Ni?os que leen
Los padres son un n¨²mero. ?Que no? V¨¦nganse un d¨ªa conmigo a firmar a una feria del libro. Qu¨¦dense quietos y observen, como observan los libreros, que podr¨ªan escribir un tratado psicol¨®gico del cliente: el que da la lata y no compra nada, el que quiere que se le cuenten los argumentos, el que exige que se le asegure que el libro le va a gustar, el que no quiere libros tristes, el que no le dice nada al autor teniendo tanto que decir, el que sabe del autor m¨¢s que el autor mismo. Y tambi¨¦n saben de padres, porque los padres, insisto, son un n¨²mero. Vienen a mi caseta, ponen a dos cr¨ªos por delante y los presentan: "A este le encanta leer, se lee todo lo que le eches; en cambio a este... De este no hacemos carrera". El ni?o lector baja la cabeza, le da verg¨¹enza haber sido descrito como el listo; el ni?o no lector me mira como si fuera un criminal arrepentido. Y yo siento una mezcla de simpat¨ªa y compasi¨®n hacia los dos, al uno porque lee y al otro porque no. Los padres siempre dicen que los ni?os no hablan porque se ponen nerviosos, pero en realidad los que se ponen nerviosos son ellos y no paran de explicar c¨®mo la criatura estaba loca por conocerte y, ahora, m¨ªralo, se le ha comido la lengua el gato. Los padres se averg¨¹enzan del silencio del ni?o y a veces te da la impresi¨®n de que le dar¨ªan una colleja para que el hijo arrancara a hablar. A veces el ni?o se trae el libro de casa para que se lo firmes: se nota que lo tiene muy gastado, que lo ha le¨ªdo muchas veces, que es para ¨¦l un objeto muy querido. Pero, como es natural, el ni?o quiere un libro nuevo, est¨¢ deseando poseer aventuras frescas del personaje y toca los ejemplares expuestos como una indirecta hacia el padre o la madre. Pero no. Despu¨¦s de que el padre o la madre se explayaran sobre el amor del ni?o a la lectura, ahora racanean los cinco euros que vale el libro. Que lea por vig¨¦sima vez el antiguo, as¨ª demostrar¨¢ su pasi¨®n por la lectura. Ay. Hay unos padres que pasan por delante de la caseta, llevan a rastras a una ni?a de unos siete a?os, que les ruega que la lleven a la caseta de Ger¨®nimo Stilton, ese autor que firma vestido de rat¨®n. El padre zanja el asunto diciendo: "Pero, hija m¨ªa, ?no te das cuenta de que Ger¨®nimo Stilton no existe, de que ese que hay ah¨ª firmando es un yonqui al que le pagan cuatro duros por cocerse dentro de la gomaespuma?". La explicaci¨®n nos deja, a libreros y a m¨ª, meditabundos: de acuerdo, tal vez los ni?os no est¨¦n por la labor de tragarse el viejo cuento de que la lluvia es el pis de los angelitos, pero tampoco es cuesti¨®n de introducirles tan pronto en el realismo sucio. Por otro lado, dentro del rat¨®n Stilton o de otros personajes de ficci¨®n que reparten publicidad entre las casetas no hay yonquis, sino j¨®venes que a¨²n no han ascendido a la anhelada posici¨®n de mileuristas. Seguro que tras la lectura de este art¨ªculo habr¨¢ lectores que tuerzan el gesto pensando que tambi¨¦n existen padres mod¨¦licos entre los cuales ellos se encuentran. Lejos de m¨ª la intenci¨®n de ofenderlos, pero recon¨®zcanme que son m¨¢s c¨®micos esos padres que quieren sacar una foto al ni?o con la autora aunque el ni?o no quiera. Ah, los padres. Los padres han convertido la feria del libro en una especie de rueda de prensa: mientras el autor estampa su aut¨®grafo, hay una nube de padres con la c¨¢mara del m¨®vil certificando el momento. M¨¢s que escribiendo una dedicatoria, se dir¨ªa que est¨¢s firmando un tratado de la Uni¨®n Europea. No es f¨¢cil sentirse observada, pero si una respira hondo y se toma un lexat¨ªn, todo va sobre ruedas. Adem¨¢s, se siente como una especie de comprensi¨®n hacia la naturaleza humana: a pesar de tantos manuales, consejos y te¨®ricas de c¨®mo ser padres, los padres siguen teniendo su lado desastroso. Los psic¨®logos deber¨ªan agradecerlo. Tal vez ah¨ª resida el ¨¦xito en Estados Unidos de ese libro llamado Go the fuck to sleep (Vete a la cama de una puta vez) que escribi¨® Adam Mansbach inspirado en el persistente insomnio de su hija. En un pa¨ªs donde las relaciones entre padres e hijos est¨¢n tan asediadas por la correcci¨®n pol¨ªtica, de pronto, un autor decide escribir unos versos c¨®micos, no ya sobre lo que se les dice a los hijos, sino sobre lo que a uno les gustar¨ªa decirles si no se contuviera. Ese reconocimiento expl¨ªcito de la p¨¦rdida de paciencia y de la imperfecci¨®n est¨¢ sirviendo de v¨ªa de escape en un mundo en el que prima la falta de naturalidad y la desconfianza permanente hacia la actuaci¨®n del adulto. Est¨¢ claro que un padre que compra ese libro no es un maltratador, sino alguien que sabe re¨ªrse de ese papel que te pone a prueba m¨¢s que ning¨²n otro. Pero esto es una excepci¨®n: no hay nada tan en boga como la desconfianza. Cuando le¨ª que hay un libro llamado Ni un beso a la fuerza, entend¨ª que los te¨®ricos han convertido la antip¨¢tica negativa de los ni?os a dar un beso a la visita en un derecho innegociable. Con la excusa de protegerles del abuso sexual, ya no tienen ni por qu¨¦ dar un beso a sus abuelos. Ser¨¢ por estas cosas que cuando una mira la vida desde la caseta y ve c¨®mo los padres meten la pata como la metieron siempre, la sonrisa gana al estupor. La realidad siempre se escapa de la moralina conservadora. O de la de izquierdas. Tanto da.
A veces se traen de casa un libro gastado para que se lo firmes. Quieren otros, pero los padres racanean
Hay te¨®ricos que han convertido la negativa de los ni?os a dar un beso a la visita en un derecho innegociable
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