Una escultura que habla, la verdad
En este texto in¨¦dito de Delibes, el autor exhibe una admiraci¨®n sin condiciones hacia la persona y la obra de Antonio L¨®pez
Deslumbrado por la magia del pincel de Antonio L¨®pez, fui de los primeros en acercarme a su obra. ?Para qu¨¦? ?Y qui¨¦n lo sabe? Yo buscaba algo, una muestra, una aproximaci¨®n a su genio. Despu¨¦s aspir¨¦ a un recuerdo. En mi expectativa ¨¢vida, llegu¨¦ a proponerle: "Lo que t¨² quieras, Antonio. Una interrogaci¨®n, mis iniciales firmadas por ti. Algo". ?l sonre¨ªa, los ojos bajos, con su bonhom¨ªa habitual, esa sonrisa fl¨¦bil de hombre cuya naturaleza no le permite complacer a tanta gente. Mas el talento pict¨®rico de Antonio era tan excelso y natural que atra¨ªa al m¨¢s profano. Yo sab¨ªa que me le¨ªa, me dec¨ªa que gustaba de mis escritos, pero esto nada ten¨ªa que ver con mi deseo.
Lo vi, lo visit¨¦, volv¨ª a verlo, a hablarle, ¨¦l en Madrid, yo en Valladolid, pero el tiempo pasaba sin que nuestras relaciones progresaran. Transcurrieron m¨¢s de tres d¨¦cadas con infrecuentes encuentros, al cabo de las cuales fue Antonio L¨®pez el que lleg¨® a m¨ª a trav¨¦s de un amigo com¨²n. ?Cu¨¢nto hab¨ªamos envejecido! Antonio Piedra portaba la gran noticia:
Volvi¨® a medir mi cr¨¢neo, operaci¨®n silenciosa a pesar de los espectadores
"A Antonio L¨®pez le gustar¨ªa hacer tu cabeza en bronce", me dijo.
Sent¨ª un peque?o mareo, no me lo cre¨ª. No era posible que Antonio necesitase algo m¨ªo. Me emocion¨¦, pero tanto insisti¨® que acab¨¦ admiti¨¦ndolo, confundido. ?Habr¨ªa alguna otra cosa que pudiera desear m¨¢s en el mundo? Se inici¨® entre nosotros un trato m¨¢s frecuente y familiar. Antonio L¨®pez y yo nos ve¨ªamos y charl¨¢bamos. Antonio me observaba. Yo observaba a Antonio. Me cautivaba la naturalidad de su ofrecimiento, su absoluta espontaneidad sin asomo de esnobismo. Como si me pidiera un favor. Su manera de manifestarse estaba a mil leguas de la autosuficiencia, y segu¨ªa trabajando a su manera, pausada, sin prisas, nunca movido por una ambici¨®n pecuniaria.
?Qu¨¦ admirar m¨¢s en Antonio? ?Su persona o su obra? Su bondad, la modestia machadiana de su ali?o indumentario, su humildad creadora, su absorbente profesionalidad, el af¨¢n de apartarse, de desplazar sobre otros su val¨ªa.
"Mi t¨ªo Antonio, el de Tomelloso, ese s¨ª que sabe".
Ten¨ªa esta obsesi¨®n. Los elogios dedicados a ¨¦l los aplicaba a su t¨ªo, con quien de ni?o mezcl¨® los primeros colores. ?l era solamente un copiador, un aprendiz. No era tarea f¨¢cil sacarle de su juicio. ?l pintaba, s¨ª, pero el genio era su t¨ªo. Y su t¨ªo, el de Tomelloso, era realmente un talento natural, pero Antonio era el maestro.
Yo hab¨ªa tenido la primera noticia de Antonio en la Fundaci¨®n Juan March, en a?os pol¨ªticamente tristes. La March llevaba la batuta de la cultura y el que quer¨ªa saber por d¨®nde iban los tiros en arte deb¨ªa vivir conectado a ella. All¨ª vi su primera obra en blanco y negro y me dije: "Si la Fundaci¨®n lo instala aqu¨ª, es que es ya un artista consumado". A¨²n era un chico, pero sus dibujos en blanco y negro, acogedores, dom¨¦sticos (?ay aquel dormitorio en desorden de la casa de sus padres, tan aut¨¦ntico, tan vivo!), me entusiasmaron. Sus grabados no estaban expuestos, pero la gente visitaba la Fundaci¨®n impaciente, anticip¨¢ndose a la primera muestra.
Luego, su carrera mete¨®rica: el color. Aquella encrucijada de la Gran V¨ªa madrile?a en cuya elaboraci¨®n trabajaba ¨²nicamente dos o tres minutos cada ma?ana durante unos pocos d¨ªas, para respetar los matices de la luz. El cine: la pel¨ªcula El sol del membrillo, de una meticulosidad prodigiosa, explicada por ¨¦l mismo en una documentada lecci¨®n. La escultura, la tercera dimensi¨®n, el paso decisivo, que inici¨® con los Reyes de Espa?a en el Patio Herreriano de Valladolid. El tiempo solo consegu¨ªa ir perfilando su genialidad, cuyos ecos llegaron pronto a los portavoces de Par¨ªs y Nueva York. El realismo de Antonio se erig¨ªa en modelo pl¨¢stico del momento. Decididamente la maestr¨ªa de Antonio L¨®pez hab¨ªa salvado las ¨²ltimas fronteras.
Al llegar la primavera me avis¨®: ven¨ªa a Valladolid, a verme. Comimos juntos en El Caballo de Troya con Mar¨ªa Moreno, su mujer, tocada tambi¨¦n por la magia de la pintura. Antonio habl¨® con su encogimiento habitual de su decisi¨®n de hacer mi cabeza en bronce, de su ilusi¨®n, de los pasos dados hasta el momento. Volvimos a separarnos, mas en un corto plazo volvi¨® por Valladolid -yo ya estaba demasiado viejo- a tomar los puntos de mi cr¨¢neo, a medirme. Fue una operaci¨®n silenciosa, a pesar de los espectadores, tanto que se hubiera sentido volar una mosca. Yo me sent¨ªa conmovido ante el inter¨¦s de Antonio. Hablar en ese momento me hubiese parecido una profanaci¨®n. No he vuelto a verlo.
Meses despu¨¦s encontr¨¦ a Antonio Piedra, el amigo com¨²n, en la calle, en Valladolid. Y tom¨¦ la decisi¨®n de sonsacarle a cualquier precio. No pod¨ªa vivir en silencio su empe?o. Di un rodeo y le pregunt¨¦ si hab¨ªa visto al gran hombre:
-Claro, a eso iba.
-Y dime ?trabaja?
Se entabl¨® de pronto un forcejeo entre mi ¨¢vida curiosidad y la educada reserva de Piedra. Yo aspiraba a una sola palabra, pero definitiva. Antonio, en cambio, hab¨ªa decidido callar, esperar a que fueran la obra y el autor quienes hablaran en su momento. No me atrev¨ªa a atacar de frente y apel¨¦ a artima?as pueriles:
-?Me parezco?
-Eso es secundario.
-Ya lo s¨¦, pero en Antonio quiz¨¢ no.
Antonio Piedra sonre¨ªa, consciente de mi decepci¨®n. Le pregunt¨¦ cu¨¢ndo podr¨ªa ver "mi cabeza"; no pod¨ªa soportar la espera.
-Antonio quiere llevarla a Valladolid en octubre, el d¨ªa de tu homenaje, y presentarla a los hispanistas asistentes al tiempo que tus obras completas.
-Pero yo no puedo esperar hasta octubre, Antonio -dije.
-T¨² ver¨¢s, pero ese es el proyecto.
Se cerraba; no soltaba prenda; se manten¨ªa en sus trece. Yo me mostraba torpe en mis pretensiones de hacerle hablar. Olvidando que me hubiera conformado con cualquier cosa, ataqu¨¦ de nuevo:
-Pero, por favor, Antonio, ?es un trabajo importante?
-De Antonio L¨®pez, ?qu¨¦ m¨¢s quieres? Con eso est¨¢ dicho todo.
-Y ?est¨¢ logrado?
Antonio, al hablar del otro Antonio, manten¨ªa una actitud reverencial, de respeto. Emiti¨® un lev¨ªsimo cloqueo y se dir¨ªa, por sus ademanes y la exageraci¨®n de su rostro, por la manera de abrir la boca, un poco exagerada, que iba a pronunciar un largo discurso, pero dijo simplemente:
-Est¨¢s hablando, la verdad.
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