Madeleine no muri¨® como vivi¨®
-Madeleine, se muere como se vive.
Se lo dijo al o¨ªdo en un abrazo un voluntario cuando la mujer, con un viejo pijama color lila, se desped¨ªa sentada en su cama, antes de dormirse. Era la noche del 12 de enero de 2007 en Alicante. Madeleine Z. padec¨ªa una enfermedad degenerativa que le dejar¨ªa inmovilizada. Minutos antes, con las manos sin fuerza, hab¨ªa tomado un helado demasiado amargo. En ¨¦l hab¨ªa mezclado una combinaci¨®n letal de f¨¢rmacos.
El momento m¨¢s emocional de mi vida fue asistir al final de otra. Y comprenderla. Madeleine hab¨ªa escapado a la persecuci¨®n nazi de muy ni?a, sobrevivi¨® a la alocada vida del Par¨ªs de los cincuenta o a la horrenda muerte de su marido. Entendi¨® que la esclerosis lateral amiotr¨®fica s¨ª podr¨ªa con una dignidad que nunca perdi¨®: ni cuando fue maltratada por su primer marido, ni cuando tuvo que ponerse a limpiar casas al enviudar.
Madeleine quiso contar su vida, que se asistiese a su muerte y que se publicase. Ante la propuesta tuve miedo, mucho.
Pero no dudas. Por varios motivos. Uno. Creo que los periodistas tenemos la obligaci¨®n de contar lo que ocurre, lo m¨¢s cerca y directamente posible. Dos. Se trataba de un tema delicado y esencial. Una encrucijada que muchos enfrentan a diario, cuando llega un diagn¨®stico fatal. Una decisi¨®n que antes hab¨ªan tomado enfermos irreversibles que tuvieron peor suerte, como Sampedro. Tres. La muerte digna es el ¨²ltimo gran derecho que nos queda por conquistar, refrendado por la mayor¨ªa de los ciudadanos y los m¨¦dicos en varias encuestas. Cuatro. Se trataba de un caso singular. Pese a f¨¢ciles argumentos de quienes se oponen a la eutanasia, solo una entre 1.000 personas con enfermedades terminales o degenerativas optan por acabar con sus sufrimientos. Cinco. Habr¨¢ quien se conforme con terminar sus d¨ªas al albur de la decisi¨®n de otros. Yo ten¨ªa la convicci¨®n de que Madeleine, como cualquiera que decida mantener el control sobre el final de su vida, deber¨ªa haber sido escuchada, atendida por m¨¦dicos y haber muerto en un entorno seguro.
La vida de todos es apasionante. La de Madeleine, una seductora nata, excedi¨® con mucho ese calificativo. Fue duro documentarla con aquel 12 de enero en la cabeza. Tremendo para el fot¨®grafo Ricardo Guti¨¦rrez retratarla, Madeleine con sus muletas y su silla de ruedas haci¨¦ndonos la comida y envi¨¢ndonos al avi¨®n con el mejor pat¨¦ franc¨¦s. Tuve m¨¢s de una conversaci¨®n con un m¨¦dico que hab¨ªa acompa?ado a varios enfermos en su suicidio. Dudaba de si me derrumbar¨ªa. No hab¨ªa visto morir a nadie.
La reina de las fiestas de la Riviera francesa, la Madeleine en la que se inspir¨® Jacques Brel, quiso irse entre amigos, pero solo se pudo despedir en persona de una ¨ªntima. Muri¨® dormida, con la radio de fondo, unas gotas de Opium, el perfume que le regalaba siempre el hombre que am¨® y tres personas que bajaron las escaleras a oscuras. Eran tres conocidos: dos militantes de su grupo proeutanasia y una periodista que s¨ª se derrumb¨®.
No muri¨® como vivi¨®. Sin dolor, s¨ª, pero sola. Clandestinamente.
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