras", dijo uno. "El dinero ven¨ªa de Arabia Saud¨ª", dijo otro. "La gente sale a manifestarse obligada", dijo un tercero.
Las chicas menean la cabeza al o¨ªr todo eso.
"No quiero m¨¢s que tener una buena vida", dice Alia. Trabaja en una productora especializada en telenovelas para el mercado palestino, y tiene mucho que perder. Su trabajo. Un novio. Las fiestas en la azotea.
"Una se siente muy peque?a bajo este r¨¦gimen", dice en un franc¨¦s vacilante. "Todo se decide en el Gobierno. Hasta ahora, he pedido a mis amigos que se mantuvieran al margen de las protestas. Les dije que esper¨¢semos un poco. Pero las muertes han cambiado a la gente. Demasiada sangre. No podemos permitir que contin¨²en".
Elias, el ¨²nico var¨®n presente en el apartamento, tiene remordimientos. "Estoy muerto de miedo", dice. "Nunca he participado en ninguna manifestaci¨®n. No soy un hombre valiente".
Elias y Alia pertenecen a minor¨ªas religiosas. Elias es cristiano y Alia es drusa. "Tengo miedo del futuro", dice Elias. "El r¨¦gimen tiene una buena pol¨ªtica respecto a las minor¨ªas, mantiene el equilibrio en el pa¨ªs. Me da miedo el islam, que Siria se convierta en un nuevo Irak".
Ese miedo es algo que el r¨¦gimen aprovecha para sus propios fines. Intenta convencer a los dirigentes cristianos, que representan a la d¨¦cima parte de la poblaci¨®n, de que los islamistas radicales pueden adue?arse del poder. Al otro lado de la frontera, en Irak, la mitad de la poblaci¨®n cristiana ha huido de las persecuciones.
La tiza en la pancarta se emborrona, no se entiende bien lo que est¨¢ escrito. Escritura blanca -inocencia- sobre un fondo negro, que es el poder. Era una buena idea. Alia sopla el polvillo y a?ade m¨¢s tiza. Una de las chicas encuentra la soluci¨®n. "?Laca! ?Podemos arreglarlo con laca!". El aerosol esparce su contenido por toda la habitaci¨®n. La laca nunca ha olido tanto a revoluci¨®n.
"No aplico mi espada cuando el l¨¢tigo es suficiente, ni el l¨¢tigo cuando basta mi lengua", dice el primer califa de la dinast¨ªa Omeya en Damasco. Mu'awiyya era un maestro de la hilm -gracia y tolerancia- y no empleaba la fuerza m¨¢s que cuando era absolutamente necesario. Cuando se proclam¨® califa en 661 frente a la oposici¨®n de Al¨ª, yerno de Mahoma, la divisi¨®n del islam entre sun¨ªes y chi¨ªes se hizo realidad.
Este viernes, la mezquita de los Omeyas es el escenario de un drama contempor¨¢neo. Es el ¨²nico lugar en el que es legal reunirse, y est¨¢ estrictamente vigilado por las fuerzas de seguridad. Toman nota de cada palabra que sale de la boca del im¨¢n.
El bazar est¨¢ vac¨ªo. Los puestos est¨¢n cerrados. Las persianas de hierro est¨¢n bajadas para proteger frascos y cestas. El aroma del cardamomo sobrevuela el mercado de especias. El artesano del cuero deja a su paso un d¨¦bil tufillo a piel, y el fabricante de jabones, a lavanda. Los turistas se han ido, solo quedan los habitantes locales, ni?os en bicicleta, abuelos sentados en sus sillas. Unas unidades de la polic¨ªa en motocicleta han cerrado varias calles. Algunos planean manifestarse despu¨¦s de la oraci¨®n.
El silencio es opresivo. La zona est¨¢ llena de agentes de la Mujabarat. Todos saben qui¨¦nes son, aunque act¨²en como gente corriente. Se ponen en cuclillas en los bordillos de las aceras, se apoyan en las paredes, se sientan juntos en bancos junto a los portales. Van vestidos con pantal¨®n de traje, como otros hombres, con camisa. Quiz¨¢ son m¨¢s anchos de espaldas que el sirio medio y, desde luego, tienen m¨¢s propensi¨®n a llevar chaquetas de cuero. Pero no es la ropa lo que les distingue. Es su mirada.
Tienen una forma de mirar que es inquisitiva, pero no curiosa. Miran en una sola direcci¨®n, con la intenci¨®n de absorber lo que ven, no de entrar en contacto con nadie. Su conversaci¨®n o, mejor dicho, su falta de conversaci¨®n es otra pista inequ¨ªvoca. Casi toda la gente charla por lo menos un poco. Estos hombres apenas hablan y, cuando lo hacen, es sin que su rostro exprese nada, sin un codazo, sin una palmada en el hombro. No hablan como hablan las personas. Est¨¢n de servicio.
Cuando las oraciones est¨¢n a punto de terminar, se levanta un fr¨ªo viento. El cielo sobre la mezquita se oscurece, se abre, y empieza a caer la lluvia. El agua cae sobre unos toldos endebles que ceden bajo su peso. Un hombre intenta evitar que entre agua en su casa con una escoba. De pronto, unas perlas blancas y heladas golpean los tejados y las lonas, hacen que las flores de jazm¨ªn se caigan de los ¨¢rboles, salpican al caer sobre los adoquines y llenan los charcos.
"Dios es grande", dice un hombre que observa la granizada desde su puerta. "Nunca he visto esto en Damasco. Es Dios que nos protege. Los hombres permanecer¨¢n quietos. As¨ª hoy no les matar¨¢n", suspira.
Es como si la calle desierta, las tiendas cerradas y todo lo que empapa la tormenta diera valor a este hombre. Habla de su hermano, que el viernes pasado eludi¨® por poco a un francotirador del Gobierno. "Le pas¨® por aqu¨ª", dice Tarek, se?al¨¢ndose la parte lateral del cuello. La bala le roz¨® y le quit¨® un poco de piel durante una manifestaci¨®n en la zona de Zamelka. Murieron varias personas.
Los francotiradores tiran a matar. No son muchos, los justos para atemorizar. Hay ¨®rdenes de que no haya m¨¢s de 20 al d¨ªa, pero muchos viernes las cifras han sido m¨¢s altas.
Igual que otros sirios, habla del Miedo.
"Nos lo inyectan al nacer", dice en voz baja, mientras gesticula como si estuviera pinch¨¢ndose con una aguja imaginaria. "Nos hace inclinar la cabeza, mirar hacia otro lado, desconfiar de los otros. Todo el mundo puede denunciar a cualquiera. Si contestas de mala manera a un polic¨ªa o a ¨¦l no le gusta tu cara, puedes desaparecer durante a?os. ?Sabe cu¨¢ndo he tenido m¨¢s miedo? Cada vez que ve¨ªa a los Asad en televisi¨®n. Ordenaba a mis hijos que se sentaran a escuchar con respeto. Hab¨ªa que tener cuidado con los ni?os. Pero todo cambi¨® en marzo. Les cont¨¦ lo que estaba sucediendo en nuestro pa¨ªs. El mayor fue conmigo a la manifestaci¨®n de la semana pasada. En cambio, mi hija de cinco a?os llor¨® cuando dije que Bachar ten¨ªa que irse. "Quiero a Bachar", grit¨®, como le han ense?ado. "No, tienes que odiarle", expliqu¨¦. "Pero yo le quiero", solloz¨®.
Tarek indica el retrato en la pared y el cartel sobre la puerta. "Vinieron con ¨¦l hace 10 d¨ªas. Colgadlo", orden¨¦. "Me dio miedo no hacerlo. Vivo de esto, al fin y al cabo. Otros tambi¨¦n han puesto los carteles. No es extra?o que mi hija est¨¦ confundida".
En el barrio m¨¢s comercial de Damasco, la atm¨®sfera es sombr¨ªa. Los maniqu¨ªes escasamente vestidos de los elegantes escaparates contemplan a los transe¨²ntes con aire arrogante. Los cajeros tambi¨¦n observan, l¨¢nguidos y con expresi¨®n resignada.
Aqu¨ª no hay im¨¢genes del presidente. Tal vez el r¨¦gimen no quiere pegar carteles en los escaparates reci¨¦n lavados de la clase alta. Cuanto m¨¢s pobre es el barrio, m¨¢s carteles se ven.
Shirin se pasea por su tienda de moda, vestida con un vaquero ajustado y [calzando] unas UGG planas de ante. Ten¨ªa previstas unas rebajas de primavera, pero se produjo el ba?o de sangre en Daraa. "Anunciarme mientras estaban matando a la gente no me pareci¨® bien", dice.
Esta empresaria de ¨¦xito simpatiza poco con los manifestantes -"unos j¨®venes rebeldes que se dedican a armar jaleo"- y apoya a Bachar el Asad. "Tenemos una pol¨ªtica exterior excelente. Somos independientes y producimos todo lo que necesitamos, salvo algunas piezas de recambio de aviones. Las sanciones nos han ense?ado a depender de nosotros mismos. No necesitamos una intervenci¨®n extranjera, como en Libia. ?Y qu¨¦ tiene de malo Gadafi? Siempre me pareci¨® que ten¨ªa mucho sentido lo que dec¨ªa".
Sin embargo, es madre de tres hijos, y le preocupan las detenciones de j¨®venes en Daraa.
"El presidente deber¨ªa haber ordenado colgar al jefe de seguridad local", opina. "El trato que dio a los padres fue una declaraci¨®n de guerra".
"All¨ª son beduinos, divididos en clanes. Me preocupa que los extremistas exploten la situaci¨®n y agiten a la gente".
Suspira. "Quiero mucho a mi pa¨ªs. Es donde quiero vivir. Vivir ahora".
En un caf¨¦ del centro, Mouna toma un sorbo de su cerveza Barada. Posee los ojos ardientes de una activista insomne, que pasa cada noche en un lugar distinto. La Mujabarat podr¨ªa haberla detenido solo por los ojos.
Todo comenz¨® con su padre, un hombre de izquierdas, que escap¨® por los pelos a las depuraciones de los a?os setenta. Mouna recuerda la piel blanca de sus camaradas que hab¨ªan sobrevivido a las c¨¢rceles de Hafez el Asad.
Despu¨¦s de las manifestaciones de Egipto, Mouna fue a casa de sus padres. "Mi padre y yo nos sentamos con nuestro t¨¦ de menta y hablamos durante horas. Me dijo: '?Llegar¨¢ aqu¨ª! Est¨¢ extendi¨¦ndose. Ha llegado tu turno".
Mouna respira hondo y mira alrededor.
"Utilic¨¦ Internet, el correo electr¨®nico, Facebook, como los egipcios. Pronto empec¨¦ a recibir amenazas. 'Vamos a por ti', dicen. Cuando les pregunto qui¨¦nes son, contestan: 'Ya sabes qui¨¦nes somos".
La siguiente pregunta le irrita.
"Hemos crecido pensando que no hab¨ªa nada que hacer con esta sociedad y usted me pregunta a qui¨¦n queremos como nuevo l¨ªder. Todav¨ªa no se ha materializado ning¨²n candidato entre marzo y abril. Lo que quiero es participar en la sociedad", dice en tono firme.
Desenchufa el tel¨¦fono m¨®vil del cargador cuando empieza a sonar una llamada. Es un tel¨¦fono muy viejo y necesita cargarse tres veces al d¨ªa. Su cuerpo menudo empieza a temblar. Sostiene el tel¨¦fono con una mano y se agarra el cabello con la otra. "?Cu¨¢ndo? ?D¨®nde?". Lanza la mirada al aire. "Tengo que irme", dice. "Han detenido a mi amigo. La polic¨ªa secreta ha ido a su casa".
Al d¨ªa siguiente, hay m¨¢s chicas de lo habitual en una calle comercial de Damasco. Caminan de dos en dos. Para quienes est¨¢n al tanto, descubrir qui¨¦n est¨¢ ah¨ª con una misi¨®n no es dif¨ªcil. Miran a su alrededor, nerviosas. Hacen movimientos bruscos de cabeza. Llevan zapatos planos. Igual que los hombres junto a la mezquita, hablan sin ninguna expresi¨®n facial. Una pareja aqu¨ª, otra all¨ª. Tres. Cuatro. Un peque?o grupo. Uno m¨¢s grande.
De pronto, abren los bolsos y sacan las pancartas. Algunas est¨¢n escritas sobre tela, otras sobre papel. Cada mujer tiene su eslogan.
Basta de muertes. Basta de violencia.
Empiezan a andar en silencio hacia la plaza con la enorme estatua de bronce de Hafez el Asad. Ning¨²n espectador dice una sola palabra. Todos prestan atenci¨®n, incr¨¦dulos. Las chicas cruzan la glorieta para llegar a la estatua. Pasa un minuto. Dos. Quiz¨¢ tres. Est¨¢n rodeadas. Unas camionetas blancas y decenas de hombres vestidos de civil surgen de no se sabe d¨®nde. Les arrancan las pancartas de las manos. Las arrojan al suelo. "?Putas!", gritan los hombres. "?Brujas!". Algunas yacen en tierra. Una se niega a que le quiten el cartel y grita de dolor cuando le rompen el dedo.
Pero la mayor¨ªa ha huido. Han desaparecido por el otro lado de la plaza, hacia las bocacalles. Cada una por su cuenta. Como hab¨ªan planeado. Todo se termina en cuesti¨®n de minutos. Un furg¨®n blanco se aleja con cuatro chicas dentro. Los dem¨¢s veh¨ªculos abandonan el lugar.
La plaza est¨¢ como si no hubiera pasado nada. Pero ha pasado algo. Algo ha comenzado. -
En Damasco
las palomas vuelan
tras la valla de seda
de dos ...
en dos ...
Mahmoud Darwish
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia ? 2011, ?sne Seierstad
Corresponsal de guerra
Asne Seierstad, nacida en 1970 en Oslo, ha cubierto como corresponsal de guerra los conflictos de Kosovo, Chechenia Afganist¨¢n e Irak. Fruto de su experiencia afgana es El librero de Kabul (2002), con m¨¢s de dos millones de ejemplares vendidos. M¨¢s recientemente ha publicado El ¨¢ngel de Gr?zni. Ambos libros editados por Maeva.
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