Cruz y cara
Aquel crucifijo me acompa?¨® durante a?os. El de la escuela. Detr¨¢s del maestro, en el centro iconogr¨¢fico, el retrato de El General¨ªsimo, imbuido de poder presencial, con capa de gran cuello de piel y un bast¨®n de mando. Arriba, el Cristo en la cruz. Cuando evitabas la cara del instructor, te encontrabas con las dos im¨¢genes. La de un c¨¦sar victorioso, intemporal e incluso alto, tal como lo hab¨ªa fotografiado ?ngel Jal¨®n, en 1944. Y la del Ecce Homo, un cuerpo desnudo y torturado, con esa verdad dura, t¨¢ctil, que el bronce transmite a la mirada. ?Qu¨¦ relaci¨®n hab¨ªa entre aquellos iconos? La mente infantil, de forma inconsciente, establec¨ªa un nexo causal entre la fr¨ªa jactancia de uno y el tormento del otro.
Una parecida perturbaci¨®n era la que sent¨ªa cuando acompa?aba a mi madre a la procesi¨®n del Crucificado, en Semana Santa. Hab¨ªa tal voluntad de estilo en la representaci¨®n que rayaba el encarnizamiento. Cristo arrastraba la cruz en la intemperie lluviosa, escoltado por siniestros enmascarados. Un filme de serie negra con banda sonora de tambores redoblantes. M¨¢s que compasi¨®n, sent¨ªas p¨¢nico. ?Otra vez lo van a matar! Somos lo que recordamos. Y lo que olvidamos. Ahora soy yo el que busca im¨¢genes del Ecce Homo. La figura de Cristo revent¨® el relato literario y el arte del retrato. La multitud escupe al h¨¦roe. El Rey de Reyes es tratado como una piltrafa. Y ultrapasa la pena que m¨¢s aterroriza a los mortales: ser abandonado por todos. La Ascensi¨®n le salv¨® del comercio y las guerras de reliquias. Pero aun as¨ª hubo grandes disputas por la posesi¨®n del palo, o astillas, de la Santa Cruz y de las espinas de la corona. Hay 600 lugares en el mundo que aseguran poseer una de esas sagradas p¨²as. Si aparece la 601, no me sorprender¨ªa que fuese un d¨ªa de estos en las Cortes valencianas.
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